Выбрать главу

A veces me llevan con los Agudos y otras no. Un día me llevan con ellos a la biblioteca y me dirijo a la sección de libros técnicos y me quedo mirando los títulos de los manuales de electrónica, textos que conozco de cuando fui al Instituto; recuerdo que las páginas de los libros están llenas de diagramas, ecuaciones y teorías: cosas rígidas, infalibles, seguras.

Quiero mirar uno de esos libros, pero me da miedo hacerlo. Me asusta hacer cualquier cosa. Siento como si flotase a media altura en el polvoriento aire amarillo de la biblioteca. Las filas de libros se balancean sobre mi cabeza, enloquecidas, zigzagueantes, forman infinidad de ángulos distintos entre sí. Un estante se ladea un poco hacia la izquierda, el otro hacia la derecha. Uno se inclina sobre mi cabeza y no comprendo cómo no se caen los libros. Y en esta posición se extiende muy, muy arriba, hasta perderse de vista; por todas partes me rodean desvencijadas filas de libros apuntaladas con listones y tarugos para que no se caigan, sostenidas por largas varas, apoyadas contra escaleras. Si cogiese un libro, sabe Dios qué terrible desastre podría desencadenar.

Oigo entrar a alguien; es uno de los negros de nuestra galería y le acompaña la mujer de Harding. Cuando entran en la biblioteca, están charlando y sonríen.

– Ven aquí, Dale -dice el negro y llama a Harding que está leyendo un libro-, mira quién ha venido a visitarte. Le he dicho que no es hora de visita, pero no ha parado hasta convencerme de que la acompañara hasta aquí. -La deja de pie frente a Harding y se marcha con estas misteriosas palabras-: ahora no lo olvide, ¿entendido?

Ella le envía un beso con la punta de los dedos, luego se vuelve hacia Harding con un provocador meneo de caderas.

– Hola, Dale.

– Cariño -dice él, pero no hace ningún gesto de acercarse a ella. Lanza una mirada a todos los que están a su alrededor.

Ella es tan alta como él. Lleva zapatos de tacón alto y un bolso negro, que no cuelga de una correa, sino que lo sostiene como si fuera un libro. Sus uñas destacan rojas como gotas de sangre contra el reluciente cuero negro del bolso.

– Eh, Mac -Harding llama a McMurphy que está sentado al otro lado de la sala y mira un libro de historietas-. Si no te molesta interrumpir tus tareas literarias un momento, te presentaré a mi complemento, mi Némesis; también podría emplear la gastada expresión de «media naranja», pero me parece que indica una especie de división básicamente equitativa, ¿no te parece?

Intenta reír y sus finos dedos de marfil se introducen en el bolsillo de su camisa en busca de un cigarrillo, se agita un poco hasta conseguir extraer el último que queda en la cajetilla. El cigarrillo tiembla cuando lo coloca entre sus labios. Ni él ni su mujer han hecho aún ningún gesto de aproximación.

McMurphy se levanta de la silla y se quita la gorra mientras se acerca a ellos. La mujer de Harding le mira y le sonríe, arqueando una ceja.

– Buenas tardes, señora Harding -dice McMurphy.

Ella le lanza una sonrisa aún más amplia que la anterior y responde:

– No puedo soportar eso de señora Harding, Mac; llámeme Vera.

Los tres se acomodan en el sofá donde Harding estaba sentado antes y él comienza a hablar de McMurphy a su mujer y le cuenta cómo puso a raya a la Gran Enfermera y ella sonríe y dice que no le extraña en absoluto. Harding se va entusiasmando con el relato y se olvida de sus manos que se agitan en el aire frente a él y van trazando un cuadro que no cuesta adivinar, representan todos los hechos en pasos de baile al compás de su voz, cual dos hermosas bailarinas vestidas de blanco. Sus manos pueden convertirse en cualquier cosa. Pero en cuanto acaba de contar lo sucedido, advierte que McMurphy y su mujer están mirando las manos y las esconde entre las rodillas. Se ríe de este gesto y su mujer le dice:

– Dale, ¿cuándo aprenderás a reír en vez de soltar ese chillido de rata?

Es lo mismo que comentó McMurphy refiriéndose a la risa de Harding el día que llegó, pero, según cómo, suena distinto; cuando McMurphy lo dijo, Harding se tranquilizó, en cambio al oírselo decir a ella se ha inquietado aún más.

Ella pide un cigarrillo y Harding vuelve a hurgar con los dedos en el bolsillo pero está vacío.

– Nos los racionan -dice y hace un gesto como si quisiera ocultar el cigarrillo a medio fumar que tiene en la mano-, sólo una cajetilla al día. Con esa cantidad no caben galanterías, mi querida Vera.

– Oh, Dale, siempre te quedas corto, ¿verdad?

Sus ojos adquieren una mirada febril y huidiza cuando levanta la vista hacia ella y le sonríe.

– ¿Hablas en términos simbólicos o te refieres al detalle concreto de los cigarrillos? Bueno, no importa; sabes cuál es la respuesta, cualquiera que sea la intención de la pregunta.

– No pretendía decir ninguna cosa más de lo que dije, Dale…

– No pretendías decir nada, cariño; «ninguna cosa» no es muy correcto. McMurphy, el lenguaje de Vera puede parangonarse al tuyo en cuanto a incultura. Escucha, cariño, debes comprender que «ninguna cosa» significa…

– ¡Muy bien! ¡Basta ya! Lo dije en los dos sentidos. Tómalo como quieras. Quería decir que no tienes bastante de ninguna cosa ¡y punto!

– Bastante de nada, tontuela. Ella se lo queda mirando un segundo, luego se vuelve hacia McMurphy que está sentado a su lado.

– ¿Y usted, Mac? ¿Es capaz de hacer algo tan sencillo como ofrecerle un cigarrillo a una chica?

Él ya tiene la cajetilla en el regazo. La mira como si deseara que no estuviese allí, luego responde:

– Cómo no, siempre tengo cigarrillos. La verdad es que soy un gorrón. Fumo de gorra siempre que puedo, por eso la cajetilla me dura más que a Harding. Él sólo fuma los suyos y es más fácil que se le terminen que…

– No tienes por qué intentar excusar mis defectos, amigo. No va con tu carácter ni tampoco mejora el mío.

– No, no lo mejora -dice la chica-. Lo único que tienes que hacer es encenderme el cigarrillo.

Y se inclina tanto para que le dé fuego que puedo verle hasta el fondo del escote desde el otro extremo de la habitación.

Continúa hablando un rato de los amigos de Harding que ella quisiera que no fueran por su casa a ver si está.

– Ya sabe a quiénes me refiero, ¿verdad, Mac? -dice-. Esos chicos con un hermoso pelo largo perfectamente peinado y unas finas muñecas que se mueven con tanta elegancia.

Harding le pregunta si sólo iban a verle a él y ella dice que los hombres que van a verla a ella agitan algo más que sus finas muñecas.

De pronto se levanta bruscamente y dice que es hora de marcharse. Estrecha la mano de McMurphy, dice que espera volverle a ver algún día y sale de la biblioteca. McMurphy se queda mudo. Todos levantan la cabeza al oír su taconeo por el pasillo y la ven alejarse hasta que se pierde de vista.

– ¿Qué te parece? -dice Harding.

McMurphy farfulla: -Tiene un estupendo par de parachoques -es lo único que se le ocurre decir-. Tan grandes como los de la Ratched.

– No me refería a su físico, amigo. Quiero decir qué…

– ¡Cielo santo, Harding! -grita bruscamente McMurphy-. ¡No sé qué pensar! ¿Qué esperas de mí? ¿Que haga de consejero matrimonial? Sólo sé una cosa: en el fondo nadie es demasiado fantástico y tengo la impresión de que todos dedican la mayor parte de su vida a fastidiar a los demás. Ya sé qué es lo que quieres que piense; te gustaría que me compadeciese de ti, que pensase que es una verdadera arpía. Bueno, tú tampoco fuiste muy gentil. Vete al cuerno tú y tus «¿qué te parece?», ya tengo bastantes problemas sin necesidad de ocuparme de los tuyos. Así que, ¡largo!

Lanza una intimidante mirada a los demás pacientes que hay en la biblioteca.

– Sí, ¡largo todos! ¡Dejadme en paz, maldita sea!

Y vuelve a encasquetarse la gorra y se instala otra vez en su asiento al otro lado de la habitación, con su revista en la mano. Todos los Agudos se miran con la boca abierta. ¿Por qué les estará gritando? Nadie le ha molestado. Nadie le ha dicho nada desde que se dieron cuenta de que quería portarse bien para que no prolongasen su período de internamiento. Ahora les ha sorprendido que explotase de ese modo con Harding y no comprenden sus ademanes al coger la silla y hundirse en ella con la revista pegada a la cara, como si quisiera impedir que le mirasen o bien como si no quisiera mirar a los demás.

Por la noche, a la hora de la cena, le pide disculpas a Harding y dice que no sabe qué mosca le picó en la biblioteca. Harding dice que a lo mejor fue a causa de su mujer; suele enervar a la gente. McMurphy se queda con la mirada fija en su café:

– No sé, chico. Acabo de conocerla esta tarde. Por tanto, seguro que no puede ser ella la que me ha provocado las terribles pesadillas de esta última semana.

– Pero, señor McMurphy -chilla Harding, procurando imitar al joven interno que viene a las reuniones-, tiene que contarnos esas pesadillas. Espere un momento que coja papel y lápiz. -Harding intenta hacerse el gracioso para quitarle importancia al hecho de que el otro le haya pedido disculpas. Coge una servilleta y una cuchara y finge que se dispone a tomar notas-. Veamos. Con-créete, ¿qué vio exactamente en esas – ah- pesadillas?

McMurphy ni siquiera esboza una sonrisa.

– No sé, chico. Sólo caras, creo que… sólo eso, caras.

A la mañana siguiente, Martini se sitúa ante el panel de mandos de la sala de baños y finge ser un piloto. Los que juegan al póquer interrumpen la partida para sonreír ante el espectáculo.

– EeeeeeeaaaahHOOooomerrrrr. Base llama a nave, base llama a nave: se ha detectado un objeto a cuatro o seiscientos pies… parece un proyectil enemigo. ¡Alerta! EeeeeahhhOOOmmm.

Gira un mando, levanta una palanca y se inclina con la nave. Gira hasta «máximo» la aguja del dial situado junto al panel, pero de los grifos que rodean la cuadrada casilla embaldosada frente a él no sale ni una gota de agua. Ya no se usa la hidroterapia y nadie se ha preocupado de conectar el agua. Los relucientes aparatos cromados y el panel de acero no se han usado nunca. A excepción de los cromados, el panel y la ducha son idénticos a los aparatos de hidroterapia que usaban en el antiguo hospital hace quince años: grifos situados estratégicamente para lanzar chorros de agua sobre el cuerpo del paciente desde todos los ángulos, un técnico con un delantal de goma manipula los mandos de ese panel, de pie en el otro extremo de la habitación, determina qué grifos deben emitir un chorro y hacia dónde, con qué intensidad y a qué temperatura -el chorro se abre suave y relajante, luego se concentra, penetrante como una aguja- uno está ahí colgado entre los grifos, sujeto con tiras de lona y se bambolea, empapado e inerte, mientras el técnico se divierte con su juguete.