La Gran Enfermera tiene tendencia a alterarse mucho cuando algo impide que su equipo funcione como una máquina bien aceitada, exacta, de precisión. Cualquier objeto desordenado o fuera de lugar o en medio del paso la convierte en un blanco hatillo de sardónica furia. Se pasea arriba y abajo con la misma sonrisa de muñeca, colgada entre la barbilla y la nariz, y con el mismo centellear sereno en los ojos, pero, en el fondo, tensa como el acero. Lo sé, lo noto. Y no se relaja un ápice hasta que consigue que, como ella dice, el estorbo se «someta al Orden».
Bajo su mando, el Interior de la galería está casi perfectamente sometido al Orden. Pero el caso es que ella no puede permanecer siempre en la galería. Algún rato tiene que salir al Exterior. Por ello también tiene puesto un ojo en el sometimiento del mundo Exterior. La colaboración con otras personas como ella a las que yo llamo el Tinglado, gran organización dedicada a someter el Exterior con la misma perfección con que ella ha sometido el Interior, la ha convertido en una auténtica veterana en el arte de someter las cosas. Cuando hace mucho tiempo, yo llegué del Exterior, ya era la Gran Enfermera del lugar y Dios sabe cuántos años llevaba dedicada a someter.
Y la he visto perfeccionarse más y más con los años. La práctica la ha templado y la ha fortalecido y ahora ejerce un firme poder, que se extiende en todas direcciones, a través de hilos finos como un cabello, invisibles a todas las miradas excepto la mía; la veo ahí sentada en el centro de su red de hilos como un vigilante robot, observo cómo controla su red con mecánica habilidad de insecto, cómo sabe a cada instante a dónde conduce cada hilo y qué voltaje debe aplicarle para obtener el resultado deseado. Fui ayudante de electricista en el campamento antes de que el Ejército me enviase a Alemania y estudié un poco de electrónica el año que estuve en el instituto, así aprendí cómo funcionan estas cosas.
Sus fantasías ahí en el centro de esos hilos la llevan a un mundo de precisión, de eficiencia y de orden semejante a un reloj de bolsillo con el dorso transparente; a un lugar donde sea imposible no respetar el horario y en el cual todos los pacientes que no están en el Exterior, obedientes bajo su fulgor, son Crónicos rodantes con catéteres que conectan directamente la pernera de cada pantalón con la cloaca que corre bajo el suelo. Año tras año ha ido acumulando su equipo ideaclass="underline" médicos, de todo tipo y edad, han venido y se han enfrentado a ella con ideas propias sobre la manera de dirigir una galería, algunos con coraje suficiente para defender sus ideas, y ella ha fijado su mirada de hielo seco en esos médicos, un día y otro, hasta que han emprendido la retirada con escalofríos muy poco naturales. «La verdad es que no sé qué me pasa», le han dicho al encargado del personal. «Desde que empecé a trabajar en esa galería con esa mujer siento como si tuviera amoníaco en las venas. No paro de temblar, mis hijos no quieren sentarse en mis rodillas, mi mujer no quiere acostarse conmigo. Exijo que me trasladen… al rincón de neurología, al depósito de borrachos, a pediatría, ¡tanto me da!»
Lleva años haciendo lo mismo. Los médicos duran tres semanas, tres meses. Hasta que por fin se ha quedado con un hombrecillo de ancha frente y de amplios pómulos salientes, y con una arruga entre los diminutos ojillos, como si en alguna ocasión hubiera usado unas gafas demasiado pequeñas, y durante tanto tiempo que le hundieron la cara en el medio; y, por ello, ahora lleva las gafas atadas con una cinta a un botón; las gafas se balancean sobre el puente rojizo de su naricilla y no paran de resbalar hacia uno u otro lado, de modo que mientras habla siempre está balanceando la cabeza para mantenerlas en equilibrio. Ése es su médico.
Los tres muchachos negros del servicio de día los adquirió al cabo de otros tantos años de probar y rechazar a miles. Se iban presentando ante ella en una larga fila negra de enfurruñadas máscaras chatas, llenos de odio hacia ella y su blancura de muñeca de yeso desde el primer vistazo. Ella ha sopesado a los muchachos y su odio durante un mes poco más o menos, luego los ha despedido porque no sentían el odio suficiente. Cuando por fin ha dado con los tres que deseaba -los ha conseguido de uno en uno, a lo largo de varios años, y los ha ido incorporando a su plan de acción y a su red- no le cabía la menor duda de que su odio era suficiente para que resultaran eficaces.
El primero lo ha obtenido cuando yo ya llevaba cinco años en la galería, un retorcido enano sinuoso color de alquitrán frío. Su madre fue violada en Georgia frente a los ojos de su padre al que habían atado a la estufa caliente con riendas de cuero, chorreando sangre en sus zapatos. El chico lo vio todo desde un armario, tenía cinco años y torcía el ojo para espiar por la rendija entre la puerta y el marco, después ya no creció ni una pulgada más. Ahora los párpados le cuelgan de la frente, finos y lacios, como si tuviera un murciélago posado en el puente de la nariz. Párpados como fino cuero gris, apenas los levanta un poco cuando entra un nuevo blanco en la galería, espía por debajo y examina al hombre de arriba abajo y hace un único gesto de asentimiento como si, oh claro, hubiera comprobado algo que ya sabía de todos modos. Cuando empezó a trabajar quería traerse un calcetín lleno de perdigones para poner a raya a los pacientes, pero ella le dijo que ya no se hacía así, le hizo dejar la porra en casa y le enseñó su propia técnica, le enseñó a no dejar ver su odio y a conservar la calma y esperar, esperar una pequeña ventaja, una pequeña vacilación, y entonces apretar la cuerda y no aflojar. Nunca. Así se les pone a raya, le enseñó.
Los otros dos negros llegaron dos años después, entraron a trabajar con sólo un mes de diferencia, aproximadamente, y los dos se parecen tanto que pienso que ella mandó hacer una copia del primero que vino. Son altos y angulosos y huesudos y tienen esculpida en las caras semejantes puntas de flecha de piedra, una expresión que no cambia nunca. Sus ojos se contraen en una mirada perversa. Si uno roza su cabello le raspa la piel como una lija.
Los tres son negros como teléfonos. Cuanto más negros, así lo descubrió ella a base de observar a la larga fila negra que les precedió, cuanto más negros más tiempo suelen dedicar a limpiar y fregar y poner orden en la galería. Por ejemplo, los tres chicos llevan siempre el uniforme inmaculado como la nieve. Tan blanco y frío y tieso como el de ella.
Los tres llevan níveos pantalones almidonados y camisas blancas con broches de metal en un costado y zapatos blancos relucientes como el hielo y los zapatos tienen suelas de caucho rojo que recorren el pasillo silenciosas como ratones. Nunca hacen el menor ruido al moverse. Aparecen en distintos lugares de la galería cada vez que un paciente cree poder burlar la vigilancia para estar a solas o para susurrar un secreto a otro. Un paciente está solo en un rincón y de pronto se oye un chillido y siente que se le hiela la mejilla y se vuelve hacia ese lado y ahí ve una fría máscara de piedra que flota sobre su cabeza junto a la pared. Sólo ve la cara negra. Sin cuerpo. Las paredes son blancas como los trajes blancos, limpias y relucientes como las puertas de una nevera, y la cara y las manos negras parecen flotar frente a ellas como espectros.
Años de aprendizaje y los tres muchachos negros sintonizan cada vez mejor con la onda de la Gran Enfermera. Uno a uno van desconectando los hilos directos y aprendiendo a operar a través de ondas. Ella nunca da órdenes en voz alta ni deja instrucciones escritas que podrían ser halladas por una esposa o una profesora durante una visita. Ya no necesita hacerlo. Están en contacto a través de una onda de odio de gran voltaje y los negros corren a ejecutar sus órdenes aun antes de que a ella se le hayan ocurrido.
Y cuando la enfermera ha reunido su equipo, la eficiencia cae sobre la galería como un reloj de vigilante. Todo lo que los muchachos piensan y dicen y hacen es planeado con meses de antelación, en base a las pequeñas anotaciones que la enfermera hace durante el día. Estas notas las mecanografían y las introducen en la máquina que oigo zumbar detrás de la puerta de acero, al fondo de la Casilla de las Enfermeras. De la máquina sale una serie de Tarjetas de Instrucciones, perforadas según un esquema de pequeños agujeritos cuadrados. Al empezar cada nuevo día se introduce la tarjeta correspondiente a la fecha en una ranura de la puerta de acero y las paredes se ponen a zumbar: a las seis treinta se encienden las luces del dormitorio; los Agudos saltan de la cama tan deprisa como pueden azuzarlos los negros, que los ponen a trabajar, a lustrar el suelo, a vaciar ceniceros, a pulir las rayas de la pared ahí donde un compañero el día anterior se desplomó en un terrible estremecimiento de humo y olor de goma quemada al saltarle sus fusibles. Los Rodantes dejan caer sus muertas piernas de palo y se quedan allí sentados, como estatuas, en espera de que alguien les acerque una silla de ruedas. Los Vegetales se mean en la cama y conectan una descarga eléctrica y un zumbador, que les hace rodar sobre las baldosas hasta el lugar donde los negros pueden darles un manguerazo y enfundarlos en un uniforme limpio…
A las seis cuarenta y cinco zumban las máquinas de afeitar y los Agudos se alinean en orden alfabético frente a los espejos, A, B, C, D… Los Crónicos ambulantes como yo entran cuando han terminado los Agudos, luego empujan las sillas de ruedas de los Rodantes. Los tres viejos han salido con una capa de moho amarillento sobre la piel colgante de sus barbillas, y son afeitados en sus tumbonas en la sala de estar, con una correa de cuero en la frente para evitar que se agiten bajo la máquina de afeitar.
Algunas mañanas -en particular, los lunes- me escondo e intento hacerle un quite al horario. Otras mañanas considero más perspicaz ocupar en seguida mi lugar entre la A y la C y marcar el paso como todos los demás, sin levantar los pies -en el suelo hay potentes magnetos que mueven al personal por la galería como muñecos de feria…
A las siete se abre el comedor y se invierte el orden de sucesión: primero los Rodantes, luego los Ambulantes, luego los Agudos, cogen bandejas, platos de cereal, huevos con tocino, tostadas -y esta mañana un melocotón de lata sobre una arrugada y verde hoja de lechuga-. Algunos Agudos les llevan bandejas a los Rodantes. La mayor parte de los Rodantes sólo son Crónicos de piernas débiles, y comen solos, pero hay tres que no pueden moverse en absoluto del cuello para abajo, y muy poco del cuello para arriba. Los llaman Vegetales. Los negros los entran cuando todo el mundo está sentado, colocan sus sillas de ruedas junto a la pared y les traen idénticas fuentes de comida pastosa con pequeñas tarjetitas blancas con las instrucciones dietéticas. Puré Mecánico dicen las instrucciones dietéticas de estos tres desdentados: huevos, jamón, tostadas, tocino, todo molido treinta y dos veces para cada uno en la máquina de acero inoxidable que hay en la cocina. La veo fruncir unos labios partidos, como si fuera el tubo de una aspiradora, y escupir en un plato, con un ruido de establo, un grumo de jamón triturado.