Volvió a encogerse de hombros ante la pregunta de McMurphy, luego miró a uno y otro lado para comprobar que ningún negro anduviera cerca y se arrodilló junto a la piscina. Extendió un brazo para que McMurphy lo viera.
– ¿Ves este yeso?
McMurphy miró el enorme brazo.
– Ese brazo no está enyesado, amigo.
El socorrista se limitó a sonreír.
– Bueno, me enyesaron porque sufrí una grave fractura en el último partido contra los Browns. No puedo volver a jugar hasta que esté soldada la fractura y puedan quitarme el yeso. La enfermera de mi galería dice que me está curando el brazo en secreto. Sí, amigo, dice que si me cuido este brazo, si no hago fuerza con él, ni nada de eso, me quitará el yeso y podré volver a formar parte del equipo.
Apoyó los nudillos en las baldosas mojadas y se colocó en posición apoyándose sobre una mano, para comprobar cómo respondía su brazo. McMurphy se lo quedó mirando un minuto; luego le preguntó cuánto tiempo llevaba esperando que le confirmaran que su brazo estaba curado para poder abandonar el hospital. El socorrista se puso en pie muy despacio y se frotó el brazo. La pregunta de McMurphy parecía haberle ofendido, como si creyera que le estaba acusando de flaquear y compadecerse de sí mismo.
– Estoy internado -dijo-. Por mí, ya me habría marchado hace tiempo. Tal vez no hubiera podido jugar en primera línea, con este brazo malo, pero podría haber doblado toallas, ¿no? Podría haber hecho algo. La enfermera de mi galería siempre le dice al doctor que aún no estoy curado. Ni siquiera estoy curado para doblar toallas en esos viejos vestuarios.
Dio media vuelta y se dirigió a su silla de socorrista, trepó por la escalera como un gorila drogado y se puso a vigilarnos desde lo alto, sacando el labio inferior como si hiciera pucheros.
– Me internaron por borracho y alborotador y ya llevo ocho años y ocho meses aquí -dijo.
McMurphy dio un impulso contra la pared de la piscina y empezó a nadar de espaldas, mientras meditaba lo que acababa de oír: le habían condenado a seis meses de trabajos forzados en la granja, de los cuales ya había cumplido dos y sólo le faltaban cuatro, y cuatro meses más era todo lo que estaba dispuesto a permanecer encerrado donde fuese. Ya llevaba casi un mes en este manicomio y desde luego era mucho mejor que un correccional, con sus buenas camas y su zumo de naranja para desayunar, pero las ventajas no eran tan grandes como para desear pasarse un par de años aquí.
Nadó hasta la escalera en la parte menos honda de la piscina y se quedó allí sentado hasta que nos marchamos, con el ceño muy fruncido, mientras se daba tironcitos al mechón de vello que le cubría la garganta. Al contemplarlo allí sentado, tan meditabundo, recordé lo que había dicho la Gran Enfermera en la reunión, y comencé a tener miedo.
Cuando tocaron el silbato para que saliésemos de la piscina y todos corríamos hacia los vestuarios, nos cruzamos con los de otra galería que empezaban entonces su turno en la piscina; en la ducha, por la que todos teníamos que pasar, encontramos a un chico de esa otra galería. Tenía una gran cabezota esponjosa y sonrosada y las caderas y las piernas abultadas -como si alguien hubiera cogido un globo lleno de agua y lo hubiera apretado por la parte central-, estaba tendido de costado bajo la ducha y hacia unos ruidos que recordaban a una foca dormida. Cheswick y Harding le ayudaron a levantarse pero se volvió a caer. Su cabeza daba tumbos en medio del desinfectante para los pies. McMurphy se quedó mirando cómo le levantaban otra vez.
– ¿Qué demonios es eso? -preguntó. -Tiene hidrocefalia -le explicó Harding-. Una especie de desarreglo linfático, creo. La cabeza se llena de líquido. Échanos una mano, a ver si podemos levantarlo.
Lo dejaron solo y volvió a caerse bajo la ducha; su rostro tenía una mirada resignada, desamparada y testaruda; su boca gorgoteaba y soltaba burbujas bajo el agua lechosa. Harding volvió a pedirle a McMurphy que le echara una mano, y él y Cheswick se agacharon otra vez para ayudar al chico. McMurphy los apartó de un empujón y pasó por encima del chico para meterse en la ducha.
– Dejadle en paz -dijo, mientras se lavaba-. A lo mejor no le gusta bañarse en agua profunda.
Vi lo que iba a pasar. Al día siguiente nos sorprendió a todos en la galería levantándose temprano y limpiando el retrete hasta dejarlo reluciente, y fregando luego el suelo del pasillo cuando así se lo ordenaron los negros. Todos nos quedamos extrañados excepto la Gran Enfermera; ella reaccionó como si no hubiera ocurrido nada sorprendente.
Y por la tarde, en la reunión, cuando Cheswick dijo que todos habían decidido que debía resolverse de algún modo la cuestión de los cigarrillos y comentó:
– ¡No soy ningún crío para que me racionen los cigarrillos como si fueran caramelos! Queremos que eso se resuelva, ¿verdad, Mac? -y esperó a que McMurphy le apoyase, sólo recibió un gran silencio por respuesta.
Miró al rincón donde estaba McMurphy. Los demás hicimos otro tanto. Allí estaba McMurphy, embebido en la contemplación de la baraja que se pasaba de una mano a otra. Ni siquiera levantó la vista. Se hizo un terrible silencio; sólo se oía el roce de las cartas grasientas y la pesada respiración de Cheswick.
– ¡Quiero hacer algo! -gritó de pronto Cheswick, por segunda vez-. ¡No soy un crío!
Dio una patada en el suelo y miró a su alrededor como si se sintiera perdido y estuviera a punto de echarse a llorar en cualquier momento. Apretó los puños y los estrechó contra su pecho regordete. Los puños parecían pequeñas pelotitas sonrosadas sobre un verde prado y los apretaba con tal fuerza que todo su cuerpo tembló.
Nunca había tenido un aspecto demasiado imponente; era bajito y demasiado gordo y tenía una señal de calvicie en la nuca, como una sonrosada moneda de un dólar, pero al verle allí solo, de pie, en medio de la sala de estar, me pareció diminuto. Miró a McMurphy y éste no le devolvió la mirada; entonces comenzó a recorrer toda la fila de Agudos con los ojos, como pidiendo ayuda. El pánico que se reflejaba en su rostro iba en aumento con cada hombre que apartaba la vista y se negaba a apoyarle. Por fin posó la mirada en la Gran Enfermera. Volvió a dar una patada.
– ¡Quiero hacer algo! ¿Me oye? ¡Quiero hacer algo! ¡Algo! ¡Algo! ¡Al…!
Los dos negros más altos le agarraron los brazos por la espalda y el más bajito le rodeó el cuerpo con una correa. Se dobló como si le hubiesen pinchado y los dos grandotes se lo llevaron a rastras a la sala de Perturbados; se oía el sonido ahogado de su cuerpo al re botar contra los peldaños mientras le arrastraban escaleras arriba. Cuando regresaron y se sentaron, la (irán Enfermera se volvió hacia la hilera de Agudos al otro lado de la habitación y les lanzó una mirada. Nadie había dicho ni una palabra desde que saliera Cheswick.
– ¿Alguien desea añadir algo respecto al racionamiento de los cigarrillos? -dijo.
Recorrí con los ojos la derrotada fila de caras que se extendía al otro lado de la sala y finalmente posé la mirada sobre McMurphy, sentado en su silla del rincón, concentrado en el juego de manos que estaba practicando con las cartas… y los blancos tubos del techo vuelven a inundarnos con su luz glacial… la siento en mi cuerpo, me penetra hasta el estómago.
Desde que McMurphy dejó de levantar la voz para defendernos, algunos Agudos empiezan a hacer comentarios y dicen que todavía le lleva ventaja a la Gran Enfermera, dicen que se enteró de que pensaba enviarle con los Perturbados y decidió aflojar un poco, para dejarla sin motivos que justificasen tal medida. Otros creen que tal vez le esté dando un respiro, para luego hacerle una nueva treta, algo mucho más terrible y perverso. Los oigo hablar en pequeños corros, desconcertados.
Pero yo sé la razón. Le oí hablar con el socorrista. Ha decidido obrar con un poco de cautela, eso es todo. Como acabó haciendo Papá cuando comprendió que jamás conseguiría derrotar al grupo de la ciudad que quería que el gobierno construyese la presa a causa del dinero y el trabajo que hacerlo supondría, y porque era una manera de librarse del poblado: ¡Que esa tribu de indios se largue a otra parte con sus hediondos trastos y los doscientos dólares que les dará el gobierno! Papá obró sabiamente al firmar los papeles; de nada hubiera servido negarse. El gobierno se hubiera salido con la suya de todos modos, antes o después; así la tribu sacó algo. Era la actitud más prudente. McMurphy también estaba adoptando la actitud más prudente. Lo veía perfectamente. Estaba cediendo porque era lo más inteligente que podía hacer, no por ninguno de los motivos que imaginaban los Agudos. No dijo nada, pero yo lo comprendí y pensé que era lo más prudente. Lo pensé una y otra vez: es lo más seguro. Como esconderse. Es una actitud inteligente, nadie podría negarlo. Comprendo por qué lo hace.
De pronto, una mañana, todos los Agudos lo descubrieron también, descubrieron el verdadero motivo por el que se había echado atrás y que las razones que habían estado imaginando eran simples mentiras para engañarse a sí mismos. Nunca ha comentado su conversación con el socorrista, pero todos la saben. Supongo que la enfermera radió la noticia por la noche a través de todos los canales que surcan el suelo del dormitorio, porque todos lo han descubierto al unísono. Lo comprendo por las miradas que le lanzan a McMurphy esa mañana cuando entra en la sala de estar. No como si estuviesen enfadados con él, ni tan sólo decepcionados, pues comprenden tan bien como yo que la única manera de conseguir que la Gran Enfermera le dé de alta es hacer lo que ella quiere; pero sí con una mirada que indica que quisieran que las cosas fueran de otro modo.
Hasta Cheswick lo comprendió y no le guardó ningún rencor a McMurphy por no haberle apoyado y haber armado un gran alboroto con lo de los cigarrillos. Volvió de la sala de Perturbados el mismo día que la enfermera radió la información a todas las camas y le dijo personalmente a McMurphy que comprendía que actuara como lo hizo y que, sin duda, era lo más inteligente que podía hacer; si se le hubiese ocurrido pensar que Mac estaba internado no le hubiera dejado en la estacada como hizo el otro día. Le elijo todo esto a McMurphy mientras nos llevaban a la piscina. Pero cuando llegábamos al agua dijo que, a pesar de todo, hubiera deseado que fuese posible hacer algo, y se zambulló. Y no sé cómo, se le engancharon los dedos en la rejilla que cubre el desagüe, en el fondo de la piscina, y ni el corpulento socorrista, ni McMurphy, ni los dos negros, lograron librarlo de allí. Cuando por fin consiguieron un destornillador, retiraron la rejilla y sacaron a Cheswick del agua, con la rejilla aún adherida a sus gordezuelos dedos azul y rosa, se había ahogado.