– Me llamo McMurphy, amigos, R. P. McMurphy, y me vuelvo loco por el juego.
Parpadea y canturrea una cancioncilla:
– … y dondequiera que encuentro una baraja apuesto mi dinero -y vuelve a reír.
Se acerca a una de las mesas donde juegan, mira las cartas de un Agudo, las repasa con su grueso dedo y hace una mueca al ver la mano y sacude la cabeza.
– Sí señor, a eso he venido a esta casa, a animar un poco las cosas en las mesas de juego. En el Centro de Trabajo de Pendleton ya no quedaba nadie que pudiera alegrarme un poco la vida, conque fui y pedí un traslado, eso es. Necesitaba sangre nueva. ¡Eh!, mirad a éste, mirad cómo enseña sus cartas a los cuatro vientos; ¡caramba!, voy a esquilaros como a ovejas.
Cheswick esconde sus cartas. El pelirrojo le tiende la mano.
– Hola, amigo; ¿a qué jugáis? ¿Pinacle? Dios mío, no me extraña que no te preocupes de enseñar las cartas. ¿No tenéis ni una buena baraja por ahí? Bueno, ahí va, me he traído mi propia baraja, por si acaso, es un poco distinta; y qué te parecen las figuras, ¿eh? Todas son distintas. Cincuenta y dos posiciones.
Cheswick ya tiene los ojos desorbitados y lo que ve en esas cartas no mejora las cosas.
– Tranquilo, no las estropees; tenemos mucho tiempo, muchas partidas, por delante. Me gusta usar esta baraja porque los otros jugadores tardan al menos una semana en empezar a descubrir los palos…
Lleva pantalones y camisa camperos, tan desteñidos por el sol que han quedado del color de la leche aguada. Tiene la cara y el cuello y los brazos curtidos de tanto trabajar en los campos. Se cubre el pelo con una gorra de motorista que antaño fuera negra y lleva una chaqueta de cuero colgada del brazo, y usa unas botas grises y polvorientas y tan pesadas que podrían partir a un hombre en dos. Se aparta de Cheswick, se quita la gorra y comienza a sacudirse una nube de polvo de los muslos. Uno de los negros va dando vueltas a su alrededor con el termómetro, pero es demasiado rápido para ellos; se desliza entre los Agudos y, antes de que el joven negro pueda colocarse en buena posición, comienza a dar la vuelta y a estrecharles la mano. Su modo de hablar, sus guiños, su fuerte vozarrón, su fanfarronería, todo me hace pensar en un vendedor de coches usados o en un tratante de ganado, o en uno de los charlatanes que pueden verse junto a los escenarios de segunda, de pie bajo las pancartas bamboleantes, con una camisa a rayas y botones amarillos, que atrae a las multitudes como si fuera un imán.
– Verán, la verdad es que me metí en un par de líos en el centro de trabajo y el tribunal decidió que soy un psicópata. ¿Y cómo voy a discutir con un tribunal? Desde luego, pueden apostar lo que quieran a que no lo haré. Con tal de que me saquen de los puñeteros campos de guisantes estoy dispuesto a ser cualquier cosa que se les meta en la cabecita, psicópata, perro furioso u hombre lobo, porque, francamente, no tengo ningún interés en volver a ver un azadón hasta que me muera. Ahora van y me dicen que un psicópata es un tipo que pelea demasiado y jode demasiado, pero no lo veo muy claro, ¿qué opinan ustedes? Quiero decir que ¿cuándo es «demasiado»? Hola, amigo, ¿cómo te llamas? Yo me llamo McMurphy y ahora mismo te apuesto dos dólares a que no eres capaz de decirme cuántas señales hay en esa mano de pinacle, no mires. Dos dólares, ¿hace? ¡Maldita sea, Sam! ¿No puedes esperar dos minutos para meterme ese maldito termómetro?
El nuevo se detuvo a mirar a su alrededor un minuto, para captar el ambiente de la sala de estar.
A un lado de la sala están los pacientes más jóvenes, llamados Agudos porque los médicos suponen que aún están lo suficientemente enfermos como para poder hacer algo con ellos; practican pulsos y juegos de manos en los que se trata de sumar y restar y contar tantas cartas y se adivina la carta escogida. Billy Bibbit intenta aprender a liar cigarrillos perfectos y Martini va dando vueltas y descubre cosas debajo de las sillas y de las mesas. Los Agudos se mueven mucho. Se cuentan chistes y hacen muecas tapándose la boca (nadie se atreve a actuar espontáneamente y soltar una carcajada, de inmediato aparecería todo el personal con libritos de notas y un montón de preguntas) y escriben cartas con lápices amarillos, gastados y mordidos.
Se espían unos a otros. A veces uno dice algo personal que no tenía intención de revelar y alguno de sus compañeros de mesa bosteza y se levanta y se desliza hasta el gran cuaderno de bitácora junto a la Casilla de las Enfermeras y escribe lo que acaba de oír; la Gran Enfermera dice que ese cuaderno es de interés terapéutico para toda la galería, pero yo sé que lo único que ella desea es obtener información suficiente para mandar a alguno de los chicos al Edificio Principal, para que lo recompongan, lo examinen de arriba abajo y resuelvan la cuestión.
A los tipos que anotan algún dato en el cuaderno de bitácora se les señala en la lista con una estrella y pueden acostarse tarde al día siguiente.
Al otro lado de la sala, frente a los Agudos, se encuentran los desechos del Establecimiento, los Crónicos. Éstos no están en el hospital para que los recompongan, sino simplemente para evitar que corran por las calles y desprestigien el producto. Los Crónicos no saldrán nunca de aquí, así lo admite el personal. Los Crónicos se subdividen en Ambulantes que, como yo, aún pueden andar solos si se les alimenta, en Rodantes y en Vegetales. En realidad, los Crónicos -o la mayoría de nosotros- son máquinas con fallos sin reparación posible, fallos de origen, o fallos que han ido formándose a lo largo de tantos años de darse con la cabeza contra obstáculos impenetrables hasta que cuando el hospital da con el tipo en cuestión éste sólo es un montón de chatarra abandonada en un erial.
Para algunos de nosotros, los Crónicos fueron víctimas, años atrás, de un par de errores del personal, algunos entraron como Agudos y fueron transformados. Ellis es un Crónico que entró siendo Agudo y quedó muy malparado cuando lo sobrecargaron, en esa cochina sala de destruir cerebros que los negros llaman el «Cuarto de Chocs». Ahora lo tienen clavado en la pared tal como le retiraron de la mesa la última vez, en la misma posición, con los brazos extendidos, las palmas entreabiertas, la misma expresión horrorizada en su rostro. Lo tienen así, clavado en la pared, como un animal disecado. Le quitan los clavos a la hora de comer o para acostarlo o cuando quieren que se aparte para que yo pueda fregar el charco que hay a sus pies. Antes estuvo tanto tiempo en el mismo lugar que los orines corroyeron el suelo y las vigas bajo sus pies y constantemente se estaba cayendo a la galería de abajo, cosa que, a la hora de pasar lista, les creaba todo tipo de problemas.
Ruckly es otro Crónico que ingresó hace algunos años como Agudo, pero le sobrecargaron de otra forma: se equivocaron en una de las conexiones. Había armado un gran jaleo en la sala, dándoles puntapiés a los negros y mordiendo las piernas de las enfermeras internas, conque se lo llevaron para hacerle una cura. Lo ataron a esa mesa y lo último que supimos de él durante cierto tiempo fue que lo tenían ahí atado, hasta que cerraron la puerta; justo antes de que ésta se cerrara, hizo un guiño y les dijo a los negros que se retiraban: «Me las pagaréis, malditos monos.»
Y al cabo de dos semanas lo devolvieron a la galería, calvo, y con una grasienta mancha rojiza en la frente y dos clavijas del tamaño de un botón cosidas una sobre cada ojo. Se ve en sus ojos cómo le quemaron ahí dentro; tiene los ojos todos llenos de humo y grises y vacíos como fusibles quemados. Ahora, se pasa todo el día sosteniendo frente a ese rostro quemado una vieja fotografía y le da vueltas y más vueltas entre sus fríos dedos, y de tanto manosearla, la fotografía se ha vuelto tan gris como sus ojos, por las dos caras, hasta el punto de que resulta imposible saber qué representaba.
Ahora el personal considera a Ruckly como uno de sus fracasos, pero yo no estoy seguro, pues tal vez esté mejor que si las conexiones hubiesen sido perfectas. Actualmente, sus conexiones suelen tener éxito. Los técnicos están mejor preparados y tienen más experiencia. Se acabaron los ojales en la frente, nada de cortes: ahora proceden directamente a través de las órbitas. A veces un tipo va a que le hagan una conexión, sale de la galería furioso y enloquecido y despotricando contra todo el mundo y al cabo de unas semanas regresa con los ojos morados como si hubiese tenido una riña, y se ha convertido en la persona más dulce, amable y complaciente que hayan visto en su vida. Incluso es posible que regrese a su casa en un par de meses, con un sombrero bien encasquetado sobre un rostro de sonámbulo que deambula por un simple y dulce sueño. Un éxito, dicen, pero para mí sólo es otro robot del Establecimiento y más le valdría ser un fracaso, como Ruckly, ahí sentado manoseando y escudriñando su fotografía. Nunca hace mucho más. A veces el negro raquítico logra espabilarlo un poco, cuando se le acerca y le pregunta: «Dime, Ruckly, ¿qué estará haciendo tu mujer esta noche en la ciudad?» Ruckly levanta la cabeza. La Memoria murmura algo en algún rincón de la máquina destrozada. Enrojece y sus venas se obstruyen en un extremo. Se le hincha la cara y su garganta apenas logra emitir un ligero silbido. Comienzan a salirle burbujas por las comisuras de la boca, tan grande es el esfuerzo que hace para mover la mandíbula y decir algo. Cuando por fin consigue emitir algunas palabras, le sale un bajo murmullo ahogado que pone los pelos de punta: «¡Joder la mujer! ¡Joder la mujer!», y se desvanece allí mismo a causa del esfuerzo.
Ellis y Ruckly son los más jóvenes de los Crónicos. El más viejo es el Coronel Matterson, un viejo y petrificado soldado de caballería que luchó en la primera gran guerra y que ha dado en levantar las faldas de las enfermeras con su bastón, o en vanagloriarse con su versión personal de algún hecho histórico, frente a cualquiera que esté dispuesto a escucharle. Es el más viejo de la galería, pero no es el que lleva más tiempo aquí; su mujer lo trajo hace sólo un par de años, cuando llegó a un punto en que ya no estaba dispuesta a seguir cuidando de él.