– Estoy… cansado…
– Vamos. Chicos, creo que no os falta valor, el señor Bancini se acostará como un buen chico.
– … terri-ble cansado.
– Y el Ayudante Williams está volviendo en sí, doctor Spivey. Ocúpese de él, por favor. Mire. Se le ha roto el reloj y tiene un corte en el brazo.
Pete nunca volvió a intentar nada parecido, ni volverá a hacerlo jamás. Ahora, cuando comienza a alborotar durante una reunión y procuran calmarlo, siempre calla. Sigue levantándose de vez en cuando para menear la cabeza y comunicarnos su cansancio, pero ya no lo hace en son de queja ni de excusa ni de advertencia, eso terminó; es como un viejo reloj que con las manecillas torcidas y sin números en la esfera y con la campana herrumbrada y silenciosa, ni nos dice la hora ni acaba de pararse, un viejo e inútil reloj de pared que sigue tictaqueando sin sentido alguno.
Cuando dan las dos, el grupo continúa despedazando al pobre Harding.
A las dos, el doctor comienza a agitarse en su silla. El doctor se siente incómodo en las reuniones, a menos que pueda hablar de su teoría; preferiría pasar el tiempo en su oficina y dibujar gráficas. Se agita y por último carraspea; entonces la enfermera mira su reloj y nos ordena que volvamos a traer las mesas de la sala de baños y que mañana proseguirá la discusión. Los Agudos salen en el acto, de su trance, miran un momento en dirección a Harding. Tienen la cara encendida de vergüenza como si acabaran de comprender que les han tomado el pelo una vez más. Algunos se dirigen a buscar las mesas a la sala de baños, en el otro extremo del pasillo, otros se acercan a los anaqueles de revistas y manifiestan gran interés por los números atrasados de McCall's, pero el verdadero propósito de todos ellos es evitar a Harding. Nuevamente han sido manipulados y han acosado a uno de sus amigos como si fuese un criminal y todos ellos han ejercido funciones de fiscal, juez o jurado. Han estado despedazando a un hombre durante cuarenta y cinco minutos, casi como si fuera un placer, y lo han bombardeado a preguntas: ¿Por qué cree que no logra complacer a su dama? ¿Por qué insiste en afirmar que ella nunca ha tenido nada que ver con otros hombres? ¿Cómo espera poder curarse si no responde con sinceridad? Preguntas e insinuaciones que ahora les atormentan; y no desean que su proximidad les haga sentirse aún más incómodos.
Los ojos de McMurphy observaron todos estos movimientos. No se mueve de su silla. Otra vez parece desconcertado. Se queda un rato ahí sentado y contempla a los Agudos mientras con la baraja se rasca la roja perilla, luego acaba por levantarse del sillón, bosteza, se despereza, se rasca el ombligo con el borde de una carta, y después se guarda la baraja en el bolsillo y se acerca al rincón donde Harding se ha quedado solo, como pegado a su silla.
McMurphy se queda mirando a Harding un minuto, luego posa su manaza sobre el respaldo de una silla de madera próxima a él, la hace girar de modo que el respaldo quede frente a Harding y se sienta a horcajadas como si montara un diminuto caballo. Harding no se ha dado cuenta de nada. McMurphy se palpa los bolsillos hasta dar con sus cigarrillos, saca uno y lo enciende; lo sostiene frente a sus ojos y hace un gesto de desagrado al ver la punta mal encendida, se chupa el índice y el pulgar y rectifica el encendido.
Ambos hombres parecen no prestarse atención. Ni siquiera sabría decir si Harding ha advertido la presencia de McMurphy. Harding tiene los delgados hombros muy doblados, como alas verdes, y permanece sentado muy tieso en el borde de la silla, con las manos apretadas entre las rodillas. Mira fijo ante sí y canturrea para sus adentros, procurando mostrarse sereno; pero se muerde los carrillos y ello le presta una curiosa mueca de calavera, que no indica serenidad ni mucho menos.
McMurphy vuelve a encajarse el cigarrillo entre los dientes, cruza las manos sobre el respaldo de la silla y, al tiempo que cierra un ojo para evitar el humo, apoya la barbilla sobre ellas.
– ¿Dime, amigo, es así como funcionan habitualmente estas reuniones?
– ¿Habitualmente?
Harding interrumpe su canturreo. Ya no se muerde los carrillos, pero sigue con la mirada ante sí, por encima del hombro de McMurphy.
– ¿Es éste el procedimiento habitual de estas funciones de Terapia de Grupo? ¿Un hatajo de gallinas en una orgía de picoteos?
Harding vuelve con brusquedad la cabeza y mira fijamente a McMurphy, como si acabara de enterarse de que tiene a alguien sentado delante. Vuelve a morderse los carrillos y, en el centro de la cara, se le marca un surco que podría inducir a pensar que sonríe. Endereza los hombros, se acomoda mejor en la silla y procura mostrarse relajado.
– ¿Una «orgía de picotazos»? Me temo que conmigo su singular manera de hablar le servirá de poco, no tengo la menor idea de a qué se refiere.
– Se lo explicaré. -McMurphy alza el tono de voz; aunque parece no prestar atención a los demás Agudos, que escuchan a sus espaldas sus palabras, en realidad van dirigidas a ellos-. El gallinero descubre una mancha de sangre en el plumaje de algún pollo y todos se lanzan a picotearlo, comprende, hasta que dejan al pobre pollo convertido en un montón de huesos, plumas y sangre. Pero lo normal es que con el barullo se manchen otros pollos y entonces les toca a ellos. Y otros se manchan a su vez y son picoteados hasta morir, y así sucesivamente. Oh, una orgía de picotazos puede diezmar a todo un gallinero en cuestión de horas, amigo, lo he visto con mis propios ojos. Un espectáculo terrible. La única manera de evitarlo -tratándose de gallinas- es vendarles los ojos. Para que no vean.
Harding se enlaza una rodilla con sus largos dedos y la atrae hacia sí, mientras se recuesta en la silla.
– Una orgía de picotazos. Una hermosa analogía, sin duda, amigo.
– Para ser sincero, exactamente eso me ha recordado la reunión que acabo de presenciar, compañero. Me ha recordado un corral de sucias gallinas.
– ¿Y yo sería el pollo con la mancha de sangre, verdad?
– Así es, compañero.
Siguen lanzándose sonrisas, pero han bajado tanto la voz que tengo que ponerme a barrer más cerca de ellos para poder oírles. Los otros Agudos van aproximándose también.
– ¿Y quiere saber algo más, amigo? ¿Quiere saber quién da el primer picotazo?
Harding espera que siga hablando.
– Ella, la enfermera.
Por encima del silencio se oye un gemido de terror. Oigo cómo se encasquilla la maquinaria de las paredes y cómo luego, sigue funcionando. A Harding le cuesta lo suyo mantener quietas las manos, pero sigue procurando mostrarse sereno.
– Conque eso es -dice-, un procedimiento tan estúpidamente sencillo. Lleva seis horas en nuestra galería y ya ha logrado simplificar toda la obra de Freud, Jung y Maxwell Jones y la ha sintetizado en una analogía: es una «orgía de picotazos».
– No estoy hablando de Fred, Yong y Maxwell Jones, amigo, sólo estoy hablando de esa asquerosa reunión y de lo que esa enfermera y esos desgraciados acaban de hacerte. Y con saña.
– ¿Lo que me han hecho?
– Eso es, lo que te han hecho. Te han hecho todo lo que han podido. Por delante y por detrás. Algo debes haber hecho tú para ganarte tal caterva de enemigos en un lugar como éste, amigo, porque lo que está claro es que son muchos los que te tienen manía.
– Pero, es increíble. ¿No tiene en cuenta para nada, absolutamente para nada, que lo que los chicos han hecho hoy es por mi propio bien? ¿Que todos los problemas o discusiones que plantean la señorita Ratched o el resto del equipo obedecen a una finalidad exclusivamente terapéutica? No debe haber escuchado ni una palabra de la teoría del doctor Spivey sobre la Comunidad Terapéutica y si lo hizo, su poca formación no le permitió comprenderla. Me ha decepcionado, amigo, oh, me ha decepcionado mucho. Nuestra charla de esta mañana me había hecho suponer que era más inteligente: tal vez algo patán, un vulgar fanfarrón con menos sensibilidad que un ganso, sin duda, pero a pesar de todo inteligente. Sin embargo, aunque suelo ser observador y perspicaz, a veces también me equivoco.
– Vete al diablo.
– Oh, claro; me olvidaba de decirle que esta mañana también he tomado nota de su primitiva brutalidad. Un psicópata con claras inclinaciones sádicas, resultado, con toda probabilidad, de una irracional egomanía. Sí. Con tanto talento natural, sin duda puede erigirse en competente terapeuta, capacitado a la perfección para criticar el procedimiento que emplea la señorita Ratched en sus reuniones, pese a que ella es una enfermera psiquiátrica muy reputada, con veinte años de experiencia. Sí, con su talento, amigo, podría efectuar milagros en el subconsciente, calmar al ello dolorido y curar al superego herido. Es probable que consiguiera curar a toda la galería, Vegetales incluidos, en sólo seis meses, damas y caballeros, o les será reembolsado su dinero.
En vez de entrar en la discusión, McMurphy se limita a mirar fijamente a Harding y por fin pregunta en tono impersonaclass="underline"
– ¿De verdad cree que la farsa celebrada en la reunión de hoy puede contribuir a curarle, puede hacerle algún bien?
– ¿Por qué íbamos a someternos a ello si no, querido amigo? El personal está tan interesado en que sanemos como nosotros mismos. Es posible que la señorita Ratched sea una mujer madura algo estricta, pero no es una especie de monstruo del gallinero, cuyos sádicos propósitos sean sacarnos los ojos. ¿No pensará así de ella, verdad?
– No, amigo, eso no. No quiere sacarle los ojos. No es eso lo que busca.
Harding se estremece y veo que sus manos comienzan a asomar entre sus rodillas, que se arrastran como arañas blancas entre dos ramas cubiertas de musgo, y que van subiendo por las ramas hacia el tronco que las une.
– ¿Los ojos no? -dice-. ¿Podría decirnos, entonces, qué busca la señorita Ratched?
McMurphy hace una mueca.
– ¿Pero, no lo sabe, amigo?
– No, ¡claro que no! Quiero decir si insis…