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Repite de todo y concierta una cita con la chica que sirve el café en la cocina, para cuando le den de alta, y felicita al cocinero negro por freír el mejor par de huevos que ha comido en su vida. Nos han dado plátanos para acompañar el cereal y él coge un puñado y le dice al negro que cogerá uno para él porque se le ve muy hambriento, y el negro atisba hacia la sala donde la enfermera está sentada en su casilla de cristal y dice que el servicio no está autorizado a comer con los pacientes.

– ¿Va contra las normas de la galería?

– Así es.

– Qué lástima… -y pela tres plátanos bajo las mismas narices del negro, se los come uno tras otro y le dice al negro que «siempre que quiera algo del comedor, no tiene más que decírmelo, Sam».

Cuando termina el último plátano, se da una palmada en la barriga, se levanta y se encamina hacia la puerta, y el negro grandote le cierra el paso y le dice que la norma es que los pacientes se queden sentados en el comedor hasta que a las siete treinta salgan todos. McMurphy se lo queda mirando como si no pudiera dar crédito a sus oídos, luego da media vuelta y mira a Harding. Éste hace un gesto afirmativo, conque McMurphy se encoge de hombros y vuelve a su sitio.

– Le aseguro que no quiero infringir esas malditas normas.

El reloj que cuelga al fondo del comedor señala las siete y cuarto, miente al decir que sólo llevamos quince minutos aquí, cuando todos sabemos que ha pasado al menos una hora. Todo el mundo ha terminado de comer y se apoya en el respaldo de las sillas y va siguiendo con la mirada el avance de la manecilla larga hasta que marca las siete y media. Los negros se llevan las bandejas sucias de los Vegetales y empujan los cochecitos de los dos viejos para llevarlos a la ducha. Casi la mitad de los tipos que están en el comedor dejan caer la cabeza entre los brazos con la intención de echar un sueñecito antes de que regresen los negros. Es lo único que se puede hacer, sin cartas ni revistas ni rompecabezas. Sólo dormir o mirar el reloj.

Pero McMurphy no puede quedarse quieto haciendo eso; necesita movimiento. Después de pasar dos minutos apartando con la cuchara los restos de comida que quedan en su plato, se dispone a entrar en acción. Se mete los pulgares en los bolsillos, se echa hacia atrás y cierra un ojo para mirar el reloj de pared. Luego se frota la nariz.

– Sabéis una cosa… ese viejo reloj me ha hecho pensar en los blancos del campo de tiro de Fort Riley. Allí conseguí mi primera medalla, por mi gran puntería. Murphy, Ojo Certero. ¿Quién quiere apostarse un miserable dólar a que no consigo acertar en medio de la esfera de ese reloj con este trocito de mantequilla o a que ni tan sólo le doy a la esfera?

Tres aceptan la apuesta y McMurphy coge su trocito de mantequilla, lo coloca sobre el cuchillo y lo catapulta. Queda pegado en la pared, al menos a unas seis pulgadas a la izquierda del reloj y todo el mundo se ríe de él hasta que comienza a pagar sus deudas. Aún siguen preguntando si ha dicho ojo certero u

ojos ciegos [5] cuando el negro más bajito vuelve de limpiar a los Vegetales y todo el mundo baja la vista y se queda muy quieto mirando su plato. El negro nota que algo pasa, pero no consigue adivinar qué. Y es muy probable que nunca lo hubiera descubierto de no ser por el viejo Coronel Matterson que al mirar a su alrededor, ve el trozo de mantequilla pegado a la pared y ello le impulsa a señalarlo y a iniciar una de sus disertaciones. Comienza a explicarnos con voz pausada y sonora, como si lo que está diciendo tuviera algún sentido:

– La man-te-qui-lla… es el par-ti-do re-pu-bli-cano…

El negro mira hacia donde señala el coronel y ahí está la mantequilla que comienza a deslizarse pared abajo como un caracol amarillo. Parpadea al verla, pero no dice ni media palabra, ni siquiera se preocupa de intentar averiguar quién la ha tirado allí.

McMurphy murmura y gesticula ante los Agudos que tiene cerca y al cabo de un instante todos asienten y él deja tres dólares sobre la mesa y se apoya en el respaldo de la silla. Todo el mundo vuelve la cabeza y se queda mirando el trocito de mantequilla que, resbalando por la pared, avanza, se detiene, sigue otra vez adelante y va dejando sobre la pintura un rastro brillante. Nadie abre la boca. Miran la mantequilla, luego el reloj, luego otra vez la mantequilla. El reloj ha comenzado a moverse.

La mantequilla llega al suelo aproximadamente medio minuto antes de las siete treinta y McMurphy recupera todo el dinero que había perdido.

El negro se despabila, vuelve la espalda a la línea de grasa que surca la pared y dice que podemos salir y McMurphy sale metiéndose el dinero en el bolsillo. Rodea los hombros del negro con el brazo y medio andando, medio empujándole, avanza por el pasillo en dirección a la sala de estar.

– Van pasando las horas, Sam, amigo, y apenas me he recuperado. Tengo que apresurarme si quiero ganar algo. A ver si sacas la baraja que tienes guardada bajo llave ahí en el armario y yo ya intentaré gritar más que ese altavoz.

Se pasa la mayor parte de la mañana esforzándose en recuperar el tiempo perdido, sirviendo al «veintiuno»; ahora juegan con pagarés en vez de cigarrillos. Mueve la mesa de juego dos o tres veces, en un intento de alejarse del altavoz. Salta a la vista que le está exasperando. Por fin se va a la Casilla de las Enfermeras y golpetea el cristal hasta que la Gran Enfermera da media vuelta en su silla y le abre la puerta, y él le pregunta si no podría apagar ese ruido infernal durante un rato. Ella se muestra más serena que nunca, ahora que vuelve a encontrarse instalada en su silla detrás de su panel de cristal; aquí no puede perturbarla ningún sacrílego en calzoncillos. Su sonrisa ha cuajado con firmeza. Cierra los ojos, mueve negativamente la cabeza y le dice a McMurphy en un tono muy amable: No.

– ¿No podría al menos bajar un poco el volumen? No todo el estado de Oregón tiene por qué escuchar a Lawrence Welk en «Té para dos» tres veces por hora, ¡todo el santo día! Si el ruido no impidiera oír lo que dice el jugador

que está al otro lado de la mesa, tal vez podría organizar una partidita de póquer…

– Ya sabe, señor McMurphy, que jugar dinero en la galería va contra las normas.

– Bueno, pues bájela para que podamos jugarnos cerillas, botones de bragueta… ¡bájela y ya está!

– Señor McMurphy… -antes de seguir hablando espera a que su serena voz de maestra produzca todo su impacto; sabe que les están escuchando todos los Agudos de la galería-,…¿sabe cuál es mi opinión? Considero que su actitud es muy egoísta. ¿No se ha dado cuenta de que en este hospital hay otras personas además de usted? Hay hombres de edad que no podrían oír la radio si la pusiéramos más baja, ancianos que simplemente no pueden leer, ni montar rompecabezas… ni jugar a las cartas para ganarles cigarrillos a los demás. Viejos como Matterson y Kittling cuya única distracción es esa música que sale del altavoz. Y usted quiere quitarles hasta eso. Nos gusta acceder a las sugerencias y peticiones siempre que nos es posible, pero creo que, antes de pedir algo así, por lo menos debería pensar un poco en los demás.

Él da media vuelta y echa un vistazo al lado de los Crónicos y comprende que ella tiene su poco de razón. Se quita la gorra, se pasa los dedos por el pelo y finalmente se vuelve otra vez hacia ella. Sabe tan bien como ella que todos los Agudos están pendientes de cada una de sus palabras.

– Conforme… no se me había ocurrido.

– Eso me pareció.

Da un tirón al mechón de pelo rojo que le asoma por el cuello del uniforme verde y luego dice:

– Bueno, ¿qué le parecería entonces si nos fuésemos a jugar a otra parte? ¿A otra sala? Como, por ejemplo, ese cuarto donde ponen las mesas durante la reunión. El resto del día está vacío. Podría abrir ese cuarto y permitir que los que desean jugar a cartas se quedasen ahí, y dejar aquí a los viejos con su radio… y todos contentos.

La enfermera sonríe, vuelve a cerrar los ojos y sacude gentilmente la cabeza.

– Desde luego, puede exponer la sugerencia al resto del personal cuando se presente la ocasión, pero creo que todos compartirán mi punto de vista: no disponemos de personal suficiente para atender dos salas de estar. Somos muy pocos. Y le agradecería que no se apoyase en ese cristal, por favor; tiene las manos grasientas y lo está manchando. Alguien tendrá que limpiarlo luego.

Él retira la mano sobresaltado y veo que está a punto de decir algo y luego calla, al comprender que ella no le ha dejado nada que decir, a menos que empiece a maldecirla. Tiene la cara y el cuello enrojecidos. Suspira profundamente y hace acopio de toda su fuerza de voluntad, como hizo ella esta mañana, y le dice que lamenta mucho haberla molestado y vuelve a la mesa de juego.

Todos en la galería advierten que la cosa está en marcha.

A las once se presenta el doctor y llama a McMurphy y le dice que le gustaría que fuese a su oficina para hablar un rato.

– Entrevisto a todos los recién llegados al día siguiente de su admisión.

McMurphy deja las cartas, se levanta y va hacia el doctor. Éste le pregunta cómo ha pasado la noche, pero McMurphy apenas masculla una respuesta.

– Parece muy ensimismado hoy, señor McMurphy.

– Oh, a veces también pienso -dice McMurphy y salen juntos al pasillo.

Cuando, transcurridos lo que parecen días, regresan los dos, sonríen y parlotean y parecen muy contentos por algún motivo. El doctor está limpiando sus gafas y parece que realmente ha estado riéndose, y McMurphy vuelve a mostrarse tan ruidoso y fanfarrón como de costumbre. Sigue en ese estado de ánimo hasta después de comer y a la una es el primero en sentarse para la reunión, mirándolo todo, desde su rincón con sus ojos azules muy abiertos.

La Gran Enfermera entra en la sala de estar con su séquito de enfermeras auxiliares y su cesto lleno de papeles. Coge de la mesa el cuaderno de bitácora y lo mira un instante con el ceño fruncido (nadie ha escrito nada sobre nadie en todo el día), luego se instala en su silla junto a la puerta. Del cesto que tiene en el regazo coge un par de dossiers y los hojea hasta encontrar el correspondiente a Harding.

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[5] Juego de palabras intraducible entre Dead-Eye, ojo certero, y Dead-eyes, ojos ciegos. (N. del T.)