Выбрать главу

La cabeza de la enfermera vuelve a estremecerse ligeramente. Se inclina sobre su cesto y coge un dossier. Hojea los papeles y parece como si le temblaran las manos. Saca una hoja, pero antes de que pueda comenzar a leer, McMurphy se ha puesto de nuevo en pie y levanta la mano mientras se balancea alternativamente sobre uno y otro pie, y suelta un largo y meditado, «Oigaaa», y ella deja de pasar hojas, y se queda inmóvil como si el sonido de esa voz la hubiera petrificado al igual que el sonido de la suya había petrificado a aquel negro esta mañana. Cuando se queda ahí helada me sobrecoge otra vez esa extraña sensación. La observo con atención mientras habla McMurphy.

– Oigaaa, doctor, me muero por saber qué significa un sueño que tuve la otra noche. Verá fue como si fuera yo, el del sueño, pero al mismo tiempo no lo fuera como si fuese otra persona parecida a mí, como… como… ¡mi papá! Sí, era él. Tenía que ser mi papá porque a ratos me veía -le veía- con un clavo de hierro en la mandíbula como el que tenía papá…

– ¿Su padre lleva un clavo de hierro en la mandíbula?

– Bueno, ahora no, pero lo llevó en un tiempo, cuando yo era niño. ¡Se pasó unos diez meses con un gran clavo de metal que le entraba por aquí y le salía por acá! Cielo santo, parecía un verdadero Frankenstein. Le habían dado en la mandíbula con una pértiga un día que tuvo un altercado con el encargado de empujar los troncos río abajo en la serrería… ¡Hey! ¿Quieren que les cuente ese incidente…?

El rostro de la enfermera sigue sereno, como si le hubieran sacado un molde y lo hubiera pintado para prestarle exactamente la expresión deseada. Confiada, paciente, imperturbable. Ni un leve estremecimiento más, sólo la terrible mirada helada, una serena sonrisa moldeada en plástico rojo; una frente lisa, despejada, sin ni una arruga que demuestre flaqueza o preocupación; inexpresivos y grandes ojos verdes pintados sobre la cara, pintados con una mirada que dice puedo esperar, de vez en cuando, tal vez pierda algún que otro metro de terreno, pero puedo esperar, y mostrarme paciente y serena y segura de mí misma, porque sé que en realidad no tengo nada que perder.

Por un instante he creído verla derrotada. Es posible que así fuera. Pero ahora comprendo que no tiene ninguna importancia. Los pacientes van mirándola de reojo, uno tras otro, para comprobar cómo reacciona ante la manera en que McMurphy ha conseguido dominar la reunión y todos ven lo mismo. Es demasiado grande para nosotros. Cubre todo un lado de la habitación como una estatua de Jasper Jones. Imposible hacer mella en ella, imposible resistírsele. Acaba de perder una pequeña batalla, pero es una batalla sin importancia dentro de una gran guerra que ella ha venido ganando y que seguirá ganando. No debemos permitir que McMurphy nos haga abrigar esperanzas de algo distinto, que nos arrastre a cometer una estupidez. Ella seguirá ganando, como el Tinglado, porque la respalda todo el poder del Tinglado. No pierde con sus derrotas, pero gana con las nuestras. Para vencerla no basta con ganarle dos manos de cada tres o tres de cada cinco, es preciso salir triunfante cada vez que uno se enfrenta a ella. Basta que uno se descuide, basta que pierda una vez, para que ella gane toda la partida. Y todos tenemos que acabar perdiendo más pronto o más tarde. Es inevitable.

Ahora mismo, ha enchufado la máquina de hacer niebla y está funcionando a tal velocidad que ya sólo veo su rostro, y la niebla se hace más y más densa, y yo me siento tan desamparado y muerto como feliz me sentía hace un minuto, cuando ella se estremeció; casi me siento más desesperado que nunca, pues ahora sé que no hay forma de enfrentarse a ella o a su Tinglado. McMurphy está tan desamparado como yo. Nadie puede hacer nada. Y mientras más pienso en la imposibilidad de actuar, más densa se hace la niebla. Y, cuando por fin es tan espesa que uno se pierde en ella y puede dejarse ir y sentirse a salvo otra vez, yo me alegro.

En la sala de estar juegan al Monopoly. Llevan tres días jugando y todo está lleno de casas y de hoteles; han juntado dos mesas para que quepan todas las hipotecas y las pilas de falsos billetes. McMurphy les ha convencido de que el juego es más interesante si ponían un centavo por cada falso dólar que les entregara la banca; la caja del Monopoly está llena de calderilla.

– Te toca tirar, Cheswick.

– Un momento, antes de que tire. ¿Qué hay que hacer para comprar un hotel?

– Primero tienes que poseer cuatro casas en cada terreno del mismo color, Martini. Vamos, a ver si seguimos jugando de una vez.

– Un minuto.

Un montón de billetes comienzan a revolotear en ese extremo de la mesa, papeles rojos y verdes y amarillos salen volando en todas direcciones.

– ¿Compras un hotel o celebras un carnaval, por todos los demonios?

– Te toca tirar, Cheswick.

– ¡Doble as! Vaya, Cheswick, ¿dónde has caído? ¿No será en mi terreno por casualidad? ¿Con qué vas a pagarme, a ver, trescientos cincuenta dólares?

– Maldita sea.

– ¿Qué es eso? Un momento. ¿Qué es eso que hay ahí en el tablero? Esas cosas…

– Martini, pero si esas cosas han estado siempre ahí, hace dos días que las estás viendo. Claro que pierdo. McMurphy, no sé cómo puedes concentrarte con Martini ahí alucinando a cien por hora.

– No te preocupes de Martini, Cheswick. Lo está haciendo muy bien. Suelta esos trescientos cincuenta y Martini ya se las arreglará; ¿no le hacemos pagar cada vez que una de sus «cosas» cae en nuestra propiedad?

Un minuto. Hay muchas.

– Tranquilo, Mart. Tú sólo tienes que preocuparte de dónde caen. Te toca tirar otra vez, Cheswick, sacaste un doble. Ahí va. ¡Anda! Un seis.

– Y me voy a… Suerte: «Ha sido elegido director del Consejo de Administración: pague…» ¡Mierda y doble mierda!

– ¿De quién es este maldito hotel en la Estación de Reading?

– Amigo, salta a la vista que eso no es un hotel; es un almacén.

– Un momento…

McMurphy se afana en su extremo de la mesa, ordena las tarjetas, amontona el dinero, completa sus hoteles. Se ha puesto un billete de cien dólares en la visera como si fuese un carnet de prensa; de reserva, dice.

– ¿Scanlon? Te toca tirar, muchacho.

– Pasad esos dados. Voy a hacer trizas el tablero. Muéveme once casillas, Martini.

– Bueno, si tú lo dices.

– No, ésa no, imbécil; ésa no es mi ficha, es mi casa.

– Es del mismo color.

– ¿Y qué hace esa casita en la Compañía de Electricidad?

– Es un generador.

– Martini, eso no son los dados…

– Déjalo; ¿qué más da que tire con los dados o con lo que quiera?

– ¡Son dos casas!

– Anda. Y Martini saca, a ver, déjame ver, diecinueve. Muy bien, Mart; vas a parar a… ¿Dónde está tu pieza?

– ¿Eh? Aquí la tengo.

– La tenía en la boca, McMurphy. Estupendo. Dos pasos sobre el primer y el segundo molar, cuatro pasos hasta el tablero y vas a parar a… Baltic Avenue, Martini. Tu única propiedad. ¿Habéis visto hombre más afortunado, chicos? Martini lleva tres días jugando y casi siempre cae en su propiedad.

– Calla y tira, Harding. Te toca a ti.

Harding coge los dados con sus largos dedos; palpa la lisa superficie con el pulgar como si fuera ciego. Los dedos son del mismo color que los dados y parecen haber sido esculpidos por la otra mano. Cuando los agita, los dados cascabelean en el cuenco de su mano. Salen dando tumbos y se detienen frente a McMurphy.

– Anda. Cinco, seis, siete. Mala suerte, amigo. Otra de mis numerosas propiedades. Me debes… oh, con doscientos dólares bastará.

– Qué lástima.

Y así, al compás del tintineo de los dados y del crujido de los falsos billetes va continuando el juego.

Hay largos períodos -tres días, tres años- en que resulta imposible ver nada, en que la única referencia respecto al lugar donde nos encontramos es el altavoz que retumba sobre nuestras cabezas como la campana de un faro en la niebla. Cuando consigo ver algo, en general los otros siguen haciendo sus cosas tan tranquilos, como si no hubieran notado ni la más ligera bruma. Yo creo que la niebla les afecta la memoria de un modo distinto que a mí.

Tampoco McMurphy parece advertir que lo llenan todo de niebla. Y si se da cuenta, procura no traslucir que eso le molesta. Hace todo lo posible para impedir que alguien del equipo crea que algo puede incomodarle; sabe que la mejor manera de agraviar a alguien que está intentando hacerte la vida imposible es hacer ver que no te importa.

Por muchas cosas que le digan, por muchas jugarretas que le hagan para hacerle perder los estribos, no cambia los señoriales modales con que trata a las enfermeras o a los ayudantes negros. De tarde en tarde se irrita ante alguna estúpida norma, pero ello sólo le impulsa a mostrarse aún más amable y educado, hasta que logra encontrarle el lado gracioso a todo el asunto -las normas, las miradas de desaprobación con que suelen imponerlas, la manera de hablarnos como si no tuviéramos más de tres años- y cuando descubre cuan gracioso resulta, empieza a reír y eso es lo que más le ofende. Estará a salvo mientras sea capaz de reír, eso cree, y de momento parece irle bastante bien. Sólo una vez ha perdido el control y ha dejado traslucir su irritación, y no fue a causa de los negros, sino por culpa de los pacientes y de lo que no hicieron.

Fue en una de las reuniones de grupo. Se enfureció con los muchachos por su cautelosa actitud, su cagada actitud, dijo él. Había apostado con todos ellos sobre los resultados del Campeonato del Mundo que debía celebrarse el viernes. Se había propuesto contemplar los partidos en la televisión, aunque los transmitían fuera de las horas establecidas. Unos días antes del partido preguntó en la reunión si se acepta la propuesta de hacer la limpieza por la noche, durante la hora normalmente reservada a la televisión, y ver los partidos por la tarde. La enfermera dice que no, cosa que él ya se esperaba. Ella le explica que el horario se ha establecido después de sopesar una serie de consideraciones y que de alterarse la rutina todo se desorganizaría.