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Ello no le sorprende, en boca de la enfermera; lo que le sorprende es la reacción de los Agudos cuando les pide su opinión al respecto. Nadie dice ni media palabra. Todos intentan ocultarse tras pequeñas nubecitas de niebla. Apenas consigo vislumbrar sus figuras.

– Vamos a ver -dice él, pero nadie le mira.

Esperaba que alguien interviniese, que respondiesen a su pregunta. Pero nadie parece haberle oído.

– Fijaos bien, maldita sea -dice al ver que nadie se mueve-, que yo sepa, al menos doce de los que estamos aquí tenemos un pequeño interés personal en averiguar quién va a ganar ese campeonato. ¿No queréis verlo?

– La verdad es que no sé, Mac -dice finalmente Scanlon-, estoy muy acostumbrado a ver las noticias a las seis. Y si cambia el horario realmente desorganiza tanto las cosas como dice la señorita Ratched…

– Al carajo el horario. Podremos continuar con ese horario la semana próxima, cuando termine el Campeonato. ¿Qué opináis amigos? ¿Por qué no lo sometemos a votación? ¿Quién vota a favor de ver la televisión por la tarde en lugar de verla por la noche?

– Yoo -grita Cheswick y se pone en pie.

– Todos los que estén a favor que levanten la mano. ¿Entendido? ¿Quién vota a favor?

Cheswick levanta la mano. Algunos observan a los demás para ver si aparecen otros locos. McMurphy no puede creerlo.

– Venga, qué significa esta estupidez. Tenía entendido que podíais votar el reglamento y esas cosas. ¿No es así, doctor?

El doctor asiente sin levantar la vista.

– Bueno, veamos pues; ¿quién quiere ver esos partidos?

Cheswick levanta aún más la mano y mira a los demás con los ojos muy abiertos. Scanlon menea la cabeza y luego alza la mano, con el codo apoyado en el brazo de la silla. Y nadie más se pronuncia. McMurphy se queda boquiabierto.

– Bien, si esa cuestión ya está resuelta -dice la enfermera-, podríamos continuar con la reunión.

– Síi -dice él y se hunde en su silla hasta que la visera de la gorra casi le toca el pecho-. Síi, seguramente lo mejor será que continuemos con esa maldita reunión.

– Síi -dice Cheswick y lanza una mirada de reprobación a los demás mientras vuelve a sentarse-, síi, continuemos con la bendita reunión.

Mueve la cabeza muy envarado y luego hunde la barbilla en el pecho y se queda, así, enfurruñado. Le complace estar sentado junto a McMurphy, se siente valiente. Es la primera vez que Cheswick ha recibido algún apoyo para sus causas perdidas.

Después de la reunión no quiere hablar con ninguno de ellos, está furioso y muy disgustado. Billy Bibbit es quien da el primer paso.

– Algunos lle-lle-lle-vamos ci-ci-cinco años aquí, Randle -dice Billy. En la mano tiene una revista enrollada y comienza a retorcerla; se le notan las quemaduras de cigarrillo en el dorso de las manos-. Y algunos s-s-seguiremos aquí a-a-al menos o-o-o-otros tantos, mu-mu-mucho después de que te ha-ha-hayas ido, mu-mu-mucho después del Campeo-o-onato. Y… no lo comprendes… -Deja caer la revista y se aparta de él-. Oh, qué más da, al fin y al cabo.

McMurphy le sigue con la mirada, vuelve a fruncir las desteñidas cejas como extrañado.

Se pasa el resto del día discutiendo con algunos de los chicos porque no han votado, pero ellos no quieren hablar de eso, conque aparentemente se ve obligado a abandonar y no vuelve a mencionar el asunto hasta el día antes de empezar el Campeonato.

– Ya estamos a jueves -anuncia, mientras menea tristemente la cabeza.

Sentado sobre una mesa en la sala de baños con los pies encima de una silla, intenta hacer girar su gorra en la punta de un dedo. Los otros Agudos deambulan arriba y abajo y procuran no prestarle atención. Ya nadie quiere jugarse dinero con él al póquer o al «veintiuno»; cuando los pacientes no quisieron votar se enfureció tanto que les desplumó a conciencia y todos están tan endeudados que les preocupa seguir perdiendo, y no pueden jugarse cigarrillos porque la enfermera ahora les hace dejar sus cajetillas en la Casilla de las Enfermeras y se las va administrando a razón de una al día, para que no perjudiquen su salud, dice, pero todos saben que el verdadero motivo es impedir que McMurphy se los gane a las cartas. Sin nadie que juegue al póquer o al «veintiuno», la sala de baños está callada, sólo se oye el sonido del altavoz que se filtra desde la sala de estar. El silencio es tan absoluto que puede oírse cómo trepa por la pared el tipo de la galería de arriba, la de Perturbados, y cómo de vez en cuando emite una señal, uuu, uuu, uuu, un sonido monótono, aburrido, como el de un bebé que llora para acunarse hasta que se duerme.

– Jueves -repite McMurphy.

– Uuuu -grita el tipo de ahí arriba.

– Es Rawler -dice Scanlon mientras mira hacia el techo. No desea escuchar a McMurphy-. Rawler el Llorón [6]. Estuvo en esta galería hace unos años. No se entendía con la señorita Ratched, ¿recuerdas, Billy? Uuuu, uuuu, uuuu, todo el día, hasta que creí volverme loco. Lo que tendrían que hacer es soltar una bomba en medio de todos los lunáticos de ahí arriba. No sirven para nada…

– Y mañana es viernes -dice McMurphy. No tiene intención de permitir que Scanlon cambie de tema.

– Síi -dice Cheswick, y mira a los demás con el ceño fruncido-, mañana es viernes.

Harding vuelve la página de su revista.

– Y casi había pasado una semana desde que llegó el amigo McMurphy y sigue sin conseguir derrocar al gobierno, ¿te referías a eso, Cheswick? Dios mío, qué apáticos nos estamos volviendo… es una vergüenza, una verdadera vergüenza.

– Olvídate de eso -dice McMurphy-. Lo que Cheswick quiere decir es que mañana empiezan a transmitir por la tele los partidos del Campeonato y ¿nosotros qué haremos? Nada, seguir limpiando esta maldita guardería.

– Síi -dice Cheswick -. La Guardería Terapéutica de Mamá Ratched.

Ahí, apoyado contra la pared de la sala de baños, me siento un espía; el mango de la fregona que tengo en la mano no es de madera sino de metal (es mejor conductor) y está hueco; podría ocultar perfectamente un micrófono miniatura. Si la Gran Enfermera oye esto, Cheswick las pagará en serio. Saco una bola de goma de mascar, endurecida, que guardo en el bolsillo, le arranco un poco de pelusa que se le había pegado y me la meto en la boca para que se ablande.

– Vamos a ver, por última vez -dice McMurphy-. ¿Quién está dispuesto a votar a mi favor si vuelvo a plantear la cuestión del cambio de horario?

Casi la mitad de los Agudos hacen con la cabeza una señal afirmativa, muchos más de los que realmente piensan votar. Él se encasqueta la gorra y apoya la barbilla entre las manos.

– Bueno, no lo entiendo. Harding, ¿qué te pasa, por qué no te atreves a hablar? Tienes miedo de que esa vieja urraca te corte la mano si la levantas.

Harding alza una de sus finas cejas.

– Es posible; es posible que tema que me la corte.

– ¿Y tú, Billy? ¿De qué tienes miedo?

– No. No creo que ella ha-ha-haga nada, pero… -se encoge de hombros, suspira, se encarama sobre el gran panel desde donde se controla los chorros de las duchas y se queda ahí sentado como un mono-,…pero no creo que votar si-i-irva de nada. No a la la-la-larga. Es inútil, M-Mac.

– ¿Que no servirá de nada? ¡Venga! Al menos servirá para que hagáis un poco de ejercicio al levantar el brazo.

– Pero es correr un riesgo, amigo. Ella siempre encuentra la manera de hacernos las cosas más difíciles. Un partido de béisbol no merece correr ese riesgo -dice Harding.

– ¿Quién diablos dice eso? Voto a…, no me he perdido un Campeonato del Mundo en muchos años. Incluso cuando estuve en chirona un mes de septiembre, nos dejaron tener un televisor y ver el Campeonato; de lo contrario se hubieran encontrado con un motín entre manos. Tal vez no tenga más remedio que derribar esa puerta para ir a ver el partido en algún bar, con mi amigo Cheswick, él y yo solitos.

– Ahí tienen una sugerencia digna de encomio -dice Harding y arroja a un lado la revista-. ¿Por qué no lo ponemos a votación en la reunión de mañana? «Señorita Ratched, quisiera proponer que la galería sea transportada en masa al Bar Horas Muertas para tomar una cerveza y ver el partido.»

– Yo apoyaré la propuesta -dice Cheswick-. Ya lo creo.

– Qué masas ni que ocho cuartos -dice McMurphy-. Estoy harto de vosotros, hatajo de viejas; cuando Cheswick y yo salgamos de aquí pienso clavar la puerta por fuera. Más vale que no vengáis; mamá no os dejaría cruzar solos la calle.

– ¿Síi? ¿Eso piensas? – Fredrickson se le ha acercado por detrás-. ¿Piensas levantar una de esas botazas que llevas y derribar la puerta de una patada! Como todo un hombre.

McMurphy apenas le presta atención a Fredrickson; ya sabe que, de vez en cuando éste se envalentona, pero que todo su arrojo se viene abajo al menor sobresalto.

– ¿Qué me dices, macho -insiste Fredrickson-, piensas derribar la puerta a puntapiés y demostrarnos de lo que eres capaz?

– No, Fred, no creo que lo haga. No quiero estropearme las botas.

– ¿Noo? Bueno, ¿no hablabas tanto? ¿Cómo piensas arreglártelas para salir de aquí?

McMurphy echa un vistazo a su alrededor.

– Pues… supongo que, si quisiera, podría arrancar la tela metálica de una de esas ventanas con una silla…

– ¿Síi? ¿Podrías, eso crees? ¿Podrías arrancarla de cuajo? Muy bien, ¿por qué no lo pruebas? Venga, machote, te apuesto diez dólares a que no eres capaz.

– No pierdas el tiempo, Mac -dice Cheswick-. Fredrickson sabe que sólo conseguirás romper la silla y que te manden con los Perturbados. El mismo día que llegué aquí nos hicieron una demostración de la resistencia de esas rejillas. Son de un material especial. Un técnico cogió una silla como ésa donde apoyas los pies y empezó a golpear la tela metálica hasta que la silla quedó hecha astillas. Casi no le hizo ni una abolladura a la rejilla.

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[6] En inglés rima, Rawler the Squawler. (N. del T.)