Se balancearon así un segundo, jadeando al mismo ritmo que el desagüe; luego, McMurphy apartó al negro de un empujón y se puso en cuclillas, se protegió la mandíbula con los hombros y blandió los puños a ambos lados de la cabeza, dando vueltas en torno al otro.
La ordenada y silenciosa fila de hombres desnudos se transformó en un círculo de gritos, los miembros y los cuerpos se entrelazaron en un anillo de carne humana.
Los brazos negros embistieron contra la cabeza pelirroja agachada y contra el cuello de toro e hicieron saltar sangre de la ceja y la mejilla. El negro se apartó dando saltos. Era más alto, sus brazos eran más largos que los gruesos brazos rojos de McMurphy, sus puños más rápidos y penetrantes y conseguía machacarle la cabeza y los hombros sin necesidad de acercarse demasiado. McMurphy siguió avanzando -trabajosos pasos de los pies planos, la cabeza gacha que apenas asomaba entre los puños tatuados- hasta conseguir acorralar al negro contra el círculo de hombres desnudos, y entonces le lanzó un puñetazo al centro del blanco pecho almidonado. El rostro de pizarra se hendió dejando ver la cavidad sonrosada y una lengua color helado de fresa lamió los labios. Hizo un quite al potente ataque de McMurphy y consiguió meterle un par de golpes antes de que el puño le alcanzase de lleno otra vez. La boca se abrió aún más que antes, como una mancha de un color nauseabundo.
McMurphy estaba lleno de señales rojas en la cabeza y los hombros, pero no parecía muy lastimado. Seguía atacando, recibiendo diez golpes por cada uno que conseguía colocar. Así continuó la pelea, arriba y abajo por toda la sala de duchas, hasta que el negro empezó a jadear y a tambalearse y a concentrar sus esfuerzos en esquivar los rojos brazos que seguían martilleando. Los chicos le gritaban a McMurphy que lo tumbase. McMurphy no se precipitó.
El negro salió dando tumbos bajo el impacto de un golpe en el hombro y lanzó una rápida mirada de soslayo a los otros dos que le observaban.
– ¡Williams… Warren… malditos!
El otro negro alto empezó a apartar a la gente y agarró los brazos de McMurphy por detrás. El se lo sacudió de encima, como si fuese un toro sacudiéndose un mono, pero el negro, volvió a la carga en el acto.
Así que fui y lo cogí y lo lancé bajo la ducha. Estaba lleno de tubos; no pesaría más de siete o diez kilos.
El negro bajito balanceó la cabeza de un lado a otro, dio media vuelta y corrió hacia la puerta. Cuando estaba mirando cómo desaparecía, el otro salió de la ducha y me hizo una llave -introdujo los brazos bajo los míos, por detrás, y enlazó las manos en mi nuca y tuve que correr de espaldas hacia la ducha y aplastarlo contra las baldosas, y mientras estaba ahí tendido bajo el chorro e intentaba ver cómo McMurphy le rompía unas cuantas costillas más a Washington, el que tenía colgado detrás empezó a morderme el cuello y tuve que zafarme de él. Entonces se quedó quieto, mientras el almidón del uniforme se iba disolviendo y desaparecía por el desagüe gorgoteante.
Cuando, por fin, regresó el negro bajito con correas, camisas de fuerza, mantas y cuatro auxiliares más de la galería de Perturbados, todo el mundo se estaba vistiendo y nos estrechaba la mano a McMurphy y a mí, comentando que ya se lo habían ganado hacía tiempo y qué pelea más fantástica, qué victoria más rotunda. Y siguieron hablando de este modo, para animarnos y para que nos sintiéramos mejor, siguieron diciendo qué pelea, qué victoria… mientras la Gran Enfermera ayudaba a los de Perturbados a sujetarnos las blandas manillas de cuero a las muñecas.
En la sala de Perturbados se oye continuamente un eterno traqueteo de sala de máquinas muy agudo, como un taller de la cárcel en el que prensan matrículas de coche. Y el tiempo se contabiliza en base al di-doc, di-doc de una mesa de ping-pong. En su recorrido personal, los hombres llegan hasta una pared, hincan un hombro, dan media vuelta y reanudan el recorrido hasta otra pared, hincan un hombro, dan media vuelta y siguen su camino, a cortos pasos rápidos, van gastando las baldosas del suelo dejando roderas que se entrecruzan, con una mirada de sed enjaulada en los ojos. Hay un olor a chamuscado de hombres enloquecidos de terror y fuera de todo control, y en los rincones y bajo la mesa de ping-pong se agazapan criaturas que rechinan los dientes y a los que los médicos y las enfermeras no pueden ver y los ayudantes no pueden matar con desinfectante. Cuando se abrió la puerta de la galería sentí ese olor a chamuscado y oí el rechinar de dientes.
Cuando McMurphy y yo llegamos acompañados de los enfermeros, junto a la puerta nos acogió un viejo, alto y huesudo, colgado de un alambre que le habían introducido entre los omóplatos. Nos examinó con unos ojos amarillos, escamosos, y meneó la cabeza.
– Yo me lavo las manos en este asunto -le dijo a uno de los enfermeros negros, y el alambre empezó a arrastrarlo pasillo abajo.
Le seguimos hasta la sala de estar, y McMurphy se detuvo junto a la puerta, separó las piernas e irguió la cabeza para echar un vistazo; intentó meterse los pulgares en los bolsillos, pero las manillas estaban demasiado apretadas.
– Todo un panorama -masculló entre dientes.
Hice una señal de asentimiento. Ya había visto todo eso en anteriores ocasiones.
Un par de tipos que se paseaban arriba y abajo se detuvieron a mirarnos un momento y el viejo huesudo volvió a arrastrarse hasta nosotros y se lavó las manos de todo el asunto. Al principio nadie nos prestó mucha atención. Los enfermeros se dirigieron a la Casilla de las Enfermeras y nos dejaron allí, de pie junto a la puerta de la sala de estar. A McMurphy se le había hinchado el ojo en un guiño permanente y comprendí que le dolían los labios al sonreír. Levantó las manos esposadas, se quedó mirando el movimiento traqueteante y suspiró profundamente:
– Me llamo McMurphy, amigos -dijo arrastrando las palabras como un vaquero de película-, y quiero saber quién es el guapo que dirige las partidas de póquer en este local.
El reloj de ping-pong se detuvo después de un rápido tictaqueo sobre el suelo.
– No soy muy bueno para el «veintiuno», así atado, pero juro que soy un as para el póquer.
Bostezó, levantó un hombro, se agachó, carraspeó y escupió algo en una papelera metálica a unos dos metros de distancia; la papelera tintineó con un ting y él volvió a incorporarse, sonrió y se pasó la lengua por el hueco sanguinolento que le habían dejado entre los dientes.
– Tuvimos un altercado ahí abajo. Yo y el Jefe, aquí, tuvimos un encontronazo con dos monos grasientos.
A esas alturas ya se había acallado todo el alboroto del taller de prensado y todo el mundo había levantado los ojos para contemplarnos a los dos, allí en la puerta. McMurphy atraía las miradas como un pregonero de feria. De pie a su lado, descubrí que no me quedaba más remedio que exponerme también a esas miradas, y al ver que me observaban sentí la necesidad de erguirme, tan tieso y alto como pude. Ello me provocó una punzada de dolor en la espalda, donde me había golpeado al caer en la ducha con el negro encima, pero no aflojé. Se me acercó un mirón hambriento con una mata de hirsuto pelo negro y me tendió la mano como si esperase que le diera algo. Intenté ignorarlo, pero hacia dondequiera que volviese la mirada, seguía saltándome por delante como un niño, con la mano ahuecada tendida hacia mí.
McMurphy estuvo hablando un rato de la pelea y la espalda empezó a dolerme más y más; había pasado tanto tiempo agazapado en mi silla en el rincón que me resultaba difícil mantenerme erguido mucho rato seguido. Me alegré cuando vino una enfermera japonesa bajita y nos condujo a la Casilla de las Enfermeras donde tuve oportunidad de sentarme y descansar.
Nos preguntó si ya nos habíamos tranquilizado lo suficiente para que pudiera quitarnos las manillas y McMurphy asintió. Se había hundido en la silla con la cabeza gacha y los codos entre las rodillas y se le veía completamente exhausto; no se me había ocurrido pensar que a él le costaba tanto trabajo mantenerse erguido como a mí.
La enfermera -no más grande que el extremo más delgado de la nada afilado en una punta muy fina, según comentaría después McMurphy- nos desató las manillas y a McMurphy le dio un cigarrillo y a mí un chicle. Dijo que recordaba que me gustaba el chicle. Yo no la recordaba en absoluto. McMurphy empezó a fumar mientras ella hundía la mano llena de sonrosadas velitas de cumpleaños en un frasco de ungüento e iba curando sus heridas, estremeciéndose cada vez que él se estremecía y pidiéndole excusas. Le cogió una mano entre las suyas, la volvió y le untó los nudillos.
– ¿Quién fue? -preguntó, mientras observaba los nudillos-. ¿Washington o Warren?
McMurphy levantó los ojos para mirarla.
– Washington -respondió con una sonrisa-. El Jefe, aquí, se ocupó de Warren.
Ella dejó la mano y se volvió hacia mí. Pude ver los diminutos huesecillos de pájaro de su rostro.
– ¿Te duele algo?
Moví la cabeza.
– ¿Y qué fue de Warren y Williams?
McMurphy le dijo que seguramente lucirían algo de yeso la próxima vez que los viera. Ella asintió y bajó la vista.
– No todo es igual que la galería de ella -dijo-. Muchas cosas se parecen, pero no todo. Enfermeras militares que intentan dirigir un hospital militar. Ellas mismas están un poco enfermas. A veces pienso que todas las enfermeras solteras deberían ser despedidas al cumplir los treinta y cinco.
– Al menos todas las enfermeras militares solteras -añadió McMurphy. Preguntó durante cuánto tiempo podríamos gozar del placer de su hospitalidad.
– Me temo que no mucho.
– ¿Teme que no mucho? -le preguntó McMurphy.
– Sí. A veces preferiría retener a los hombres aquí en vez de devolverlos, pero ella tiene prioridad. No, lo más probable es que no estén mucho… quiero decir… como están ahora.
En la galería de Perturbados todas las camas desafinan, están demasiado tensas o demasiado flojas. Nos dieron camas vecinas. No me ataron una sábana de través, aunque me dejaron una mortecina lucecita encendida junto a la cama. A media noche alguien gritó: «¡Indio, estoy empezando a dar vueltas! ¡Mírame, mírame!» Abrí los ojos y vi dos hileras de largos dientes amarillos que relucían muy cerca de mis ojos. Era el tipo de aspecto hambriento. «¡Estoy empezando a dar vueltas! ¡Mírame, por favor!»