– También ha venido Sandy. Acaba de dejar plantado a ese maníaco de Beaverton con quien se casó; ¿no es increíble?
La chica saltó de la ventana y besó a McMurphy y dijo: -Hola, Mac. Siento haberte dejado plantado. Pero eso ya pasó. Llega un momento en que una se harta de bromitas de ratoncitos blancos en la almohada y gusanos en la crema de belleza y ranas en los sostenes-. Movió la cabeza y se pasó la mano por los ojos como si quisiera borrar el recuerdo del amigo de los animales. -Jesús, qué maníaco.
Las dos llevaban falda y jersey y medias de nylon y los pies descalzos, las dos tenían las mejillas encendidas y se reían.
– Tuvimos que pararnos a preguntar el camino miles de veces -explicó Candy-, en cada bar que encontrábamos.
Sandy nos fue mirando uno por uno con los ojos muy abiertos.
– Huuy, Candy, ¿estamos dentro? ¿Será verdad? ¿Estamos en un manicomio? ¡Vaya!
Era más alta que Candy y debía tener unos cinco años más, y había intentado peinar su cabello color bayo en un artístico moño en la nuca, pero algunas mechas se habían desprendido y le enmarcaban los anchos pómulos de niña criada con leche y parecía más bien una vaqueriza que intentase dárselas de gran dama. Tenía los hombros, los senos y las caderas demasiado anchos y su sonrisa era demasiado franca y abierta para poder considerarla hermosa, pero era bonita, se la veía sana y llevaba colgada de un largo dedo el asa de una garrafa de vino tinto que balanceaba como si fuese un bolso.
– Candy, ¿cómo, cómo, cómo es posible que nos ocurran estas cosas?
Echó una segunda mirada general, y luego se detuvo con los pies descalzos muy separados, y soltó una risita.
– Estas cosas no ocurren -explicó solemnemente Harding, dirigiéndose a la chica-. Estas cosas son fantasías que uno imagina cuando yace despierto por las noches y luego no se atreve a contárselas al analista. En realidad no estás aquí. Este vino no es verdadero; nada de todo esto existe. Ahora, ya podemos empezar.
– Hola, Billy -dijo Candy.
– Fijaos en eso -dijo Turkle.
Candy le tendió desmañadamente una botella a Billy.
– Te he traído un regalo.
– ¡Estas cosas son fantasías como las del Thorne Smith [9]! -declaró Harding.
– ¡Cielos! -exclamó la chica llamada Sandy-. ¿Dónde nos hemos metido?
– Sssst -dijo Scanlon y miró preocupado a su alrededor-. Despertará a todos los demás, si habla tan alto.
– ¿Qué te pasa, tacaño? -dijo Sandy burlona, mientras reanudaba otra vez su inspección-. ¿Tienes miedo de que no haya bastante para todos?
– Sandy, debí adivinar que traerías ese horrible vino barato.
– ¡Cielos! -Sandy interrumpió su inspección para observarme-. Me gusta éste, Candy. Todo un Goliat…
El señor Turkle dijo: «Caramba», y echó el cerrojo de la ventana, y Sandy volvió a repetir: «Cielos». Todos nos habíamos reunido en un grupito desmañado en el centro de la sala de estar, nos dábamos empujoncitos y decíamos cualquier cosa, por la simple razón de que nadie sabía aún qué hacer -nunca habíamos estado en una situación parecida- y no sé cuándo hubiera acabado ese excitado e incómodo parloteo, salpicado de risitas y evoluciones por la sala de estar, si no hubiéramos oído tintinear la puerta de la galería bajo el toque de una llave que la abrió de par en par, en el otro extremo del pasillo… todos nos sobresaltamos como si hubiera sonado una alarma.
– ¡Oh, Dios mío! -dijo el señor Turkle, llevándose la mano a la calva-, es la supervisora, ha venido a despedirme de una patada.
Todos corrimos a escondernos en el lavabo, apagamos la luz y permanecimos en la oscuridad, alertas a los suspiros de los demás. Oíamos a la supervisora que recorría la galería y llamaba al señor Turkle con un fuerte susurro algo asustado. Su voz sonaba dulce y preocupada y subía de tono la última sílaba cada vez que gritaba:
– ¿Señor Tur-kell? ¿Señor Tur-kell?
– ¿Dónde demonios está? -murmuró McMurphy-. ¿Por qué no le contesta?
– No te preocupes -dijo Scanlon-. No mirará en el urinario.
– ¿Pero, por qué no le contesta? A lo mejor está demasiado drogado.
– Pero, ¿qué dices? No me drogo con un petardito como ése.
Era la voz del señor Turkle desde algún rincón del lavabo.
– Cielos, Turkle ¿qué hace aquí? -McMurphy intentaba hablar con severidad, esforzándose al mismo tiempo en no soltar una carcajada-. Salga a ver qué quiere. ¿Qué pensará si no le encuentra?
– Nuestro fin está próximo -dijo Harding y se sentó-. Alá, ten piedad de nosotros.
Turkle abrió la puerta, salió sin hacer ruido y fue a su encuentro por el pasillo. La supervisora había venido a averiguar qué significaban todas aquellas luces encendidas. ¿Por qué había tenido que encender todas las lámparas de la galería sin olvidarse ni una? Turkle replicó que no todas estaban encendidas; que las luces del dormitorio estaban apagadas y también las del retrete. Ella dijo que eso no explicaba que lo estuvieran las demás; ¿qué motivo podía haber para encender tantas luces? Turkle no supo qué responder a esto y se produjo una larga pausa en la que sólo se oyó el rumor de la botella que pasaba de mano en mano en la oscuridad. Ella volvió a repetir la pregunta en el pasillo y Turkle le explicó que, bueno, que sólo estaba haciendo limpieza, pasando revista a todas las zonas. Ella quiso saber por qué, entonces, estaba a oscuras el lavabo, el único lugar que tenía el deber expreso de limpiar. Y la botella hizo otra ronda mientras esperábamos a ver qué respondería. Me llegó el turno y bebí un trago. Lo necesitaba. Desde allí podía oír a Turkle tragar saliva en el pasillo y deshacerse en mmmms y ahhhhs en busca de algo que decir.
– Está drogado -siseó McMurphy-. Alguien tendrá que salir a echarle una mano.
Oí que alguien tiraba de la cadena del excusado y se abrió la puerta y el haz de luz del pasillo atrapó a Harding que salía, subiéndose los pantalones del pijama. Oí el sonido entrecortado que emitió la supervisora al verle y él le dijo que por favor le excusara, pero no la había visto en la oscuridad.
– No está oscuro.
– En el lavabo, quiero decir. Siempre apago la luz para facilitar la evacuación. Esos espejos, comprende; cuando la luz está encendida, los espejos parecen observarme como jueces dispuestos a darme un castigo si algo no sale bien.
– Pero el enfermero Turkle dijo que estaba limpiando ahí dentro…
– Y lo hizo muy bien, por cierto… si se tienen en cuenta las limitaciones que supone trabajar en la oscuridad. ¿Quiere echar un vistazo?
Harding abrió ligeramente la puerta y un rayito de luz se proyectó sobre las baldosas del retrete. Capté una fugaz imagen de la supervisora que retrocedía y explicaba que no podía aceptar su invitación pues debía continuar la inspección. Oí otra vez la cerradura de la puerta en el otro extremo del pasillo, y a ella que se marchaba de la galería. Harding le gritó que volviera a visitarnos pronto y todos salimos corriendo y le estrechamos la mano y le palmeamos la espalda felicitándole por lo bien que se la había quitado de encima.
Nos quedamos en el pasillo y volvimos a pasarnos el vino.
Sefelt dijo que le gustaría probar el vodka si podían mezclarlo con algo. Le preguntó al señor Turkle si en la galería no había nada y éste respondió que sólo agua. Fredrickson preguntó: ¿y si le pusiéramos jarabe para la tos?
– A veces me dan un poco, de un gran frasco que tienen en el cuartito de las medicinas. No sabe mal. ¿Tiene la llave de ese cuarto, Turkle?
Turkle dijo que, por las noches, la única que tenía la llave de las medicinas era la supervisora, pero McMurphy le convenció de que nos dejara probar la cerradura. Turkle sonrió y asintió lánguidamente. Mientras él y McMurphy se afanaban intentando abrir la cerradura con clips sujetapapeles, las chicas y todos los demás nos metimos en la Casilla de las Enfermeras y empezamos a abrir los dossiers y a leer las historias clínicas.
– Fijaos -dijo Scanlon-, y agitó una de aquellas carpetas. Esto sí que es un informe completo. Si hasta tienen mi libro de notas del primer curso. Aaah, unas notas terribles, simplemente terribles.
Billy y su chica repasaron su dossier. Ella se apartó un poco para mirarle.
– ¿Todas estas cosas, Billy? ¿Frénico no sé qué y pático no sé cuántos? No parece que tengas todas estas cosas.
La otra chica había abierto un cajón de material y manifestaba sus recelos respecto a para qué necesitaban las enfermeras todas esas bolsas de agua caliente, millones de ellas, y Harding, sentado junto a la mesa de trabajo de la Gran Enfermera, movía la cabeza pensativo.
McMurphy y Turkle consiguieron abrir la puerta del cuartito de las medicinas y sacaron de la nevera una botella de un denso líquido color cereza. McMurphy acercó la botella a la luz y leyó la etiqueta en voz alta.
– Sabor artificial, colorantes, ácido cítrico. Setenta por ciento de materias inertes -eso debe ser agua- y veinte por ciento de alcohol -fantástico- y diez por ciento de codeína, Atención Narcótico Puede ser Adictivo.
Destapó la botella y paladeó un poco, con los ojos cerrados. Se pasó la lengua por los dientes, tomó otro trago y volvió a leer la etiqueta.
– En fin -dijo, y rechinó los dientes como si acabaran de afilárselos-, si lo aclaramos con un poco de vodka, creo que no estará mal. ¿Cómo estamos de cubitos, Turkle, muchacho?
Después de mezclarlo con el licor y el vino, en vasitos de papel, el jarabe sabía a refresco para niños pero con la fuerza del licor de cacto que solíamos tomar en Los Rápidos, frío y suave en la garganta y ardiente y furioso cuando llegaba más abajo. Apagamos las luces de la sala de estar y nos sentamos a beber. Nos tomamos el primer par de copas como si estuviéramos tragando una medicina, en graves y silenciosos sorbos y mirándonos unos a otros para ver si alguno caía fulminado. McMurphy y Turkle iban alternando la bebida con los cigarrillos de Turkle y empezaron a reír otra vez y a comentar cómo resultaría en la cama la enférmenla de la marca de nacimiento.