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– Si no recuerdo mal, ayer adelantamos bastante con el problema de señor Harding…

– Ah… antes de empezar -dice el doctor-, quisiera interrumpirles un momento, si me lo permiten. Se trata de una conversación que he tenido con el señor McMurphy esta mañana, en mi oficina. Estuvimos recordando cosas, en realidad. Charlando de los viejos tiempos. Verán, el caso es que el señor McMurphy y yo tenemos algo en común… fuimos al mismo colegio.

Las enfermeras se miran unas a otras y se preguntan qué le pasará a ese hombre. Los pacientes miran de reojo a McMurphy que sonríe en su rincón y esperan que el doctor siga hablando. Él asiente con la cabeza.

– Sí, al mismo colegio. Y rememorando viejos tiempos recordamos los carnavales que solía organizar el colegio, unas fiestas maravillosas, animadas, fuera de serie. Adornos, guirnaldas de papel, casetas de feria, juegos; solía ser uno de los máximos acontecimientos del año. Yo -como le decía a McMurphy- fui director del carnaval del colegio los años que estuve allí; aquellos eran tiempos felices…

En la sala de estar se ha hecho un gran silencio. El doctor levanta la cabeza y mira a su alrededor para comprobar si está haciendo el ridículo. La mirada de la Gran Enfermera no deja lugar a dudas al respecto, pero él no lleva las gafas puestas y esa mirada le resbala.

– En fin, para no alargarme en nostálgicas sensiblerías, hablando de ello, McMurphy y yo hemos pensado que tal vez a los hombres de esta galería les gustaría organizar un carnaval.

Se pone las gafas y vuelve a observar a los que le rodean. Nadie se ha puesto a dar saltos de alegría ante la perspectiva. Algunos aún recordamos que Taber intentó organizar un carnaval hace unos años y cómo acabó la cosa. Mientras el doctor aguarda, de la enfermera sale un penetrante silencio que flota sobre todo el grupo, como un desafío. Sé que McMurphy no puede romper el hielo porque la idea del carnaval es cosa suya, y justo cuando empezaba a pensar que nadie cometería la locura de quebrantar ese silencio, Cheswick, que está sentado junto a McMurphy, emite un gruñido y, antes de que pueda comprender qué ocurre, se encuentra ahí de pie, frotándose las costillas.

– Uh… yo por mi parte creo que, bueno… -baja los ojos y ve el puño de McMurphy apoyado en su silla, con el gordo pulgar muy tieso como una pica-,…un carnaval parece una idea estupenda. Rompería la monotonía.

– Tiene razón, Charley -dice el doctor, agradecido por el apoyo que le está prestando Cheswick-, y desde luego no deja de tener su valor terapéutico.

– Desde luego -dice Cheswick, con aire más satisfecho-. Desde luego. Un carnaval es muy terapéutico. Ya lo creo.

– S-s-sería dive-e-ertido -dice Billy Bibbit.

– Sí, eso también -corrobora Cheswick-. Podríamos organizarlo, doctor Spivey, claro que podríamos. Scanlon puede hacer el número de la bomba humana, y yo podría hacer un juego de anillas en la sala Terapéutica Ocupacional.

– Yo adivinaré la fortuna -dice Martini y mira de soslayo a algún lugar del techo.

– Yo también soy bastante bueno para diagnosticar patologías por las líneas de la mano -añade Harding.

– Estupendo, estupendo -exclama Cheswick y aplaude. Es la primera vez que alguien le apoya.

– Por mi parte -dice McMurphy arrastrando las palabras-, me complacerá hacerme cargo de una rueda de la fortuna. Tengo alguna experiencia…

– Oh, hay muchísimas posibilidades -comenta el doctor que, sentado muy erguido en su silla, comienza en realidad a entusiasmarse-. Yo mismo tengo un millón de ideas…

Sigue hablando a todo gas durante unos cinco minutos más. No cuesta adivinar que muchas de esas ideas ya las ha discutido previamente con McMurphy. Describe juegos, casetas de feria, habla de vender entradas y de pronto se interrumpe con tanta brusquedad como si la mirada de la enfermera acabara de darle en medio de la frente. Parpadea y le pregunta:

– ¿Y usted qué opina, señorita Ratched? ¿De un carnaval? ¿Aquí en la galería?

– Convengo en que tal vez ofrezca una serie de posibilidades terapéuticas -dice ella y hace una pausa. Deja que el silencio vaya imponiéndose otra vez. Cuando está segura de que nadie lo romperá, prosigue-: Pero también opino que, antes de tomar una decisión, debería discutirse esta sugerencia en la reunión del personal. ¿No cree usted lo mismo, doctor?

– Desde luego. Sólo he pensado, compréndalo, en averiguar primero qué acogida tenía entre los hombres. Pero, sin duda, es preciso discutirlo primero en la reunión del personal. Luego seguiremos haciendo proyectos.

Todo el mundo sabe que ése es el fin del carnaval.

La Gran Enfermera se dispone a tomar las riendas otra vez y comienza a arañar el dossier que tiene en la mano.

– Muy bien. Entonces, si no hay otros asuntos que tratar y si el señor Cheswick hace el favor de sentarse, sugiero que iniciemos de inmediato la discusión. Nos quedan… -saca el reloj del cesto y lo mira-…cuarenta y ocho minutos. Bien, como…

– Oh. Eeep, un momento. Acabo de recordar otra cosa.

McMurphy ha levantado la mano y chasquea los dedos. Ella se queda un largo rato con los ojos fijos en esa mano y por fin dice:

– ¿Sí, señor McMurphy?

– No es asunto mío, es cosa del doctor Spivey. Doc, dígales lo que ha pensado sobre los pacientes duros de oído y la radio.

La cabeza de la enfermera se estremece un poco; el gesto es casi imperceptible, pero mi corazón comienza a galopar. Guarda el dossier en el cesto y se vuelve hacia el doctor.

– Sí -dice el doctor-. Por poco me olvido.

Se reclina en su silla, cruza las piernas y junta las yemas de los dedos; advierto que aún está de buen humor, pensando en su carnaval.

– Verá, McMurphy y yo hemos estado hablando de ese eterno problema de jóvenes y viejos. No es el marco ideal para nuestra Comunidad Terapéutica, pero la Administración dice que no hay solución pues el Edificio de Geriatría ya está sobrecargado. Soy el primero en admitir que la situación no resulta de lo más agradable para ninguno de los afectados. Pero, a McMurphy y a mí se nos ha ocurrido una idea que podría hacer la vida más agradable a ambos grupos. McMurphy me comentaba que ha observado que algunos de los más viejos parecen tener dificultades para escuchar la radio. Me ha sugerido que tal vez podríamos subir un poco el volumen para que pudiesen oírla los Crónicos con problemas auditivos. Una sugerencia muy humanitaria, a mi entender.

McMurphy hace un ademán como para quitarle importancia a la cosa y el doctor le mira con expresión de aprobación y continúa:

– Pero le he hecho notar que en otras ocasiones, he recibido quejas de los más jóvenes para quienes la radio ya está tan alta que molesta para charlar y leer. McMurphy me ha dicho que había pensado en ello y que consideraba indignante que los que deseaban leer no pudieran retirarse a un lugar tranquilo y dejar la radio para quienes quisieran escucharla. Convine con él y me disponía a pasar a otro tema, cuando recordé la vieja sala de baños donde guardamos las mesas durante las reuniones. Nunca usamos ese cuarto excepto para este propósito; con los nuevos medicamentos la hidroterapia a la que estaba destinado ya no es necesaria. Luego he pensado que tal vez al grupo le gustaría poder contar con ese cuarto como una especie de segunda sala de estar, un sala de juego, como si dijéramos.

El grupo no dice nada. Saben a quién le toca intervenir ahora. Ella vuelve a coger el dossier de Harding, lo deja sobre su regazo y cruza las manos sobre las tapas mientras escudriña la sala con la mirada, por si alguien tiene la osadía de querer hablar. Cuando no queda la menor duda de que nadie dirá palabra hasta que ella exponga su opinión, se vuelve otra vez hacia el doctor.

– Parece una buena idea, doctor Spivey, y me complace saber que el señor McMurphy se preocupa del bienestar de los demás pacientes, pero mucho me temo que no contemos con personal suficiente para atender una segunda sala de estar.

Y está tan segura de que no debe hablarse más del asunto que comienza a abrir otra vez la carpeta. Pero el doctor lo ha meditado mejor de lo que ella creía.

– Ya he pensado en eso, señorita Ratched. Pero dado que en esta sala de estar con el altavoz se quedarían principalmente pacientes Crónicos -la mayoría de los cuales no puede moverse de sus camillas o sillas de ruedas- un empleado y una enfermera deberían bastar para controlar con facilidad cualquier revuelta o sublevación que pudiera producirse, ¿no cree?

Ella no responde, no le hace ninguna gracia su broma sobre las posibles revueltas y sublevaciones, pero su expresión permanece inmutable. Sigue sonriendo.

– Entonces los otros dos ayudantes y las demás enfermeras podrían ocuparse de los hombres que estuvieran en la sala de baños, tal vez incluso con mayores garantías que en un espacio tan amplio como éste. ¿Vosotros qué pensáis, muchachos? ¿Sería posible? Personalmente, estoy bastante entusiasmado con la idea y mi opinión es que deberíamos hacer la prueba, experimentar cómo van las cosas durante un par de días. Que falla, bueno, siempre nos queda la posibilidad de echarle la llave a ese cuarto otra vez, ¿no?

– ¡Eso es! -dice Cheswick y se golpea la palma de la mano izquierda con el puño de la derecha. Sigue de pie, como si temiera volver a toparse con el pulgar de McMurphy-. Eso es, doctor Spivey, si no funciona, podemos echarle la llave otra vez. Qué duda cabe.

El doctor atisba a su alrededor y ve que los demás Agudos asienten y sonríen y parecen tan complacidos con lo que él considera su propuesta que se ruboriza como Billy Bibbit y tiene que limpiarse un par de veces las gafas antes de conseguir decir algo. Me divierte ver a este hombrecillo tan pagado de sí mismo. Observa cómo asienten todos los chicos y él también hace un gesto de asentimiento y dice:

– Muy bien, muy bien -y apoya las manos sobre las rodillas-. Estupendo. Bueno, si todos estamos de acuerdo… creo que se me ha olvidado de qué íbamos a hablar esta mañana.