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Le doy la espalda y hurgo en un rincón con mi esponja. La levanto sobre mi cabeza para que todos los que están en la habitación puedan ver que está cubierta de limo verde y se hagan cargo de cuan duro es mi trabajo; luego me agacho y sigo fregoteando con todas mis fuerzas. Pero por mucho que me afane y por mucho que me empeñe en fingir indiferencia hacia su persona, ahí detrás siento su presencia junto a la puerta y su mirada me va taladrando la cabeza hasta que sólo falta un minuto para que consiga penetrarme, hasta que estoy a punto de ceder y gritar y decirles todo, con tal de que ella aparte sus ojos de mí.

Entonces la enfermera advierte que también es blanco de otras miradas: del resto del personal. Del mismo modo que ella está intrigada por mi proceder, ellos se preguntan qué le habrá pasado a ella y qué tendrá pensado hacer con ese pelirrojo que se ha quedado ahí, en la sala de estar. Están a la espera de sus palabras al respecto y no prestan la menor atención a un estúpido indio que evoluciona a gatas por un rincón. Esperan que ella haga algo, por lo que deja de mirarme, se sirve una taza de café, se sienta, se pone un poco de azúcar y lo remueve con tanto cuidado que la cucharilla no roza siquiera la pared de la taza.

El doctor da el primer paso.

– Bien, amigos, ¿les parece que empecemos?

Lanza una sonrisa a los internos que le rodean y sorben su café. Procura no mirar a la Gran Enfermera. Se ha quedado ahí sentada, tan callada, que le pone nervioso y le impacienta. Saca sus gafas y se las pone para echar un vistazo a su reloj, comienza a darle cuerda mientras sigue hablando.

– Pasan quince minutos de la hora. Ya es hora de que empecemos. Bien. Como la mayoría debe saber, la señorita Ratched ha convocado esta reunión. Me telefoneó antes de iniciarse la reunión de la Comunidad Terapéutica y me manifestó que a su entender McMurphy podía ser un elemento perturbador en la galería. Demostró una gran intuición, si tenemos en cuenta lo que acaba de ocurrir hace escasos minutos, ¿no creen?

Deja de darle cuerda al reloj, pues los muelles están tan tensos que una vuelta más haría saltar toda la maquinaria en añicos, y se queda sonriendo con los ojos fijos en la esfera, tamborilea sobre el dorso de la otra mano con sus menudos dedos sonrosados, y espera. Por lo general, cuando llegan a estas alturas de la reunión, ella toma las riendas, pero en esta ocasión no dice nada.

– Después de lo ocurrido -prosigue el doctor-, nadie puede decir que estamos ante un hombre corriente. No, desde luego que no. Y, sin duda, constituye un factor perturbador, salta a la vista. Luego… ah… a mi entender, el propósito de esta discusión debe ser decidir la línea de actuación a seguir con él. Creo que la enfermera convocó esta reunión – corrí-jame si me equivoco, señorita Ratched- para comentar la situación y contrastar las opiniones del personal en cuanto a las medidas a adoptar con respecto al señor McMurphy.

Le lanza una mirada plañidera, pero ella sigue sin abrir la boca. Ha levantado los ojos hacia el techo, seguramente en busca de rastros de suciedad, y no parece haber oído ni una palabra de lo que acaba de decir el doctor.

Éste se vuelve hacia los internos alineados al otro lado de la habitación: todos han cruzado la misma pierna sobre la otra y apoyan la taza de café en la misma rodilla.

– Veamos, amigos -dice el doctor-, comprendo que no han contado con tiempo suficiente para dar un buen diagnóstico del paciente, pero todos han tenido una oportunidad de observarlo en acción. ¿Qué opinan ustedes?

La pregunta les hace estallar la cabeza. Con gran astucia, el doctor acaba de pasarles la papeleta. Todos miran alternativamente al doctor y a la Gran Enfermera. De algún modo ella ha logrado recuperar su antiguo poder en cosa de escasos minutos. Sólo con permanecer ahí sentada, sonriéndole al techo y sin decir nada, ha conseguido hacerse otra vez con el control y que todos tomen conciencia de que aquí tendrán que habérselas con ella. Si esos muchachos no se portan bien, corren el riesgo de concluir su período de prácticas en el hospital para alcohólicos de Portland. Todos empiezan a mostrarse tan inquietos como el doctor.

– Su influencia es bastante perturbadora, sin duda.

El primer interno no quiere correr riesgos.

Beben sorbos de café y meditan. Después, el siguiente comenta:

– Y podría representar un verdadero peligro.

– Así es, así es -dice el doctor.

El chico cree haber dado en el clavo y prosigue:

– Todo un peligro, a decir verdad -dice y se inclina hacia delante en su silla-. No debemos olvidar que este hombre ha realizado actos violentos con el mero propósito de eludir el trabajo de la granja y acceder a la vida relativamente menos dura de este hospital.

– Ha planeado actos violentos -añade el primer interno.

Y el tercero musita:

– Pero, en realidad, el mismo carácter de su plan podría indicar que se trata simplemente de un astuto embaucador y no de un enfermo mental.

Echa un vistazo a su alrededor para comprobar cómo se lo toma la enfermera y ve que ésta aún no se ha movido ni ha hecho el menor gesto. Pero el resto del personal se queda mirándolo como si hubiese pronunciado una terrible obscenidad. El chico comprende que ha errado el tiro e intenta fingir que era una broma, a base de soltar una risita y añadir:

– Ya saben, «El que no marca el paso es que oye otro tambor».

Pero es demasiado tarde. El interno que ha hablado en primer lugar se vuelve hacia él, deja su taza de café sobre la mesa y saca del bolsillo una pipa del tamaño de un puño:

– Francamente, Alvin -le dice al tercer muchacho-, me has defraudado. Incluso sin haber leído su historial, basta con observar su comportamiento en la galería para comprender lo absurdo de tal sugerencia. Ese hombre no sólo está gravemente enfermo, sino que le considero sin lugar a dudas como un Agresivo en Potencia. Creo que las sospechas de la señorita Ratched iban en ese sentido cuando decidió convocar esta reunión. ¿No has identificado en él al prototipo del psicópata? Nunca había visto un caso más claro. Ese hombre es un Napoleón, un Gengis Khan, un Atila.

Luego interviene otro. Recuerda los comentarios de la enfermera con relación a la sala de Perturbados.

– Robert tiene razón, Alvin. ¿No has observado cómo actuó hoy ese hombre? En cuanto falló uno de sus planes se levantó de un salto, dispuesto a cometer cualquier violencia. ¿Por favor, doctor Spivey, qué dice su historial en cuanto al uso de la violencia?

– Se evidencia una notoria falta de disciplina y respeto de la autoridad -responde el doctor.

– Exactamente, Alvin, su historial demuestra que en repetidas ocasiones ha dirigido su hostilidad contra figuras que representaban la autoridad: en la escuela, en el servicio militar, ¡en la cárcel! Y creo que su actuación después de la rabieta de la votación de hoy es un indicio perfectamente claro de lo que podemos esperar de él en el futuro.

Se interrumpe y frunce el entrecejo con la mirada fija en su pipa, vuelve a llevársela a la boca, enciende una cerilla y aplica la llama a la cazoleta con una sonora aspiración. Cuando por fin consigue encender la pipa, mira subrepticiamente a la Gran Enfermera a través de la nube de humo amarillo; debe considerar que su silencio indica aprobación, pues sigue adelante, con mayor entusiasmo y aplomo que antes.

– Detente a pensarlo un minuto, Alvin -dice, con palabras algodonosas a causa del humo-, supón lo que le ocurriría a uno de nosotros si se encontrase a solas con el señor McMurphy en una sesión de Terapia Individual. ¡Piensa lo que ocurriría cuando llegases a un detalle particularmente doloroso y él decidiera que ya estaba harto de ti -¿cómo diría él? -, de tu «maldita curiosidad de métome-en-todo»! Y cuando le dijeras que no debía mostrarse agresivo, te mandaría al infierno, y aunque tú le dijeras que se serenase, en tono autoritario, sin duda, ahí lo tendrías, noventa kilos de psicópata irlandés pelirrojo lanzados sobre ti, por encima mismo de la mesa de la consulta. ¿Estás preparado -alguno de nosotros lo está- para hacerte cargo del señor McMurphy cuando se plantee una situación de ese tipo?

Vuelve a colocarse la pipa del número diez en la comisura de los labios, apoya las manos abiertas sobre las rodillas y espera. Todos piensan en los gruesos brazos rojos de McMurphy, en sus manos llenas de cicatrices y en su cuello que asoma por la camiseta como un grueso tarugo aherrumbrado. El interno llamado Alvin ha palidecido sólo de pensar en ello, como si el amarillento humo de pipa, que le está echando en la cara su compañero, se la hubiese manchado toda.

– ¿Por lo tanto, en su opinión -pregunta el doctor-, sería aconsejable enviarle a Perturbados?

– Opino que, como mínimo, sería lo más seguro -responde el chico de la pipa, que ha cerrado los ojos.

– Creo que tendré que retirar mi sugerencia y apoyar a Robert -dice Alvin dirigiéndose a todos en general-, aunque sólo sea por mi propia seguridad personal.

Todos ríen. Se les ve más relajados, con la certeza de que han logrado dar con el plan que ella esperaba. Todos beben un sorbo de café, excepto el chico de la pipa, demasiado ocupado con el artefacto que constantemente se le apaga, gasta un montón de cerillas y no para de chupar y fruncir los labios. Por fin consigue un encendido de su agrado y dice, con un cierto tono de orgullo en la voz: