Выбрать главу

– Sí, creo que la Galería de Perturbados será lo más conveniente para el viejo McMurphy, el Rojo. ¿Saben lo que he pensado después de observarle estos pocos días?

– ¿Reacción esquizofrénica? -pregunta Alvin. El de la pipa mueve negativamente la cabeza.

– ¿Homosexual Latente con Formación Reactiva? -apunta el tercero.

El de la pipa vuelve a negar con la cabeza y cierra los ojos.

– No -dice, y lanza una sonrisa a cuantos le rodean-, Edipo Negativo.

Todos le felicitan.

– Sí, creo que hay muchos detalles que apuntan en ese sentido -añade-. Pero, independientemente del diagnóstico definitivo, no debemos olvidar una cosa: nos las habernos con un hombre fuera de lo corriente.

– Se… equivoca por completo, señor Gideon.

Es la voz de la Gran Enfermera.

Todos vuelven la cabeza hacia ella, sobresaltados; yo también la miro, pero me contengo a tiempo y finjo que sólo pretendía limpiar una mancha que acabo de descubrir en la pared, por encima de mi cabeza. No cabe duda de que todos se han quedado desconcertados; creían estar proponiendo exactamente lo que ella deseaba, justo lo que ella misma había pensado proponer en la reunión. Hasta yo lo había pensado. La he visto enviar a la galería de Perturbados a hombres que no le llegaban ni al hombro a McMurphy, por la mera razón de que había un ligero riesgo de que le escupiesen a alguien, y ahora se enfrenta con este toro que se ha burlado de ella y de todo el resto del personal, un tipo del que ella había dicho esta misma tarde que debía salir de esta galería y, ahora, va y dice que no.

– No. No estoy de acuerdo. En absoluto -lanza una sonrisa dirigida a todos en general-. No creo que debamos mandarlo a Perturbados; eso no sería más que un fácil recurso para transferir nuestro problema a otra galería y no estoy de acuerdo en que sea una especie de personaje extraordinario… una especie de «súper» psicópata.

Hace una pausa aunque nadie tiene la intención de contradecirla. Por primera vez desde el principio de la reunión bebe un sorbo de café; cuando retira la taza de su boca, está teñida de ese color rojo anaranjado. No puedo evitar el echar una mirada al borde de la taza; no es posible que use un lápiz de labios de ese color. La mancha que ha dejado en la taza debe ser producto del calor, el contacto con sus labios ha comenzado a fundirla.

– Debo reconocer que cuando empecé a advertir la fuerza perturbadora que puede representar McMurphy también pensé que, sin lugar a dudas, lo indicado era enviarlo a Perturbados. Pero creo que ya es demasiado tarde. ¿Suprimiríamos con ello el mal que ya ha hecho en nuestra galería? No lo creo, no después de lo ocurrido esta tarde. Creo que enviarle a Perturbados ahora sería proceder exactamente como esperan los pacientes. Lo convertiríamos en un mártir. Jamás tendrían la oportunidad de comprobar que ese hombre no es -como decía usted, señor Gideon- una «persona fuera de lo corriente».

Bebe otro sorbo de café y deja la taza sobre la mesa; suena como un mazazo; los tres residentes se yerguen en sus sillas.

– No. No se sale de lo corriente. No es más que un hombre, pura y simplemente, y experimenta todos los temores, toda la cobardía y toda la timidez que sienten los demás. Tengo la certeza de que bastarán unos cuantos días para que así lo demuestre, ante nosotros y también ante el resto de los pacientes. No me cabe la menor duda de que si lo retenemos en la galería pronto cederá su osadía, su rebelión personal se desvanecerá y… -sonríe, como si supiera algo que los demás ignoran…- nuestro héroe pelirrojo quedará reducido a algo que todos los pacientes conocerán en su justo valor y le perderán todo respeto: un fanfarrón y un charlatán de esos que se suben a una caja de jabón y gritan para ganarse adeptos, como todos hemos visto hacer al señor Cheswick, pero que se echan atrás cuando comienzan a correr un verdadero riesgo personal.

– El Paciente McMurphy -el chico de la pipa considera que debe intentar defender su posición y salvar un poco el tipo- no me produce la impresión de ser un cobarde.

Esperaba que la enfermera se enfureciese, pero no; se limita a echarle una mirada como diciendo «ya veremos» y añade:

– No he dicho que sea un cobarde, señor Gideon; oh, no. Lo único que sucede es que le tiene mucho apego a alguien. Como psicópata que es, le tiene demasiado apego a un tal señor Randle Patrick McMurphy y no lo expondrá a ningún riesgo innecesario. -No me cabe la menor duda de que la sonrisa que le lanza al chico apagará definitivamente su pipa-. No tenemos más que esperar un poco y nuestro héroe… ¿cómo dicen los estudiantes?… ¿Bajará del burro? ¿Es eso?

– Pero podrían pasar semanas… -objeta el muchacho.

– Disponemos de tantas semanas como queramos -dice ella. Se levanta, con el aire más complacido que le he visto desde que McMurphy ingresó y empezó a crearle problemas hace una semana-. Disponemos de semanas, meses, e incluso años. No olvide que el señor McMurphy está internado. El período de tiempo que pase en este hospital depende absolutamente de nosotros. Ahora, si nadie tiene nada más que añadir…

La actuación tan confiada de la Gran Enfermera en esa reunión me tuvo preocupado durante algún tiempo, pero no hizo la menor mella en McMurphy.

El fin de semana, y toda la semana siguiente, se mostró con ella y sus negros tan duro como siempre, y los pacientes estaban encantados. Había ganado su apuesta; había hecho perder los estribos a la enfermera tal como prometiera y había cobrado, aunque eso no le impidió continuar con la misma actitud y comportarse como lo hiciera desde un principio, bramando arriba y abajo por el pasillo, burlándose de los negros, haciendo malas jugadas a todo el personal y llegando incluso hasta el punto de acercarse un día a la Gran Enfermera en el pasillo y preguntarle si no le importaría decirle cuál era exactamente el contorno de los grandiosos pechos que tanto se esforzaba en ocultar aunque no lo consiguiera jamás. Ella continuó su camino sin mirarlo, ignorándolo del mismo modo que había decidido ignorar esos desmesurados signos de feminidad con que la había dotado la naturaleza, como si estuviera por encima de él, y del sexo, y de todo lo que fuera débil y estuviera relacionado con la carne.

Cuando colocó en el tablón de anuncios la lista de las tareas asignadas a cada uno y McMurphy comprobó que le había mandado a los retretes, se dirigió a su despacho, golpeó en la ventana donde ella está apostada siempre, le agradeció personalmente ese honor y le dijo que pensaría en ella cada vez que vaciase un orinal. Ella le contestó que no era necesario; bastaba con que cumpliera con su obligación, gracias.

Lo máximo que hizo en los retretes fue pasar un par de veces el cepillo por cada taza, mientras cantaba una tonada a todo pulmón, marcando el compás; después echó un poco de Clorex y se acabó.

– Con eso basta -le decía al negro que venía a atosigarle por hacer su trabajo tan a la ligera-, es posible que algunas personas consideren que no están suficientemente limpios, pero por mi parte sólo pienso mear ahí, no comer en ellos.

Y cuando la Gran Enfermera accedió a las súplicas del negro y acudió a revisar personalmente el trabajo de limpieza realizado por McMurphy, llevó consigo un espejo de bolsillo y lo colocó bajo el reborde de las tazas. Salió moviendo la cabeza, al tiempo que decía: -Qué vergüenza… qué vergüenza… -, después de revisar cada taza. Y McMurphy la seguía, frunciendo la nariz y comentando: -No; no es una vergüenza, es una taza de retrete… una taza de retrete.

Pero ella no volvió a perder el control, ni siquiera dio señales de que pudiera suceder. Continuó atosigándolo con la cuestión de los retretes, haciendo acopio de la misma terrible, lenta, paciente presión que empleaba con todos los demás, mientras él estaba de pie frente a ella, como un niño al que le echan una regañina, con la cabeza gacha y la punta de una bota sobre la otra, y decía:

– Yo ya lo intento, señora, pero creo que nunca llegaré a destacar entre los mierdosos.

Una vez escribió algo en un trocito de papel, con una curiosa escritura que parecía un alfabeto extranjero, y lo pegó con un trozo de goma de mascar bajo el reborde de la taza de un retrete; cuando ella inspeccionó ese retrete con el espejo, casi se atraganta al leer lo que reflejaba, y de la impresión se le cayó en la taza. Pero no perdió la serenidad. Su cara y su sonrisa de muñeca siguieron fraguadas en un gesto de confianza en sí misma. Se incorporó y le lanzó una mirada como para despellejar a uno y le dijo que su obligación era limpiar los retretes, no ensuciarlos.

En realidad, poca cosa se limpiaba esos días en la galería. En cuanto llegaba la hora de la tarde en que el horario establecía que debíamos comenzar la limpieza, también llegaba la hora en que transmitían los partidos de béisbol por la televisión y todos empezaban a colocar las sillas frente al aparato y no se movían de allí hasta la hora de la cena. Poco importaba que hubieran cortado la corriente en la Casilla de las Enfermeras y que no pudiéramos ver más que la apagada pantalla gris, porque McMurphy nos hacía pasar el rato con su charla y sus anécdotas, como esa vez que ganó mil dólares en un mes conduciendo un camión para una empresa maderera y luego perdió hasta el último centavo en una competición de arrojar el hacha en la que fue derrotado por un canadiense; o cuando con otro compinche convenció a un tipo para que montase un toro bravo en un rodeo, en Albany, y que lo hiciera con una venda sobre los ojos: «No el toro, quiero decir que el que llevaba los ojos vendados era el tipo.» Le dijeron que la venda le ayudaría a no marearse cuando el toro comenzase a dar vueltas; luego, después de taparle los ojos con un pañuelo que no le dejaba ver nada, lo sentaron sobre el toro, mirando hacia atrás. McMurphy lo contó un par de veces y no dejaba de golpearse el muslo con la gorra y de reír a carcajadas sólo de recordarlo.