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– Yo tendría miedo -dijo Turkle- de que se le ocurriera golpearme con la enorme cruz que lleva colgada. ¿No sería terrible?

– Lo que a mí me preocuparía -dijo McMurphy- es que, en el momento que empezara a correrme, ¡me metiera mano por detrás con el termómetro y me tomara la temperatura!

Esto provocó una carcajada general. Harding interrumpió las risas un momento para añadir también la suya.

– Peor aún -dijo-. Que se quedara tendida debajo muy quieta con una expresión de terrible concentración en la cara, y luego anunciara -¿qué os parece ésta?- ¡el número de pulsaciones por minuto!

– Oh, no… qué horror…

– Peor aún, que se quedara quieta y consiguiera calcular el pulso y la temperatura: ¡sin instrumentos!

– Oh, oh, no, por favor…

Nos reímos hasta rodar entre los sofás y las sillas, jadeantes y con los ojos llenos de lágrimas. La risa había debilitado tanto a las chicas que no consiguieron levantarse hasta el segundo o tercer intento.

– Tengo que… hacer un pis -dijo la más alta y se encaminó al lavabo toda risitas y ademanes pero se equivocó de puerta y se metió en el dormitorio mientras todos nos llevábamos los dedos a los labios pidiendo silencio, hasta que dio un chillido y oímos el bramido del viejo coronel Matterson, «La almohada es… ¡un caballo!», y el coronel salió del dormitorio pisándole los talones a la chica con su silla de ruedas.

Sefelt condujo al coronel de vuelta al dormitorio y le enseñó personalmente el lavabo a la chica, le explicó que, en general, sólo lo usaban los hombres, pero que él vigilaría la puerta y no dejaría entrar a nadie mientras ella hacía sus necesidades, la defendería de cualquier intruso, vaya por Dios. Ella se lo agradeció con solemnes palabras y le estrechó la mano y se hicieron una reverencia, y mientras la chica estaba dentro, el coronel volvió a emerger del dormitorio con su silla de ruedas, y a Sefelt le costó lo suyo impedirle la entrada en el retrete. Cuando la chica apareció en la puerta, Sefelt intentaba repeler las embestidas de la silla de ruedas con el pie, mientras todos nos manteníamos al margen del alboroto y animábamos a uno u otro contrincante. La chica ayudó a Sefelt a acostar al coronel y luego los dos recorrieron el pasillo valsando al compás de una música que nadie podía oír.

Harding bebía, observaba y movía la cabeza.

– No es real. Es una coproducción de Kafka, Mark Twain y Martini.

McMurphy y Turkle empezaron a preocuparse de que tal vez aún hubiera demasiadas luces encendidas y se pusieron a recorrer el pasillo apagando todo lo que brillaba, incluso las pequeñas luces de noche situadas a la altura de la rodilla, hasta que el lugar quedó oscuro como una boca de lobo. Turkle sacó linternas y jugamos a corre que te pillo por el pasillo con sillas de ruedas que sacamos del almacén y lo pasamos en grande, hasta que de pronto oímos los gritos de Sefelt, en plena convulsión, y cuando acudimos lo encontramos tendido y retorciéndose junto a la chica alta, Sandy. Ella estaba sentada en el suelo y se alisaba la falda mientras miraba a Sefelt.

– Nunca había tenido una experiencia igual -dijo con mudo respeto.

Fredrickson se arrodilló junto a su amigo, le metió una billetera entre los dientes para que no se mordiera la lengua y le ayudó a abrocharse los pantalones.

– ¿Estás bien, Seef? ¿Seef?

Sefelt no abrió los ojos, pero alzó una mano inerte y retiró la billetera de su boca. Sonrió entre las babas.

– Estoy bien -dijo-. Dame la medicina y suéltame sobre ella otra vez.

– ¿De verdad quieres tomar la medicina, Seef?

– Medicina.

– Medicina -gritó Fredrickson por encima del hombro, aún de rodillas.

– Medicina -repitió Harding y salió rumbo al botiquín con su linterna. Sandy lo miró con ojos vidriosos. Estaba sentada junto a Sefelt y le acariciaba la cabeza, llena de admiración.

– Tal vez también deberías traer algo para mí -le gritó con voz ebria a Harding que ya se alejaba-. Nunca había tenido una experiencia ni siquiera parecida.

Oímos ruido de cristal roto al final del pasillo y Harding regresó con dos puñados de pastillas; las esparció sobre Sefelt y la mujer como si estuviera echando tierra sobre una tumba. Levantó la mirada al techo.

– Dios todo misericordioso, acepta a estos dos pecadores en tu seno. Y no cierres la puerta que pronto llegaremos todo el resto, porque éste es el fin, el absoluto, irrevocable, fantástico fin. Por fin he comprendido lo que está sucediendo. Es nuestra última cana al aire. Estamos definitivamente condenados. Tendremos que armarnos de todo nuestro valor y afrontar el destino que nos aguarda. Todos seremos fusilados al amanecer. Cien centímetros cúbicos por cabeza. La señorita Ratched nos pondrá en fila contra la pared, todos deberemos hacer frente a la bocaza de un fusil que ella habrá cargado con ¡Miltowns! ¡Toracinas! ¡Libriums! ¡Stelacinas! ¡Bajará la espada y bluuuf! Nos tranquilizará hasta mandarnos a mejor vida.

Se desplomó contra la pared y se fue deslizando hasta el suelo, esparciendo pastillas en todas direcciones, cual escarabajos rojos, verdes y anaranjados.

– Amén -dijo, y cerró los ojos.

La chica que estaba en el suelo se arregló la falda sobre las largas y hacendosas piernas y miró a Sefelt que seguía sonriendo y temblando a su lado, bajo las luces, y dijo:

– En toda mi vida no había tenido una experiencia que pudiera ni compararse.

Aún sin despejarlos por completo, el discurso de Harding al menos les hizo comprender la gravedad de lo que estábamos haciendo. La noche iba avanzando y era preciso pensar un poco en lo que ocurriría cuando llegase el personal por la mañana. Billy Bibbit y su chica comentaron que eran más de las cuatro y que, si les parecía bien, si nadie se oponía, deseaban que el señor Turkle les abriera el Cuarto de Aislamiento. Salieron bajo un arco de linternas y los demás nos fuimos a la sala de estar a discutir cómo podíamos organizar la limpieza. Cuando volvió del Cuarto de Aislamiento, Turkle estaba prácticamente ido y tuvimos que conducirle a la sala de estar en una silla de ruedas.

Mientras avanzaba tras ellos, de pronto me sorprendió comprobar que estaba borracho, completamente borracho, alegre, sonriente y tambaleante, era la primera vez que me emborrachaba desde que dejé el Ejército, me había emborrachado con otra media docena de compinches y un par de chicas… ¡en la mismísima galería de la Gran Enfermera! ¡Todos estábamos borrachos y corríamos, saltábamos y bromeábamos con las mujeres en el propio centro del bastión más poderoso del Tinglado! Rememoré toda esa noche, y lo que habíamos estado haciendo, y casi resultaba imposible creerlo. Tuve que repetirme una y otra vez que de verdad había ocurrido, que nosotros habíamos hecho que sucediera. Habíamos abierto la ventana para dejar entrar el aire fresco. Era posible que el Tinglado no fuese todopoderoso. ¿Qué podía impedirnos volver a hacerlo, ahora que sabíamos que era posible? ¿Qué podía impedirnos hacer otras cosas que nos vinieran en gana? La idea me gustó tanto que solté un alarido y me arrojé sobre McMurphy y la chica, Sandy, que caminaban delante de mí, y los levanté en vilo, uno en cada brazo, y corrí hasta la sala de estar, mientras ellos chillaban y se debatían como Quiroz. Tal era mi alegría.

El coronel Matterson volvió a levantarse con los ojos relucientes y lleno de teorías y Scanlon lo condujo nuevamente a la cama. Sefelt, Martini y Fredrickson dijeron que ellos también se retiraban. McMurphy y yo y Harding y la chica y el señor Turkle nos quedamos para liquidar el jarabe para la tos y decidir qué hacer con el desorden en que estaba la galería. Harding y yo éramos los únicos que parecíamos realmente preocupados; McMurphy y la chica grandota se limitaron a permanecer allí sentados, sorber el jarabe, sonreírse y jugar a sombras chinescas, y el señor Turkle no dejaba de cabecear. Harding hizo todo lo posible por despertar su interés.

– No os hacéis cargo de las consecuencias -dijo.

– Mierda -dijo McMurphy.

Harding golpeó la mesa.

– McMurphy, Turkle, no comprendéis lo que ha ocurrido aquí esta noche. En nuestra galería psiquiátrica. ¡La galería de la señorita Ratched! ¡Las repercusiones serán… devastadoras!

McMurphy le mordió la oreja a la chica. Turkle dio una cabezada, abrió un ojo y dijo: -Es verdad. Mañana también está de turno.

– Pero, tengo un plan -explicó Harding. Se puso en pie. Dijo que saltaba a la vista que McMurphy ya estaba demasiado liado para poder afrontar la situación y que otro tendría que hacerse responsable. Mientras hablaba se iba irguiendo y parecía estar recuperando la sobriedad. Hablaba con voz seria e imperiosa y sus manos reforzaban sus palabras. Me alegró que estuviera allí para hacerse cargo de las cosas.

Su plan consistía en atar a Turkle y hacer ver que McMurphy le había atacado por detrás y le había atado con oh, jirones de sábana, pongamos por caso, y le había despojado de las llaves, y después de hacerse con ellas, había irrumpido en el cuartito de las medicinas, las había tirado por todas partes y había armado un gran desorden en el archivo, con el mero objeto de vengarse de la enfermera -seguro que ella se creería ese detalle – y después había abierto la ventana y se había escapado.

McMurphy dijo que parecía un argumento de serial y que era tan ridículo que sin duda saldría bien y felicitó a Harding por su serenidad. Harding explicó que el plan tenía su mérito: los demás no tendrían problemas con la enfermera, y Turkle conservaría su trabajo, y permitiría que McMurphy escapase de la galería. Explicó que las chicas podrían conducir a McMurphy al Canadá o a Tijuana, o incluso a Nevada si lo prefería, y que estaría perfectamente a salvo; la policía nunca se preocupaba demasiado de localizar a los fugitivos del hospital, pues un noventa por ciento reaparecían sin falta al cabo de pocos días, sin blanca y borrachos y deseosos de recibir cama y comida gratis. Lo estuvimos discutiendo un rato hasta que se acabó el jarabe. Por fin, agotamos el tema. Harding volvió a sentarse.