Выбрать главу

– Muy bien -dice McMurphy mientras mira a su alrededor. Veo que comienza a mostrar interés. Espero que la Gran Enfermera no esté escuchando; le mandaría a la sala de Perturbados en menos de una hora-. Necesitaremos algo más sólido. ¿Una mesa tal vez?

– Pasará lo mismo que con la silla. La misma madera, el mismo peso.

– Vaya por Dios, entonces intentaremos encontrar algo capaz de romper esa tela metálica para poder salir. Y si creéis que no puedo hacerlo si me lo propongo, tendréis que cambiar de opinión. Muy bien… algo más grande que una mesa o una silla… Bueno, si fuera por la noche podría tirar a ese gordo; pesa lo suficiente.

– Es demasiado blando -dice Harding-. Pasaría por la rejilla y saldría cortado a taquitos como una berenjena.

– ¿Y una cama?

– Demasiado grande. Aun suponiendo que pudieras levantarla, una cama no pasaría por la ventana.

– Claro que podría levantarla. Bueno, repámpanos, ahí lo tenemos: ese trasto sobre el que está sentado Billy. Ese gran panel lleno de pomos y de manijas. Es bastante duro, ¿no? Y desde luego pesa más que suficiente.

– Ya lo creo -dice Fredrickson -. Es lo mismo que derribar de una patada la puerta de acero de la entrada.

– ¿Por qué no voy a poder romperla con ese panel? No veo que esté clavado.

– No, no está atornillado, probablemente sólo lo sostienen un par de cables, pero míralo, por el amor de Dios.

Todos miran. El panel es de cemento y acero, es casi tan grande como la mitad de una de las mesas, debe de pesar más de doscientos kilos.

– Muy bien, ya lo veo. No parece más grande que las balas de paja que solían cargar en los camiones.

– Amigo, mucho me temo que este artefacto pese algo más que esas balas de paja.

– Como un cuarto de tonelada más, diría yo -añade Fredrickson.

– Tiene razón, Mac -dice Cheswick-. Debe pesar muchísimo.

– Al carajo, ¿queréis decir que no soy capaz de levantar esa porquería?

– Amigo mío, no recuerdo haber oído decir nunca que, además de sus otras notables cualidades, los psicópatas sean capaces de mover montañas.

– Muy bien, decís que no soy capaz de levantarlo. Bueno, voto o…

McMurphy baja de la mesa de un salto y comienza a quitarse la chaqueta verde; los tatuajes que asoman debajo de su camiseta comienzan a temblar sobre los músculos de sus brazos.

– ¿Quién se apuesta cinco dólares? Nadie puede convencerme de que no soy capaz de hacer algo si no lo he intentado primero. Cinco dólares…

– McMurphy, es tan insensato como la apuesta de la enfermera.

– ¿Quién quiere perder cinco dólares? Lo tomáis o lo dejáis…

En el acto, todos los muchachos firman pagarés; les ha ganado tantas veces al póquer y al «veintiuno» que están ansiosos de desquitarse y esta vez sí que no pueden perder. No sé qué se propone; por ancho y fornido que sea, se necesitarían tres como él para levantar ese panel, y él lo sabe. No tiene más que echarle un vistazo para comprobar que probablemente ni siquiera conseguirá moverlo un poco y mucho menos levantarlo. Se necesitaría un gigante para despegarlo del suelo. Sin embargo, cuando los Agudos terminan de firmar sus pagarés, se acerca al panel, baja a Billy que está sentado encima, se escupe las grandes palmas callosas, se las frota y comienza a doblar los hombros.

– Venga, atrás. Cuando hago ejercicio absorbo todo el aire que tengo cerca y he visto a hombres ya crecidos desmayarse de asfixia. Atrás. Seguramente se resquebrajará el cemento y algún trozo de acero saldrá despedido. Llevaos a las mujeres y los niños. Atrás…

– Santo cielo, ¿y si lo consigue? -musita Cheswick.

– Claro, a lo mejor lo convence para que se desprenda del suelo -replica Fredrickson.

– Es más probable que consiga una bonita hernia -comenta Harding-. Vamos, McMurphy, deja de portarte como un necio; no hay persona humana capaz de levantar ese artefacto.

McMurphy cambia un par de veces la posición de los pies, para afianzarse bien, y se seca las manos contra los muslos, luego se inclina y agarra las barras que hay a ambos lados del panel. Cuando comienza a nacer fuerza, los chicos se ponen a abuchearlo y a chancearse. Él suelta las barras, se incorpora y vuelve a poner bien los pies.

– ¿Abandonas? -se burla Fredrickson.

– Sólo me coloco bien. Ahora va en serio… -y vuelve a agarrar las barras.

Y de pronto todos dejan de zaherirle. Comienzan a hinchársele los brazos y se le marcan las venas. Aprieta los ojos y sus labios se separan y dejan ver los dientes. Echa hacia atrás la cabeza y, desde su cuello levantado hasta los brazos y a lo largo de éstos hasta llegar a las manos, los tendones se dibujan como tensas cuerdas. Todo su cuerpo se estremece y se esfuerza en levantar algo que él sabe que no conseguirá mover, que todos saben que no conseguirá mover.

Pero, por un breve instante, cuando oímos crujir el cemento a nuestros pies, pensamos, cielo santo, ¿y si lo consigue?

Luego el aliento le abandona como si hubiera explotado y va a dar contra la pared como un peso muerto. Las barras aparecen ensangrentadas allí donde se ha abierto las manos. Se queda un minuto jadeando, apoyado contra la pared, con los ojos cerrados. No se oye ni un rumor, excepto su ronco jadeo; nadie abre la boca.

Abre los ojos y pasea la mirada sobre todos nosotros. Uno a uno, va observando a todos los muchachos -incluso a mí-, luego saca del bolsillo todos los pagarés que había ganado al póquer estos últimos días. Se inclina sobre la mesa e intenta ordenarlos, pero tiene las manos agarrotadas como rojas garras y no puede mover los dedos.

Acaba arrojando todo el montón al suelo -probablemente cuarenta o cincuenta dólares en pagarés por cada hombre- y nos vuelve la espalda camino de la puerta. Se detiene en el umbral y desde allí nos lanza una última mirada a todos.

– Pero, al menos lo he intentado -dice -. Maldita sea, al menos nadie puede reprocharme eso, ¿no?

Y sale, dejando tras sí todos aquellos trozos de papel manchados, esparcidos por el suelo, por si alguien quiere buscar el que le corresponde.

En la sala del personal un médico visitante con grises telarañas sobre el cráneo amarillo dirige la palabra a los jóvenes internos.

Paso junto a él con mi escoba.

– Oh, y quién es éste.

Me mira como si fuese una especie de insecto. Uno de los internos le señala con un gesto las orejas, indicándole así que soy sordo, y el médico visitante continúa hablando.

Sigo con mi escoba hasta llegar frente a un gran cuadro que el de Relaciones Públicas trajo una vez que había tanta niebla que no pude verle. El cuadro representa a un tipo que está pescando con mosca en algún lugar de las montañas, parecen las Ochocos, cerca de Paineville; por encima de los picos asoma la nieve, largos chopos de blanco tronco flanquean el arroyo, las acederas crecen en acres manojos verdes. El tipo está echando el anzuelo en un remanso, detrás de una roca. No es lugar para pescar con mosca, sería más apropiado usar un anzuelo del número seis; más le valdría hacer correr la mosca por esos remolinos que se forman corriente abajo.

Un sendero desciende entre los chopos y yo voy barriendo el sendero con mi escoba y me siento en una roca y desde el cuadro miro a ese médico visitante que les habla a los internos. Puedo ver cómo se clava el dedo en algún punto de la palma de la mano, pero no puedo escuchar sus palabras a causa del estruendo del frío torrente espumoso que brota de las rocas. Puedo oler la nieve en el viento que sopla desde los picos. Puedo ver madrigueras de topo hundidas bajo la hierba. Es un rincón realmente agradable para estirar las piernas y relajarse un poco.

Se llega a olvidar -si uno no se sienta y hace un esfuerzo por recordar-, se llega a olvidar cómo era el viejo hospital. No tenían bonitos paisajes como éste colgados de las paredes para poder meterse en ellos. No había televisión, ni piscina, ni pollo dos veces al mes. Sólo había paredes y sillas, camisas de fuerza que exigían horas de esfuerzo para poder zafarse de ellas. Han aprendido muchas cosas desde aquel entonces. «Se ha progresado mucho», dice el de Relaciones Públicas con su cara hinchada. Le han dado una apariencia muy agradable a la vida con pinturas y decorados y grifería cromada en el baño. «Si alguien quisiera escapar de un lugar tan bonito como éste», dice el de Relaciones Públicas con su cara hinchada, «bueno, seguro que le fallaba algo».

En la sala del personal, mientras responde a las preguntas de los jóvenes internos, la eminencia visitante se frota los codos y tiembla como si tuviera frío. Es delgado y escuálido y la ropa le cuelga sobre los huesos. Se frota los codos y se estremece, ahí de pie. A lo mejor él también nota el frío viento que sopla de los picos nevados.

Comienza a resultarme difícil localizar mi cama por la noche, tengo que arrastrarme a gatas e ir palpando los muelles por debajo hasta encontrar, pegadas allí, mis bolas de chicle. Nadie se queja de la niebla. Ahora ya sé por qué: aunque resulte molesta, permite hundirse en ella y sentirse seguro. Es lo que McMurphy no comprende, que queramos estar seguros. Sigue intentando hacernos salir de la niebla, ponernos al descubierto, donde sería fácil atraparnos.

Abajo acaban de recibir un cargamento de vísceras congeladas: corazones, riñones y cerebros, y cosas por el estilo. Puedo oírlos caer en la cámara frigorífica ¡i través del vertedero del carbón. Una persona, sentada en algún lugar de la sala donde no alcanzo a verla, comenta que se ha suicidado uno de la sala de Perturbados. El viejo Rawler. Se cercenó los dos testículos y se desangró hasta morir, sentado en la taza del retrete, rodeado de media docena de personas que no advirtieron nada hasta que cayó al suelo, muerto.

Lo que no alcanzo a comprender es la impaciencia de la gente; el tipo sólo tenía que esperar.