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– Quiere arrancarle las pelotas, compañero, sus queridas pelotas.

Las arañas llegan a la juntura del tronco y ahí se quedan, temblorosas. Harding intenta sonreír, pero tiene la cara y los labios tan pálidos que la sonrisa se difumina. Mira con fijeza a McMurphy. Éste se quita el cigarrillo de la boca y repite lo que acaba de decir.

– Las pelotas, ni más ni menos. No, esa enfermera no es una especie de monstruosa gallina, amigo, es una capadora. He conocido a miles como ella, jóvenes y viejos, hombres y mujeres. Los he visto por todo el país y en muchas casas; gente que intenta desarmar a los demás, para hacerles marcar el paso, seguir sus reglas, vivir según sus dictados. Y la mejor forma de conseguirlo, de doblegar a alguien, es cogerle por donde más duele. ¿Nunca te han dado una patada en los huevos en una pelea, amigo? ¿Te deja frío, verdad? Es lo peor que hay. Te da náuseas, te deja sin fuerzas. Cuando te enfrentas con un tipo que quiere doblegarte a base de que tú pierdas terreno en vez de intentar ganarlo él, cuidado con su rodilla, seguro que intentará darte en las partes. Y eso es lo que hace esa urraca, intenta darte en las partes.

El rostro de Harding sigue lívido, pero ha recuperado el control de sus manos; se agitan desmayadas ante él, como si quisieran rechazar las palabras de McMurphy:

– ¿Nuestra querida señorita Ratched? ¿Nuestro dulce y tierno ángel protector, la Madrecita Ratched, una capadora? Pero, amigo, eso es imposible.

– Compañero, nada de tonterías de madrecitas. Tal vez sea una madre, pero es más grande que un corral y resistente como el acero. Esta mañana, cuando he llegado no me ha engañado más de tres minutos con esa comedia suya de la gentil madrecita. No creo que de verdad haya podido engañar durante seis meses a un año, a lo sumo, a ninguno de los que están aquí. Uuuuy, he visto unas cuantas arpías en mi vida, pero ésta se lleva la palma.

– ¿Una arpía? Pero hace un momento dijo que era una capadora, después una urraca, ¿o fue una gallina? Se está armando un lío con sus metáforas, amigo.

– Al diablo; es una arpía y una urraca y una capadora, y no me venga con tretas, sabe usted perfectamente a qué me refiero.

Ahora la cara y las manos de Harding se agitan con más rapidez que nunca, una película a cámara rápida de gestos, sonrisas, muecas y miradas despectivas. Cuanto mayor es su esfuerzo por controlarse, con mayor velocidad se contrae su rostro. Cuando no se preocupa de contener los movimientos de sus manos y su cara, éstas fluyen y gesticulan de un modo que resulta realmente agradable a la vista, pero cuando les presta atención e intenta contenerse, se convierte en un desenfrenado muñeco descoyuntado en pleno bailoteo. Conforme los gestos se aceleran, su voz va aumentando de velocidad, al mismo ritmo.

– Bueno, verá, querido señor McMurphy, mi psicópata camarada, la señorita Ratched es un verdadero ángel de piedad y todo el mundo lo sabe. Es desinteresada como el viento, anda siempre preocupada por ayudarnos a todos, día tras día, sin que nadie se lo agradezca. No todos serían capaces de hacerlo, amigo mío. De hecho, sé de buena tinta -no puedo revelar mis fuentes de información-, pero puedo decirle que Martini suele estar casi siempre en contacto con las mismas personas-bien, sé que en sus días libres ella continúa sirviendo a la humanidad y que se presta generosamente a realizar obras de caridad en la ciudad. Prepara sustanciosos donativos -conservas, queso, por su efecto astringente, jabón- y los ofrece a jóvenes parejas con problemas económicos.

Sus manos se agitan en el aire y dibujan el cuadro que está describiendo.

– Ah, mire: Ahí está, nuestra enfermera. Llama suavemente a la puerta. Lleva una cesta adornada con un lazo. La joven pareja está tan emocionada que no puede decir palabra. El marido se ha quedado boquiabierto, la mujer no oculta sus lágrimas. Ella observa la vivienda. Promete enviarles dinero para comprar… detergente, eso es. Deja la cesta en medio de la habitación. Y cuando nuestro ángel se marcha -echándoles besos, con una sonrisa etérea- va tan embriagada de la dulce leche de gentileza humana que su buena acción ha generado en su amplio pecho que no cabe en sí de generosidad. No cabe en sí, ¿se da cuenta? Se detiene en la puerta, llama aparte a la tímida recién casada y le ofrece veinte dólares para sus gastos personales: «Toma, pobre criatura desnutrida, coge esto y cómprate un vestido decente. Comprendo que tu marido no puede pagarlo, pero toma, coge esto y ve.» Y la pareja le queda eternamente agradecida por su benevolencia.

Las palabras le han ido saliendo cada vez más rápidas, se le marcan las cuerdas vocales en el cuello. Cuando deja de hablar, la galería está en absoluto silencio. Sólo oigo un débil rumor, de algo que gira, supongo que un magnetófono escondido en alguna parte está grabando todo esto.

Harding mira a su alrededor, ve que todos le observan, y pone todo su empeño en reír. De su boca sale un sonido semejante al de un clavo arrancado con tenazas de un tablón de pino verde; iiii-iiii-iiii. No puede parar. Se retuerce las manos y aprieta los ojos al oír ese terrible chirrido. Pero no puede contenerlo. Sube y sube de tono hasta que por fin, con una profunda inspiración, Harding deja caer la cara entre las manos que ya la están aguardando.

– Oh, la bruja, la bruja, la bruja -murmura entre dientes.

McMurphy enciende otro cigarrillo y se lo ofrece; Harding lo coge sin decir palabra. McMurphy sigue observando el rostro de Harding, ahí frente a él, con una especie de sorprendida admiración, como si fuese el primer rostro humano que ven sus ojos. Observa cómo se van calmando los temblores y estremecimientos y cómo el rostro comienza a asomar otra vez entre las manos.

– Tiene razón -dice Harding-, todo lo que ha dicho es cierto.

Mira a los demás pacientes que le están contemplando.

– Es la primera vez que alguien se atreve a decirlo abiertamente, pero no hay uno solo de nosotros que no haya pensado lo mismo, que no opine lo mismo de ella y de todo el Tinglado… que no lo sienta en algún profundo recoveco de su angustiado espíritu.

McMurphy frunce el entrecejo y pregunta:

– ¿Y ese bribón de médico? Es posible que sea un poco lento, pero no tanto como para no advertir lo que está haciendo esa enfermera.

Harding da una fuerte chupada al cigarrillo y mientras habla va expulsando el humo.

– Al doctor Spivey… le ocurre lo mismo que a todos nosotros, McMurphy, es del todo consciente de que no está a la altura. Está asustado, desesperado, paralizado como un conejito, es por completo incapaz de dirigir esta galería sin la ayuda de la señorita Ratched, y lo sabe. Y, lo que es peor, ella sabe que él lo sabe y se lo recuerda cada vez que se presenta la ocasión. Cada vez que descubre que ha cometido un pequeño error en los papeles o en la clasificación, por ejemplo, se lo pasa por la cara, como puede imaginar.

– Así es -dice Cheswick, que se ha situado junto a McMurphy-, nos pasa nuestros errores por la cara.

– ¿Por qué no la echan?

– En este hospital -dice Harding-, el médico no está capacitado para contratar o despedir. De eso se encarga el supervisor, y el supervisor es una mujer, una vieja amiga de la señorita Ratched; sirvieron juntas como enfermeras militares en los años treinta. Aquí sufrimos un matriarcado, amigo, y el doctor está tan indefenso como nosotros mismos. Sabe que la Ratched no tiene más que coger ese teléfono que puede ver ahí, junto a su codo, y llamar a la supervisora y comentarle, bueno, que, por ejemplo, el doctor está pidiendo al parecer mucho Demerol.

– Alto, Harding, no estoy al corriente de toda esa jerga.

– El Demerol es un opiáceo sintético, amigo, dos veces más adictivo que la heroína. Es muy frecuente que los médicos se droguen con ese producto.

– ¿Ese renacuajo? ¿Un drogadicto?

– La verdad es que no lo sé.

– Entonces de qué le sirve a ella acusarle de…

– Oh, escúcheme bien, amigo. Ella no le acusa. Basta con que insinúe, cualquier cosa, ¿no lo comprende? ¿No lo ha notado hoy? Llama a uno desde la puerta de la Casilla de las Enfermeras, se lo queda mirando y le comenta que ha encontrado un Kleenex debajo de su cama. Sólo lo comenta. Y, cualquiera que sea la explicación que dé, uno tiene la sensación de que está mintiendo. Si dice que lo ha usado para limpiar la pluma, ella dirá, «una pluma, comprendo», y si dice que está resfriado, le dirá, «un resfriado, comprendo», y agitará su impecable moñito gris y sonreirá con su impecable sonrisa y dará media vuelta y volverá a la Casilla de las Enfermeras, mientras uno se queda allí parado pensando para qué usó ese Kleenex.

Comienza a temblar de nuevo y se le doblan otra vez los hombros.

– No. No tiene necesidad de acusar. Es un genio para las insinuaciones. Durante la discusión de hoy, ¿la ha oído acusarme alguna vez? Sin embargo, es como si me hubieran acusado de un montón de cosas: de celos y de paranoia, de no saber satisfacer a mi mujer, de tener relaciones con amigos del sexo masculino, de sostener el cigarrillo con afectación, incluso -ésa es la impresión que tengo- me ha acusado de no tener sino una mata de vello entre las piernas; ¡y un vello sedoso y suave y rubio, por añadidura! ¿Capadora? ¡Oh, la está infravalorando!

Harding calla de improviso y se inclina para recoger la mano de McMurphy entre las suyas. Tiene el rostro curiosamente ladeado, aguzado, moteado de gris y de rojo, como una botella de vino rota.

– ¡Este mundo… es de los fuertes, amigo! El ritual de nuestra existencia se basa en el fortalecimiento del más fuerte a base de devorar al débil. Tenemos que aceptarlo. Es muy justo que así sea. Tenemos que aprender a reconocer que ésta es la ley natural de la existencia. Los conejos aceptan su papel en el ritual y reconocen que el lobo es el fuerte. Para defenderse, el conejo se vuelve cauto y huidizo y temeroso y cava agujeros y se esconde cuando se acerca el lobo. Y resiste, sigue adelante. Sabe cuál es su lugar. Desde luego, no desafía al lobo a un combate. Porque, ¿cree que eso sería prudente? ¿Lo sería?