Выбрать главу

Cuando llegó al centro de la sala de estar, la chica se detuvo, y entonces advirtió que la rodeaba un círculo de cuarenta hombres vestidos de verde con los ojos desorbitados, el silencio era tan grande que se podía oír el gruñido de las tripas y, a lo largo de la hilera de los crónicos, se oía el sonido, pop, de los catéteres al desprenderse.

Se quedó quieta un minuto, mientras buscaba a McMurphy con la mirada, y todos pudimos contemplarla a placer. Una nube de humo azul pendía del techo sobre su cabeza; creo que los aparatos sufrieron un cortocircuito en toda la galería, al querer adaptarse a su súbita aparición: hicieron sus cálculos electrónicos y descubrieron que, simplemente, no estaban preparados para encargarse de semejante fenómeno en la galería y se quemaron, como un suicidio mecánico.

Llevaba una camiseta blanca como la de McMurphy, pero mucho más pequeña, zapatillas de tenis blancas y pantalones Levis cortados más arriba de las rodillas, sería para que la sangre pudiera circular hasta sus pies, y la tela parecía muy insuficiente, teniendo en cuenta todo lo que tenía que cubrir. Un número mucho mayor de hombres debía haberla visto con bastante menos ropa, pero, dadas las circunstancias, se agitó nerviosa como una colegiala en un escenario. Nadie habló mientras la contemplábamos. Martini susurró que se veía la fecha de las monedas que tenía en el bolsillo de los Levis, tan apretados los llevaba, pues estaba más cerca y podía verla mejor que los demás.

Billy Bibbit fue el primero en levantar la voz, aunque no exactamente para emitir una palabra, sino un bajo, casi doloroso silbido que la describía mejor que cualquier frase. Ella rió y le dio las gracias, y él se puso tan encarnado que ella también se ruborizó, en señal de simpatía, y volvió a reír. Esto desencadenó una gran actividad. Todos los Agudos se acercaron e intentaron hablarle a la vez. El doctor tiró a Harding de la chaqueta, preguntándole quién era. McMurphy se levantó de su silla y se le acercó, abriéndose paso entre la muchedumbre, y cuando ella lo vio se echó en sus brazos y dijo: -McMurphy, bribón-, y luego se sintió cohibida y se ruborizó una vez más. Cuando se ruborizaba no parecía tener más de dieciséis o diecisiete años, lo juro.

McMurphy le presentó a todo el mundo y ella estrechó todas las manos. Cuando le tocó el turno a Billy, volvió a agradecerle su silbido. La Gran Enfermera se escurrió fuera de la casilla, con una sonrisa, y le preguntó a McMurphy cómo esperaba que pudiéramos meternos diez en un coche, y él preguntó si no podría tomar prestado algún coche del personal y conducir él mismo a un grupo, y ella citó una norma que lo prohibía, exactamente como todos esperábamos. Dijo que, a menos que otro conductor firmase un Formulario de Responsabilidad, la mitad de la tripulación tendría que quedarse. McMurphy le explicó que tendría que pagar cincuenta malditos dólares para cubrir la diferencia; tendría que devolverles el dinero a los que no fueran.

– Entonces tal vez lo mejor será anular esa excursión -dijo la enfermera-, y reembolsar todo el dinero.

– Ya he alquilado el barco; ¡el tipo ya ha cobrado setenta dólares!

– ¿Setenta dólares? No me diga… Creí haberle oído decir a los pacientes que tenía que recoger cien dólares, más diez que pondría usted, para financiar la excursión, señor McMurphy.

– Pensaba pagar la gasolina para el viaje de ida y vuelta.

– Pero, eso no suma treinta dólares, ¿verdad?

Le lanzó una sonrisa, toda amabilidad, mientras esperaba su respuesta. Él levantó las manos al cielo y miró al techo.

– Vaya, no se le escapa ni una, señorita Fiscal del Distrito. Desde luego, pensaba guardarme lo que sobrase. No creo que los chicos le dieran ninguna importancia. Supuse que podía cobrarme todas las molestias…

– Pero sus planes han fallado -dijo ella. Seguía sonriéndole, toda simpatía-. No puede triunfar en todas sus pequeñas especulaciones, Randle, y, a decir verdad, creo que sus éxitos ya han sido más que suficientes -se quedó pensando en algo de lo que no me cabía la menor duda que volveríamos a oír hablar-. Sí. No hay un Agudo en la galería que no le haya firmado un pagaré en uno u otro momento, en pago de algún «trato» de los suyos, ¿no cree, pues, que esta pequeña derrota tampoco resulta tan terrible?

Y entonces se interrumpió en seco. Advirtió que McMurphy ya no la escuchaba. Estaba observando al doctor. Y el doctor estaba admirando la camiseta de la rubia como si no existiese nada más en el mundo. La sonrisa alicaída de McMurphy se transformó y le inundó la cara al ver el trance del doctor, se encasquetó la gorra, se plantó a su lado de un par de zancadas y le dio un sobresalto al ponerle la mano en el hombro.

– Por todos los santos, doctor Spivey, ¿ha visto alguna vez cómo se debate el salmón en el anzuelo? Uno de los espectáculos más fascinantes de los siete mares. Dime. Candy preciosa, te gustaría explicarle al doctor todo lo de la pesca de altura y demás…

Entre los dos, McMurphy y la chica no tardaron ni dos minutos en convencer al doctorcito que cerró su oficina y reapareció por el pasillo, embutiendo papeles en una cartera.

– Puedo resolver un montón de papeleo en el barco – le explicó a la enfermera y pasó de largo a toda prisa, sin darle tiempo a responder, y el resto de la tripulación salió tras él, más lentamente, lanzando sonrisas a la enfermera que se había quedado de pie junto a la puerta de la casilla.

Los Agudos que no venían se agolparon en la puerta de la sala de estar, diciéndonos que no trajéramos la pesca hasta que estuviera limpia, y Ellis libró las manos de los clavos que lo sujetaban a la pared, estrechó la de Billy Bibbit y le dijo que se portara como un pescador de hombres.

Y Billy, con los ojos fijos en las chinchetas de latón de los Levis de la chica que en ese momento salía de la sala de estar, guiñó un ojo y le dijo a Ellis que se fuera al diablo con esas tonterías de pescar hombres. Se reunió con los demás en la puerta y el negro bajito nos dejó pasar, echó la llave, y salimos al exterior.

El sol que asomaba entre las nubes teñía de un color rosáceo la fachada de ladrillo del hospital. Una tenue brisa iba derribando las escasas hojas que aún quedaban en las encinas y las iba amontonando pulcramente contra la verja de alambre en espiral. Unos pajaritos pardos se posaban de vez en cuando sobre la verja; cuando un montón de hojas chocaba contra ella, los pájaros se elevaban arrastrados por el viento. A primera vista, parecía que, al chocar contra la verja, las hojas se convertían en pájaros que salían volando.

Era un espléndido día de otoño impregnado del olor de las hojas secas al quemarse y lleno del griterío de los niños que daban puntapiés a las pelotas y del ronroneo de pequeños aviones, y todos deberíamos alegrarnos por el mero hecho de estar fuera. Pero nos quedamos muy quietos, formando un silencioso grupo, con las manos en los bolsillos, mientras el doctor iba a buscar su coche. Un grupo silencioso, que observaba cómo los automovilistas aminoraban la marcha al pasar camino del trabajo para mirar a todos aquellos lunáticos con sus uniformes verdes. McMurphy advirtió nuestro malestar e intentó subirnos los ánimos con bromas y chistes de doble sentido dirigidos a la chica, pero, por el contrario, eso nos hizo sentir aún peor. Todos pensábamos qué sencillo sería volver a la galería y decir que habíamos decidido que la enfermera tenía razón; con un viento como ése, seguro que el mar estaría demasiado agitado.

Llegó el doctor y todos subimos y nos pusimos en marcha, yo, George, Harding y Billy Bibbit subimos en el coche de McMurphy y la chica, Candy; y Fredrickson, Sefelt, Scanlon, Martini, Tadem y Gregory siguieron detrás, en el coche del doctor. Todos estábamos terriblemente callados. Nos detuvimos en una gasolinera, como a un kilómetro del hospital; el doctor llegó a continuación. Fue el primero en bajar, y el hombre de la gasolinera se acercó a paso ligero, con una gran sonrisa, mientras se secaba las manos con un trapo. Luego dejó de sonreír y pasó de largo junto al doctor para mirar qué había en los coches. Retrocedió, secándose aún las manos con el trapo manchado de aceite, y frunció el entrecejo. El doctor agarró nervioso la manga del tipo, sacó un billete de diez dólares y se lo introdujo en la mano como si estuviera plantando una mata de tomates.

– Ah, ¿podría llenar los dos depósitos de normal? -preguntó el doctor. Encontrarse fuera del hospital le ponía tan nervioso como a los demás-. Ah, ¿por favor?

– Esos uniformes -dijo el hombre de la gasolinera-, ¿son del hospital que hay aquí cerca, verdad? -Miró a su alrededor para ver si encontraba una llave inglesa u otro objeto contundente a mano y se situó junto a un montón de cajas de botellas de gaseosa vacías-. Ustedes son de ese manicomio.

El doctor buscó sus gafas y también nos miró, como si hasta entonces no se hubiera fijado en los uniformes.

– Sí. Quiero decir, no. Somos, son del manicomio, pero trabajan allí, no son pacientes, claro que no. Trabajan allí.

El hombre miró de reojo al doctor, y a los demás, y salió a decirle algo al oído a su compañero que estaba más atrás, entre las máquinas. Estuvieron hablando un minuto, y el otro tipo le preguntó a gritos al doctor que quiénes éramos, él repitió que trabajábamos en el manicomio, y los dos tipos soltaron una carcajada. Adiviné por su risa que habían decidido vendernos la gasolina -probablemente sería floja, sucia y diluida y nos cobrarían el doble del precio normal-, pero eso no me hizo sentirme mejor. Vi que todos estaban bastante incómodos. La mentira del doctor nos hizo sentir aún peor; no tanto a causa de la mentira, sino más bien por la verdad.