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El perro casi había alcanzado la valla que bordea el recinto cuando oí que alguien se deslizaba a mis espaldas. Dos personas. No me volví, pero sabía que serían el negro llamado Geever y la enfermera con la mancha en la piel y el crucifijo. Sentí que se formaba un zumbido de temor en mi cabeza. El negro me cogió por el brazo y me hizo dar media vuelta.

– Yo me encargaré de él -dice.

– Hace frío aquí junto a la ventana, señor Bromden -me explica la enfermera-. ¿No cree que sería mejor volver a su camita calentita?

– No puede oírla -le explica el negro-. Yo me encargaré de él. Siempre se libra de la sábana y se pone a vagabundear por ahí.

Yo hago un movimiento y ella retrocede un paso y dice:

– Sí, ocúpese de él, por favor -dirigiéndose al negro. Comienza a juguetear con la cadena que lleva colgada del cuello. Cuando llega a su casa, se encierra en el cuarto de baño, donde nadie puede verla, se desnuda y se frota ese crucifijo por toda la superficie de la mancha que le baja por el cuerpo en una estrecha franja, desde la comisura de su boca, por encima de los hombros y los pechos. Frota y frota e invoca a la Virgen María, pero la mancha sigue allí. Se mira en el espejo y la ve más intensa aún que antes. Por fin, coge un cepillo de cerdas de acero, como los que se usan para rascar la pintura vieja de las barcas, y se frota la mancha hasta hacerla desaparecer, se pone un camisón sobre la supurante piel en carne viva y se arrastra hasta la cama.

Pero está toda llena de ese mejunje. Mientras duerme, comienza a subirle por la garganta, hasta la boca, y va chorreándole por la comisura de los labios como una baba encarnada y le corre garganta abajo, extendiéndose por todo el cuerpo. Por la mañana, comprueba que vuelve a estar manchada y por algún motivo cree que la mancha no procede realmente de ella -imposible ¿una buena católica como ella?- y supone que se debe a que se pasa las noches rodeada de una galería llena de gente como yo. Es culpa nuestra y nos lo hará pagar aunque sea lo último que haga en su vida. Quisiera que McMurphy se despertase y me ayudara.

– Átele a la cama, señor Geever; yo iré a preparar la medicina.

En las reuniones de grupo salieron a relucir agravios que llevaban tanto tiempo enterrados que el motivo que los causara ya había cambiado. Ahora que contaban con el apoyo de McMurphy, los chicos comenzaron a soltar todo lo que no les gustaba de lo ocurrido en la galería.

– ¿Por qué tienen que cerrar con llave los dormitorios los fines de semana? -preguntaba Cheswick o algún otro-. ¿Es que uno no puede pasar los fines de semana como le plazca?

– Sí, señorita Ratched -añadía entonces McMurphy-. ¿Porqué?

– Si los dejásemos abiertos, como hemos comprobado por experiencias anteriores, todos volverían a acostarse después del desayuno.

– ¿Y es acaso un pecado mortal? La gente normal está acostada hasta más tarde los fines de semana.

– Ustedes están en este hospital -intervenía ella, como si lo repitiese por centésima vez-, debido a su demostrada incapacidad para adaptarse a la vida en sociedad. El doctor y yo opinamos que cada minuto que pasen en compañía de los demás, con algunas excepciones, es terapéutico, en tanto que cada minuto a solas no hace más que aumentar su distanciamiento.

– ¿Por eso tienen que reunirse al menos ocho tipos antes de salir de la galería para dirigirse a Terapia Ocupacional o Terapia Física o cualquier otra de esas Terapias?

– Así es.

– ¿Quiere decir que es pernicioso querer estar a solas?

– No he dicho eso…

– ¿Quiere decir que cuando voy al retrete a hacer mis necesidades debería ir acompañado de al menos siete compañeros para que no se me ocurra ponerme a meditar sentado en la taza?

Antes de que consiguiera dar con una respuesta apropiada, Cheswick se había puesto de pie de un salto y le gritaba:

– Sí, ¿es eso lo que quería decir? -y los otros Agudos presentes en la reunión coreaban-: Sí, sí, ¿es eso?

Ella esperaba que se calmasen y que el grupo recobrara el silencio, para luego comentar, sin alterarse:

– Si son capaces de tranquilizarse un poco y comportarse como un grupo de adultos en una discusión, en lugar de actuar como niños en un patio de juegos, podríamos preguntarle al doctor si cree aconsejable revisar las normas al respecto. ¿Doctor?

Todos sabían cuál sería la respuesta del doctor, e incluso antes de que tuviese oportunidad de abrir la boca, Cheswick ya estaba soltando otra queja.

– ¿Y qué hay de nuestros cigarrillos, señorita Ratched?

– Sí, qué nos dice a eso -refunfuñaron los Agudos.

McMurphy se volvió hacia el doctor y le planteó la pregunta directamente a él sin darle una oportunidad de responder a la enfermera.

– Sí, doctor, ¿qué opina del asunto de los cigarrillos? No es posible que ella tenga derecho a guardar los cigarrillos -nuestros cigarrillos- en su mesa, como si fueran suyos e írnoslos racionando a su antojo. No tiene ninguna gracia comprarse un cartón de cigarrillos y que después venga alguien a decirnos cuándo y cuántos podemos fumar.

El doctor ladeó la cabeza para mirar a través de sus gafas a la enfermera. No sabía que ella se hubiese apoderado de los cigarrillos sobrantes para evitar que se hiciesen apuestas.

– ¿Qué es eso de los cigarrillos, señorita Ratched? Nadie me había informado…

– Doctor, considero que tres o cuatro, y a veces hasta cinco, cajetillas de cigarrillos al día son algo excesivo para una persona. La semana pasada -después de llegar el señor McMurphy- los pacientes empezaron a fumar de tal modo que consideré prudente confiscar los cartones que adquirían en la cantina y permitirles consumir sólo una cajetilla al día.

McMurphy se inclinó hacia delante y le murmuró a Cheswick en tono bastante alto:

– Ya verás como lo próximo que se le ocurre es controlar las idas al retrete; no sólo habrá que ir acompañado de siete amigos sino que no podremos ir más de dos veces al día, y, además, cuando ella lo disponga.

Se recostó en su silla y empezó a soltar unas carcajadas tan sonoras que nadie pudo decir palabra durante un minuto.

McMurphy se estaba divirtiendo mucho con todo el alboroto que estaba organizando y creo que también le extrañaba un poco que el personal no se mostrase más duro con él, sobre todo, que las advertencias de la Gran Enfermera no fuesen más amenazadoras de lo que eran.

– Creí que la vieja urraca era más dura de pelar -le dijo a Harding al terminar una reunión-; tal vez sólo necesitaba una buena lección. Pero el caso es que… -frunció el entrecejo…- actúa como si aún tuviese todas las cartas escondidas en su blanca manga.

Continuó pasándoselo en grande, más o menos hasta el miércoles de la semana siguiente. Entonces descubrió por qué la enfermera demostraba tanto aplomo. El miércoles es el día que cogen a todos los que no están enfermos y nos llevan a la piscina, tanto si quieren como si no. Cuando la galería estaba llena de niebla, solía esconderme en ella para no tener que ir. Siempre me ha asustado la piscina; siempre he tenido miedo de caer de cabeza y ahogarme, de que el tubo del desagüe me succione y me arrastre al mar. De niño solía ser muy valiente cuando nos bañábamos en el río Columbia; recorría con los otros hombres el andamiaje que cubría las cataratas, chapoteando en las agitadas aguas verdes y blancas que casi nos cubrían y formaban una niebla en la que se reflejaban los arco iris, y ni siquiera llevaba suelas claveteadas como las que usaban los mayores. Pero cuando vi que Papá empezó a tener miedo, yo también me asusté, y al final ni siquiera era capaz de meterme en una charca poco profunda.

Salimos de los vestuarios y la piscina estaba llena de chapoteos de hombres desnudos; los gritos rebotaban en el alto techo como sucede en las piscinas cubiertas. Los negros nos hicieron entrar en tropel. El agua estaba agradablemente templada pero yo no quería apartarme de la orilla (los negros se pasean por la orilla con largas varas de bambú para apartarnos si intentamos agarrarnos a las paredes de la piscina) y me quedé junto a McMurphy, pues sabía que a él no intentarían empujarle hacia la parte profunda contra su voluntad.

Se puso a hablar con el socorrista, mientras yo permanecía a un metro de distancia escaso. McMurphy debía estar en una fosa porque tenía que chapotear para mantenerse a flote y yo en cambio hacía pie tranquilamente. El socorrista estaba de pie junto a la piscina: llevaba un silbato y una camiseta con el número de su galería. Él y McMurphy empezaron a hablar de las diferencias entre el hospital y la cárcel, y McMurphy comentó que el hospital era muchísimo mejor. El socorrista no parecía muy convencido. Oí como le decía a McMurphy que, para empezar, estar internado no es lo mismo que cumplir condena.

– Cuando tienes que cumplir condena en una cárcel, hay fijada una fecha en la que sabes que te soltarán -dijo.

McMurphy dejó de chapotear como había estado haciendo hasta ese momento. Nadó lentamente hasta el borde de la piscina y se quedó allí agarrado, y mirando al socorrista.

– ¿Y si estás internado? -preguntó al cabo de un rato.

El socorrista se encogió de hombros en musculoso gesto y dio un tirón al silbato que le colgaba del cuello. Había sido jugador de rugby profesional, en la frente lucía señales de los clavos de las botas y, de vez en cuando, en un momento de distracción, en sus ojos se encendía una chispa y sus labios empezaban a barbotear números, se ponía de cuatro patas como si estuviera en sus marcas y se arrojaba sobre alguna enfermera que pasase casualmente por allí, le hundía un hombro en los riñones y la lanzaba al suelo para que otro jugador se infiltrase por el boquete. Por eso estaba en la galería de Perturbados; cuando no estaba prestando servicio de socorrismo era capaz de hacer algo por el estilo al menor descuido.