– ¿Hostiles? Pero, señora, si soy manso como un corderito. Hace casi dos semanas que no le sacudo el alquitrán a ningún enfermero. No hay motivo para empezar a extirpar nada ¿no les parece?
Ella mantuvo la sonrisa, como si le rogara que comprendiese su simpatía por él.
– Randle, no es cuestión de extir…
– Además -prosiguió él-, no le serviría de nada cortármelos; tengo otro par en la mesita de noche.
– ¿Otro… par?
– Uno es del tamaño de una pelota de baloncesto, doctor.
– ¡Señor McMurphy!
Su sonrisa se rompió en mil pedazos cuando comprendió que se estaba burlando de ella.
– Pero el otro tiene unas dimensiones que podrían considerarse normales.
Siguió charlando de este modo hasta que llegó la hora de acostarnos. A estas alturas en la galería ya empezaba a respirarse un ambiente jovial, de fiesta mayor, mientras los hombres comentaban en voz baja la posibilidad de celebrar una fiesta si la chica traía alcohol. Todos intentaban atraer la atención de Billy y le guiñaban el ojo y le sonreían cada vez que se volvía. Y cuando formamos la fila para recibir los medicamentos, McMurphy se acercó y le preguntó a la enfermera del crucifijo y la mancha de nacimiento si podía darle un par de vitaminas. Ella le miró sorprendida, le respondió por qué no y le dio unas pastillas del tamaño de huevos de pajarito. Él se las guardó en el bolsillo.
– ¿No va a tomárselas? -preguntó ella.
– ¿Yo? No, válgame Dios, yo no necesito vitaminas. Se las he pedido para mi amigo Billy. Últimamente le veo un poco decaído… debe ser anemia.
– Entonces… ¿por qué no se las da a Billy?
– Lo haré, preciosa, lo haré, pero creo que esperaré hasta medianoche que es cuando le harán verdadera falta… -y se alejó en dirección al dormitorio con un brazo en torno al cuello ruborizado de Billy, haciéndole un guiño a Harding y hundiéndome un dedo en las costillas al pasar, y la enfermera se quedó con los ojos desorbitados, vertiéndose el agua de la jarra sobre un pie.
Es preciso conocer a Billy Bibbit: pese a tener el rostro surcado de arrugas y algunas canas, sigue pareciendo un chiquillo -igual que uno de esos pílleles de prominentes orejas, cara pecosa y dientes de conejo que se pasean silbando descalzos por los calendarios-, y sin embargo no era así, en absoluto. Al verlo de pie junto a alguno de los otros, siempre sorprendía comprobar que era tan alto como el que más y que, mirándolo bien, no tenía grandes orejas ni pecas ni dientes de conejo y que, en realidad, debía tener unos treinta y pico de años.
Sólo una vez le oí decir su edad, lo escuché de lejos, cuando hablaba con su madre en el vestíbulo. Ella era recepcionista en el hospital, una mujer fornida, entrada en carnes, cuyos cabellos pasaban del rubio, al azul, al negro y otra vez al rubio, cada pocos meses, una vecina de la Gran Enfermera, según había oído, y una buena amiga. Siempre que nos dirigíamos a alguna actividad, Billy tenía que detenerse un momento y ofrecerle una mejilla encarnada para que ella pudiera estamparle un beso por encima del mostrador. Los demás nos sentíamos tan incómodos como Billy, y éste es el motivo de que nadie hiciera bromas al respecto, ni siquiera McMurphy.
Una tarde, ya no recuerdo cuánto tiempo hace de eso, nos detuvimos en el vestíbulo, camino de las actividades, y nos distribuimos por los sofás de plástico o afuera, bajo el sol de las dos, mientras uno de los negros telefoneaba a su corredor de apuestas, y la madre de Billy aprovechó la ocasión para dejar su trabajo y llevárselo fuera sobre la hierba, muy cerca de donde estaba sentado yo. Se sentó muy tiesa sobre el césped, con el traje muy apretado, estiró las piernas gordezuelas, enfundadas en medias que me recordaron el color de la tripa de los embutidos, y Billy se tendió a su lado, apoyó la cabeza en su regazo y dejó que ella le acariciara la oreja con un vilano de diente de león. Billy hablaba de buscarse una esposa y de ir algún día a la universidad. Su madre le hacía cosquillas con el vilano y se reía de esas tonterías.
– Pero, cariño, aún te queda mucho tiempo para pensar en eso. Tienes toda una vida por delante.
– Madre, ¡tengo t-t-t-treinta años!
Ella se rió y le hurgó la oreja con la semilla.
– Cariño, ¿parezco acaso la madre de un hombre de mediana edad?
Arrugó la nariz y frunció los labios ante sus ojos y emitió un sonido como de beso húmedo con la lengua, y yo tuve que reconocer que no parecía ni tan solo una madre. Yo mismo no creí que podía tener treinta y un años hasta que, en otra ocasión, me acerqué lo suficiente y conseguí descifrar la fecha de nacimiento que llevaba grabada en la pulsera.
A medianoche, cuando Geever, el otro negro y la enfermera terminaron su turno, y el viejo de color, el señor Turkle, comenzó su guardia, McMurphy y Billy ya estaban levantados, tomando vitaminas, supuse. Salté de la cama, me eché una bata encima y me dirigí a la sala de estar, donde ya estaban charlando con el señor Turkle. Harding, Scanlon, Sefelt y algunos otros también fueron apareciendo. McMurphy le explicaba al señor Turkle lo que debía hacer si venía la chica; en realidad se lo recordaba, pues al parecer ya lo habían discutido todo de antemano un par de semanas atrás. McMurphy dijo que lo mejor era dejar entrar a la chica por la ventana, en vez de correr el riesgo de hacerla atravesar el vestíbulo, donde podría estar la supervisora de noche. Y que luego debía abrir el Cuarto de Aislamiento. Sí, ¿no os parece que será un buen nido para los tórtolos? Perfectamente aislado. («Ahhh, McM-m-m-murphy», no paraba de tartamudear Billy.) Y no encender las luces. Así la supervisora no podría ver nada desde fuera. Y cerrar las puertas del dormitorio y no despertar a todos los Crónicos babeantes del lugar. Y no hacer ruido; no debemos molestarles.
– Ah, vamos, M-M-Mac -dijo Billy.
El señor Turkle asentía y bamboleaba la cabeza, como si estuviera medio dormido. Cuando McMurphy dijo: -Supongo que eso es más o menos todo-, el señor Turkle replicó: -No… no del todo-, y se quedó sonriendo, con los ojos fijos en su blanco uniforme y la calva cabeza amarillenta flotando en el extremo del cuello, como un globo atado a un palito.
– Vamos, Turkle. No se arrepentirá. Traerá un par de botellas.
– Eso, eso -dijo el señor Turkle.
Su cabeza se balanceaba de un lado a otro. Parecía costarle un gran esfuerzo mantenerse despierto. Había oído decir que tenía otro empleo durante el día, en un hipódromo. McMurphy se volvió hacia Billy.
– Turkle quiere sacarse algo más, Billy. ¿Cuánto pagarías por no perderte tu pastel?
Antes de que Billy consiguiera dejar de tartamudear para responder, el señor Turkle meneó la cabeza.
– No es eso. No quiero dinero. Esa preciosidad traerá algo más que una botella ¿no es verdad? Vosotros os partiréis algo más que una botella ¿no?
Lanzó una sonrisa a los rostros que le rodeaban.
Billy casi explotó en su esfuerzo por tartamudear algo de que no Candy, ¡no su chica! McMurphy se lo llevó a un lado y le dijo que no debía preocuparse por la castidad de su chica… lo más probable era que para cuando Billy acabase ese viejo tonto estaría tan borracho y dormido que no conseguiría meter una zanahoria en un barreño.
La chica se retrasó otra vez. Nos sentamos en la sala de estar, en bata, y escuchamos cómo McMurphy y el señor Turkle contaban anécdotas del Ejército mientras se pasaban un cigarrillo del señor Turkle, que fumaba de un modo curioso, reteniendo el humo hasta que se le saltaban los ojos. En cierto momento, Harding preguntó qué clase de cigarrillo era ése con un olor tan provocativo y el señor Turkle dijo en voz alta procurando retener el humo:
– Sólo un cigarrillo cualquiera. Ji, ji, sí. ¿Quieres probar un poco?
Billy empezaba a ponerse nervioso, temeroso de que tal vez la chica no se presentase, temeroso de que pudiera presentarse. No paraba de preguntarnos por qué no nos íbamos a acostar en vez de quedarnos sentados en la oscuridad como perros al acecho de algún resto de comida de la cocina, y nosotros sólo le sonreíamos. Nadie tenía ganas de acostarse; no hacía nada de frío y resultaba agradable relajarse en la penumbra y escuchar los relatos de McMurphy y el señor Turkle. Nadie parecía tener sueño y ni siquiera parecía preocuparnos que ya fuesen más de las dos y la chica aún no hubiera aparecido. Turkle sugirió que tal vez se estaba retrasando tanto porque la galería estaba tan oscura que no lograba distinguir cuál era, y McMurphy dijo que era evidente, así que los dos empezaron a recorrer los pasillos y encendieron todas las luces del lugar, incluso estaban a punto de encender las grandes luces del dormitorio, que hacen las veces de despertador, cuando Harding les explicó que eso sólo conseguiría despertar a los demás, que luego querrían compartirlo todo. Aceptaron este argumento y en vez de ello encendieron todas las luces del despacho del doctor.
Apenas habían terminado de iluminar la galería como si fuese pleno día cuando se oyó un golpecito en la ventana. McMurphy acudió corriendo y apretó la cara contra el cristal, protegiéndose los ojos con las manos para poder ver. Se apartó y nos sonrió.
– Está preciosa, en la oscuridad -dijo. Cogió a Billy por la muñeca y lo arrastró hacia la ventana-. Déjela entrar, Turkle. Deje que este semental embravecido se lance sobre ella.
– Un momento, McM-M-M-M-M-Murphy, espera.
Billy se resistía como una mula.
– Nada de mamamamamurphys, Billy. Es demasiado tarde para echarse atrás. Tendrás que apechugar. ¿Sabes una cosa? Te apuesto cinco dólares a que dejas pasmada a esa mujer; ¿conforme? Abra la ventana, Turkle.
Dos chicas aparecieron en la oscuridad, Candy y la otra que no se había presentado el día de la excursión.
– Caramba -exclamó Turkle, mientras las ayudaba a saltar -habrá bastante para todos.
Todos queríamos echarles una mano: tuvieron que levantarse hasta arriba las faldas estrechas, para poder saltar por la ventana. Candy dijo: -Maldito McMurphy- y se lanzó a abrazarle con tanta fuerza que casi rompió las botellas que sostenía en las manos. Agitaba mucho las manos y el pelo empezaba a desprendérsele del moño que lucía en lo alto de la cabeza. Pensé que estaba mejor con la cola de caballo que llevaba el día de la excursión. Apuntó la botella en dirección a la otra chica que en ese momento entraba por la ventana.