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Ken Kesey

Alguien Voló Sobre El Nido Del Cuco

Título originaclass="underline" One flew over the cuckoo's nest

Traducción: Mireia Botill

A Vik Lovell

que, después de haberme dicho que los dragones no existían, me condujo a su guarida.

…one flew east, one flew west, one flew over the cuckoo's nest.

…uno voló al este, el otro hacia el oeste, sobre un nido de cucos voló éste.

Copla infantil

PRIMERA PARTE

Están ahí fuera.

Chicos negros con trajes blancos se me han adelantado para cometer actos sexuales en el pasillo y luego limpiarlo antes de que consiga atraparlos.

Están fregando cuando salgo del dormitorio, los tres enfurruñados y llenos de odio hacia todo: la hora que es, el lugar donde se encuentran, la gente con quien tienen que trabajar. Cuando están tan llenos de odio, más vale que no me deje ver. Me deslizo pegado a la pared, sin ruido, como el polvo sobre mis zapatillas de lona. Pero están equipados con un detector especialmente sensible que capta mi miedo y los tres levantan la vista, al mismo tiempo, con las caras negras de ojos relucientes, relucientes como las lámparas de una vieja radio vista por detrás.

– Ahí viene el Jefe. El Super Jefe, chicos. El Viejo Jefe Escoba. Qué tal, Jefe Escoba…

Me ponen una fregona en la mano y me indican el lugar que quieren que limpie hoy, y allá voy. Uno me golpea las pantorrillas con el mango de una escoba para darme prisa.

– ¿Habéis visto cómo la agarra? Es tan grande que podría hacerme pedazos y me mira como un niño.

Se ríen y después les oigo murmurar a mis espaldas, las cabezas muy juntas. Zumbido de maquinaria negra, que va zumbando odio y muerte y secretos del hospital. No se toman la molestia de bajar la voz para intercambiar sus secretos de odio cuando estoy cerca porque me creen sordomudo. Todos lo creen. He tenido la astucia de hacérselo creer. Si de algo me ha servido ser mestizo en esta puerca vida, ha sido para enseñarme a actuar con astucia todos estos años.

Estoy fregando cerca de la puerta de la galería cuando del otro lado se oye una llave y sé que es la Gran Enfermera porque la cerradura cede rápida, suave y familiarmente. ¡Lleva tanto tiempo rondando cerraduras! Se desliza a través de la puerta con un chorro de aire frío y luego la cierra tras de sí y veo cómo pasa los dedos sobre el acero pulido; la punta de cada dedo tiene el mismo color que sus labios. Curioso naranja. Como el extremo de un soldador. Un color tan caliente o tan frío, que si ella te toca no puedes decir con cuál.

Lleva su bolso de mimbre trenzado como los que la tribu Umpqua vende junto a la carretera en el caluroso mes de agosto, un bolso en forma de caja de herramientas con un asa de cáñamo. La he visto con él todos los años que llevo aquí. El tejido es de malla grande y puedo ver lo que lleva dentro; no hay polvera ni lápiz de labios ni cosas de mujeres, su bolso está lleno de miles de piezas que piensa utilizar hoy en sus tareas: ruedecillas y engranajes, ruedas dentadas pulidas hasta dejarlas relucientes, pastillitas que brillan como porcelana, agujas, fórceps, pinzas de relojero, rollos de alambre de cobre…

Cuando pasa a mi lado hace una inclinación de cabeza. Con mi escoba, me aplasto contra la pared y sonrío y procuro escabullirme al máximo de sus artilu-gios y hurtarle la mirada… no pueden adivinar tantas cosas cuando uno tiene los ojos cerrados.

En mis tinieblas oigo el eco de sus tacones de goma sobre las baldosas y el roce de su bolso de mimbre contra sus piernas se aleja de mí por el pasillo. Camina muy tiesa. Cuando abro los ojos, está en el extremo del pasillo y se dispone a entrar en la encristalada Casilla de las Enfermeras donde pasará el resto del día sentada junto a su mesa, mirando por la ventana y tomando nota de lo que en las próximas ocho horas suceda ante sus ojos, en la sala de estar. Parece complacida y apaciguada con la idea.

Entonces… ve a los chicos negros. Todavía siguen allí, muy juntos, murmurándose cosas. Ahora advierten que los está mirando, pero ya es tarde. Ya deberían saber que no es muy buena idea formar grupos y murmurar cuando es su hora de llegar a la galería. Separan los rostros, confusos. Ella se agazapa y comienza a avanzar hacia el lugar donde los tres han quedado atrapados, apiñados en el extremo del pasillo. Sabe qué han estado diciendo y noto que está furiosa, que ha perdido completamente el control. Va a hacer pedazos a esos cochinos negros, tan furiosa está. Comienza a hincharse, se hincha y se hincha hasta desgarrar la espalda del blanco uniforme y despliega sus brazos y los extiende y alcanzan tal longitud que podrían dar cinco a seis vueltas en torno a los tres hombres. Mira a su alrededor con un rápido vaivén de la gran cabeza. Nadie a la vista, sólo allí al fondo el pobre Bromden Escoba, el mestizo, escondido detrás de su escoba, y ése no puede gritar para pedir ayuda. Conque ya no se contiene más y su sonrisa pintada se transforma, se despliega en un gran bufido, y ella se agranda, más cada vez, hasta parecer un gran tractor, tan grande que puedo oler el motor que lleva dentro, tal como huelen los motores sometidos a un esfuerzo demasiado grande. Contengo el aliento y me digo: ¡Dios mío, esta vez va en serio! ¡Van a hincharse de odio hasta los topes y van a hacerse pedazos unos a otros antes de que se den cuenta de lo que están haciendo!

Pero cuando ya empieza a enlazar a los negros con aquellos brazos extensibles y ellos están a punto de desgarrarle el vientre con los mangos de las escobas, todos los pacientes comienzan a salir de los dormitorios para ver qué alboroto es aquél, y ella tiene que transformarse de nuevo para que no descubran su verdadera y espantosa apariencia. Cuando por fin los pacientes se han frotado los ojos y logran vislumbrar, a medias, en qué consiste el tumulto, sólo ven a la enfermera jefe que, sonriente serena y fría como de costumbre, les dice a los muchachos que no deberían formar grupos y murmurar, porque es lunes por la mañana y hay muchas cosas que hacer… la primera mañana de la semana.

– … ya sabéis cómo son los lunes, muchachos…

– Sí, señorita Ratched…

– … y esta mañana tendremos muchas visitas, conque a lo mejor, si lo que estaban haciendo aquí los tres juntos no es demasiado urgente…

– ¿Siii?, señorita Ratched…

Se interrumpe y saluda con la cabeza a algunos de los pacientes que se han reunido a su alrededor y que miran con ojos enrojecidos e hinchados de sueño. Los va saludando uno a uno. Un gesto preciso y automático. Tiene un rostro regular, calculado y construido con precisión, como una muñeca de lujo, con la piel como esmalte color carne, una mezcla de blancos y cremas, y ojos azul cielo, nariz pequeña, con diminutas ventanillas sonrosadas, todo bien armonizado, excepto el color de sus labios y de sus uñas, y el tamaño de sus pechos. Fue todo un error de fabricación colocar esos grandes senos femeninos en la que, de otro modo hubiera resultado una obra perfecta, y salta a la vista lo mucho que eso le fastidia.

Los hombres siguen ahí a la espera de averiguar qué iba a hacerles a los negros y ella recuerda haberme visto y dice:

– Y ya que es lunes, chicos, ¿por qué no empezamos bien la semana y afeitamos lo primero esta mañana al pobre señor Bromden, antes de la aglomeración que se arma en la barbería después del desayuno?, y a ver si logran evitar que organice – ah- el alboroto de costumbre, ¿qué les parece?

Antes de que se vuelvan hacia mí, me zambullo en el armario de las escobas, cierro la puerta con cuidado, contengo el aliento. Afeitarse antes del desayuno es lo peor de todo. Con algo en el estómago uno se siente más fuerte y más despierto, y no es tan fácil que los cabrones que trabajan en la Sala de Máquinas te enchufen una de sus maquinitas en vez de la afeitadora eléctrica. Pero si hay que afeitarse antes del desayuno, como ella me manda hacerlo algunas mañanas -a las seis y media de la mañana, en un cuarto rodeado de paredes blancas y blancas jofainas y con largas luces de neón en el techo, para evitar cualquier sombra, y rodeado de rostros que chillan atrapados en los espejos-, ¿qué posibilidades de éxito tiene uno frente a sus máquinas?

Escondido en el armario de las escobas, escucho, mi corazón golpea en la oscuridad e intento no asustarme, intento pensar en otra cosa -pensar en otros tiempos y recordar cosas del pueblo y del gran río Columbia, pensar que una vez Papá y yo fuimos a cazar pájaros a un bosque de cedros junto a Los Rápidos… Pero, como siempre que intento llevar mis pensamientos al pasado y ocultarme allí, el miedo siempre a mano se filtra a través de la memoria. Noto que por el pasillo se aproxima ese raquítico muchacho negro, y cómo olfatea mi miedo. Abre las ventanas de la nariz como negras chimeneas, balancea a uno y otro lado su desmesurada cabeza y no para de olfatear, y va absorbiendo miedo por toda la galería. Ahora me huele a mí, puedo oír sus bufidos. No sabe dónde me escondo, pero me huele y me está buscando. Procuro no moverme…

(Papá me dice que no me mueva, me dice que el perro ha olfateado un pájaro muy cerca. Un hombre de Los Rápidos nos prestó un perro perdiguero. Todos los perros del pueblo son inútiles callejeros, dice Papá, devoradores de tripas de pescado, sin ninguna clase; ¡pero este perro tiene instinto! Yo no digo nada, pero ya he visto el pájaro, encaramado en un cedro mocho, hecho una bola de plumas grises. El perro corre en círculos bajo el árbol, el excesivo olor le impide señalar un punto concreto. El pájaro está a salvo mientras no se mueva. Resiste bastante bien, pero el perro sigue olfateando y dando vueltas, cada vez más alborotado y más cerca. Al fin, el pájaro no puede más, extiende las plumas, salta del cedro y cae bajo el disparo de la escopeta de Papá.)

El negro raquítico y uno de los más grandes me atrapan antes de que haya logrado alejarme ni diez pasos del armario de las escobas, y me arrastran hasta la barbería. No me resisto ni hago ruido. Gritar sólo empeora las cosas. Contengo los gritos. Me contengo hasta que llegan a las sienes. Hasta que llegan a las sienes no puedo saber con certeza si han sustituido la máquina de afeitar por otra de esas máquinas; entonces ya no puedo continuar resistiendo. Cuando llegan a las sienes ya no es una cuestión de fuerza de voluntad. Es un… botón, al apretarlo (dice Bombardeo, Bombardeo) me disparo a tal volumen que desaparece todo ruido, todos me gritan tapándose los oídos, detrás de paredes de cristal, sus caras se mueven como si hablasen pero de las bocas no sale ni un sonido. Mi sonido absorbe todos los demás sonidos. Hacen funcionar de nuevo la máquina de hacer niebla y sobre mi cuerpo comienza a caer una nieve fría y blanca como crema de leche, tan espesa que incluso podría escabullirme en ella si no me tuvieran cogido. Con esa niebla no puedo ver ni a diez centímetros y lo único que consigo oír por encima de mi gran lamento son los alaridos de la Gran Enfermera que avanza por el pasillo y se abre paso entre los pacientes a golpes de ese cesto de mimbre. La oigo llegar pero no consigo acallar mis aullidos. Sigo aullando hasta que llega. Me sujetan mientras ella me tapa la boca con todo lo que tiene a mano, cesto de mimbre incluido, y me lo empuja garganta abajo con el mango de una escoba.