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A las siete cuarenta y cinco los negros avanzan a lo largo de la hilera de Crónicos y van colocando catéteres a los que se los dejan poner sin moverse. Los catéteres son preservativos de segunda mano a los que se les ha cortado la punta para unirlos con esparadrapo a unos tubos que bajan por la pernera del pantalón hasta una bolsa de plástico con la etiqueta desechable, no volver a usar, que a mí me toca lavar al concluir cada día. Los negros fijan el preservativo con esparadrapo que se adhiere a los pelos; los Crónicos de Catéter se han quedado lampiños como recién nacidos de tanto arrancarles el esparadrapo…

A las ocho las pareces chirrían y zumban a todo volumen. El altavoz del techo dice, «Medicamentos», con la voz de la Gran Enfermera. Miramos a la casilla de cristal donde está sentada, pero no está junto al micrófono ni mucho menos; de hecho, está a más de un metro de aquél y adoctrina a una de las enfermeras menores sobre la manera de arreglar una bandeja presentable con todas las píldoras en orden. Los Agudos forman una fila junto a la puerta de cristal, A, B, C, D, luego los Crónicos, luego los Rodantes (los Vegetales reciben su pastilla más tarde, mezclada con una cucharada de puré de manzanas). Los muchachos van desfilando y reciben una cápsula y un vaso de papel -ponerse la cápsula en el fondo de la garganta y que la pequeña enfermera les llene el vaso de agua y tragar la cápsula-. Muy de vez en cuando algún tonto pregunta por qué tiene que tragar.

– Un momentito, preciosa; ¿qué son esas dos cápsulas rojas que me han dado con la vitamina?

Lo conozco. Es un gran Agudo quejoso que ya empieza a tener fama de impertinente.

– Una medicina, señor Taber, le hará bien. Venga, tráguesela.

– Pero, qué clase de medicina. Cielo santo, ya creo que son pastillas…

– Trágueselas, quiere, señor Taber… Hágalo por mí.

Mira a hurtadillas a la Gran Enfermera para comprobar qué acogida merece su técnica de seducción, luego vuelve a mirar al Agudo. Aún no está dispuesto a tragarse algo que no sabe qué es, ni siquiera por ella.

– Señorita, no me gusta crear problemas. Pero tampoco me gusta tragar algo sin saber qué es. ¿Cómo puedo estar seguro de que no son esas pastillas raras que me convierten en lo que no soy?

– No se altere, señor Taber…

– ¿Alterarme? Todo lo que quiero saber, por el amor de Dios…

Pero la Gran Enfermera se ha aproximado sin ruido, le ha puesto la mano en el brazo y se lo aprieta, paralizándoselo hasta el hombro.

– No se preocupe, señorita Flinn -dice-. Si el señor Taber quiere portarse como un niño, tendremos que tratarle como tal. Hemos procurado ser amables y considerados con él. Es evidente que no es ésa la solución. Hostilidad, hostilidad, es todo lo que recibimos a cambio. Puede irse, señor Taber, si no desea tomar sus medicamentos por vía oral.

– Todo lo que yo quería saber, por el…

– Puede irse.

Se marcha, refunfuñando, en cuanto ella le suelta el brazo, y se pasa la mañana en el retrete, preguntándose qué debían ser esas cápsulas. Una vez logré esconder una de esas mismas cápsulas rojas bajo la lengua, hice ver que me la tragaba y después la abrí en el armario de las escobas. Por un instante, antes de que todo se convirtiera en polvillo blanco, logré ver que contenía un elemento electrónico en miniatura, como los que ayudé a manipular en el Cuerpo de Radar del Ejército, alambres microscópicos y abrazaderas y transistores, éste había sido diseñado de forma que se disolviese al entrar en contacto con el aire…

A las ocho veinte aparecen las cartas y los rompecabezas…

A las ocho veinticinco uno de los Agudos comenta que solía mirar cómo se bañaba su hermana; los tres que están sentados en la misma mesa que él se atropellan para ver quién llega primero y lo escribe en el cuaderno de bitácora…

A las ocho treinta se abre la puerta de la galería y entran trotando dos técnicos que huelen a vino tinto; los técnicos siempre se mueven a paso ligero o al trote porque siempre caminan muy inclinados hacia delante y tienen que moverse deprisa para no caer. Siempre van inclinados y siempre huelen como si hubiesen esterilizado con vino sus instrumentos. Cierran la puerta del laboratorio tras sí y yo me acerco veloz y consigo discernir voces por encima del horrible zzzt-zzzt-zzzt del acero sobre la piedra de amolar.

– ¿Qué pasa a una hora tan intempestiva de la mañana?

– Tenemos que instalarle un Supresor de Curiosidad Incorporado a un metomentodo. Un trabajo de emergencia, ha dicho ella, y ni siquiera sé si tenemos algún aparato en el almacén.

– Tendremos que llamar a IBM y que nos traigan uno a toda prisa; voy a consultar con Suministros…

– Eh; de paso tráete una botella de ese pura cepa: he llegado al punto de que no puedo instalar ni el componente más sencillo sin un poco de tonificante. Bueno, qué más da, es mejor que trabajar en un garaje…

Las voces suenan forzadas y las respuestas son demasiado rápidas para que puedan corresponder a una conversación real; más bien parece un diálogo de dibujos animados. Sigo barriendo y me alejo antes de que me pillen escuchando detrás de la puerta.

Los dos negros altos descubren a Taber en el retrete y se lo llevan a rastras al cuarto de los colchones. Recibe una buena patada en la espinilla. Grita como un condenado. Me sorprende lo indefenso que se le ve cuando ellos le sujetan, como si le tuvieran agarrado con cintas de hierro.

Le aprietan boca abajo contra el colchón. Uno se sienta sobre su cabeza y el otro le baja los pantalones por atrás y va rasgando la tela hasta que el trasero de Taber, de color melocotón, aparece enmarcado en jirones color verde lechuga. Sigue ahogando maldiciones en el colchón mientras el negro que se ha sentado sobre su cabeza dice, «Tranquilo, señor Taber, tranquilo…». La enfermera se acerca por el pasillo mientras va untando con vaselina una gran aguja, cierra la puerta y desaparecen un segundo de mi vista, luego vuelve a salir en el acto y se va secando la aguja con un jirón de los pantalones de Taber. Ha dejado el frasco de vaselina en la habitación. Antes de que el negro tenga tiempo de cerrar la puerta tras ella veo que el que está sentado sobre la cabeza de Taber le frota con un Kleenex. Permanecen largo tiempo ahí dentro hasta que se vuelve a abrir la puerta y salen y se lo llevan por el pasillo hacia el laboratorio. Ahora le han quitado los pantalones y está envuelto en una sábana húmeda…

A las nueve jóvenes internos con coderas de cuero hablan cincuenta minutos con los Agudos de lo que hacían cuando eran pequeños. La Gran Enfermera desconfía del aspecto de estos internos y los cincuenta minutos que permanecen en la galería son duros para ella. Las máquinas comienzan a atascarse mientras ellos están ahí y ella toma notas con el ceño fruncido para comprobar luego los historiales de estos chicos en busca de infracciones de tráfico y cosas por el estilo… A las nueve cincuenta salen los internos y las máquinas vuelven a funcionar como una seda. La enfermera observa la sala de estar desde su caja de cristal; el panorama ante sus ojos vuelve a adquirir la claridad acerada, el nítido movimiento ordenado de un dibujo animado.

Sacan a Taber del laboratorio en una camilla. -Tuvimos que ponerle otra inyección cuando empezó a recuperar el sentido durante la punción -le dice el técnico-. ¿Qué le parece si lo llevamos directamente al Edificio Número Uno y de paso le aplicamos un electrochoc y así aprovechamos ese Seconal adicional?

– Creo que es una excelente sugerencia. Y después podrían llevarlo a electroencefalogramas y que se le examine la cabeza, es posible que necesite una intervención cerebral.

Los técnicos salen al trote, detrás de la camilla con el hombre, como personajes de dibujos; o como marionetas, marionetas mecánicas de uno de esos espectáculos en que se supone que resulta divertido contemplar cómo el Demonio le da una paliza a la marioneta y después se la traga un cocodrilo sonriente…