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McMurphy retiró el brazo del talle de la chica y nos miró alternativamente a Harding y a mí, pensativo, otra vez con aquella extraña, cansada expresión en el rostro. Nos preguntó qué haríamos nosotros ¿por qué no íbamos a recoger nuestras cosas y nos largábamos con él?

– Aún no estoy preparado, Mac -le explicó Harding.

– ¿Qué te hace suponer entonces que yo sí lo estoy?

Harding se le quedó mirando un rato en silencio y sonrió, luego dijo: -No, no lo comprendes. Estaré preparado en un par de semanas. Pero quiero hacerlo solo, por mis propios medios, por la puerta grande, con todo el papeleo y las complicaciones de rigor, quiero que mi mujer venga a recogerme en un coche a una hora determinada. Quiero que se enteren de que fui capaz de hacerlo de ese modo.

McMurphy asintió.

– ¿Y tú, Jefe?

– Supongo que no hay problema. Sólo que aún no he decidido dónde quiero ir. Y alguien tiene que permanecer aquí unas cuantas semanas después de tu partida, para impedir que las cosas vuelvan a su curso anterior.

– ¿Y Billy y Sefelt y Fredrickson y los demás?

– No puedo hablar por ellos -dijo Harding-. Aún tienen sus problemas, como todo el mundo. Todavía son hombres enfermos en muchos sentidos. Pero al menos han conseguido una cosa: ahora son hombres enfermos, y no conejos, Mac. Es posible que algún día puedan ser hombres sanos. No sé.

McMurphy lo meditó un rato con los ojos fijos en el dorso de sus manos. Levantó otra vez la mirada hacia Harding.

– Harding, ¿qué es? ¿Qué está pasando?

Harding movió la cabeza.

– No creo que pueda darte una respuesta. Oh, podría darte explicaciones freudianas en un lenguaje extravagante y no habría problema, dentro de sus límites. Pero lo que tú me pides son las explicaciones de las explicaciones y éstas no puedo dártelas. Al menos no en el caso de los demás. ¿Por lo que a mí respecta? Sentimiento de culpa. Vergüenza. Miedo. Auto denigración. Descubrí a una tierna edad que era… ¿seamos compasivos y digamos que distinto? Es una palabra más adecuada, más general, que la otra. Me entregaba a ciertas prácticas que nuestra sociedad considera perniciosas. Y enfermé. No fue por lo que hacía, no creo que fuera eso, fue la sensación de que ese gran dedo mortífero e inquisitivo de la sociedad me estaba señalando… y el gran clamor de millones de voces que canturreaban, «Vergüenza, Vergüenza». Así trata la sociedad a los que son distintos.

– Yo soy distinto -replicó McMurphy-. ¿Por qué no me ocurrió algo parecido? La gente me ha estado atosigando por una cosa u otra desde que tengo memoria pero no es lo que… pero no me volví loco.

– No, tienes razón. No es eso lo que te hizo volver loco. No he dicho que mis motivos fuesen los únicos. Aunque solía pensar de ese modo hace un tiempo, unos años atrás, en mis tiempos de intelectual, creía que el castigo de la sociedad era la única fuerza que conducía a las personas por el camino de la locura, pero tú me has obligado a revisar mi teoría. Hay otra cosa que empuja a la gente -a la gente fuerte como tú, amigo- por ese camino.

– ¿Síi? No es que reconozca que voy por ese camino, ¿pero cuál es esa otra cosa?

– Somos nosotros. -Su mano trazó un suave círculo blanco en torno al otro-. Nosotros -repitió.

McMurphy dijo, «Mierda», sin mucho entusiasmo, sonrió y se levantó, al tiempo que obligaba a la chica a hacer otro tanto. Miró de reojo el reloj sumido en las sombras.

– Son casi las cinco. Necesito echar un sueñecito antes de mi gran evasión. El turno de día tardará aún dos horas en llegar; dejemos a Billy y Candy un ratito más ahí abajo. Partiré sobre las seis. Sandy, cariño, tal vez una horita en el dormitorio nos despeje un poco. ¿Qué te parece? Mañana nos espera un largo viaje, hasta Canadá o México o donde sea.

Turkle, Harding y yo también nos levantamos. Todos nos tambaleábamos bastante todavía, seguíamos bastante borrachos, pero una blanda, triste, sensación se había superpuesto a la borrachera. Turkle dijo que sacaría a McMurphy y a la chica de la cama al cabo de una hora.

– Despiértame también a mí -dijo Harding-. Quiero quedarme en la ventana con una bala de plata en la mano y preguntar «¿Quién fue ese hombre enmascarado?» mientras se alejan…

– Ni pensarlo. Los dos os acostaréis ahora mismo y no quiero volveros a ver el pelo. ¿Entendido?

Harding sonrió y asintió, pero no dijo nada. McMurphy le tendió la mano y Harding se la estrechó. McMurphy retrocedió como un vaquero al salir del saloon y guiñó un ojo.

– Podrás volver a ser el gran lunático, amigo, cuando no esté el Gran Mac.

Se volvió hacia mí y frunció el entrecejo.

– No sé qué podrás ser tú, Jefe. Aún tendrás que pensártelo un poco. A lo mejor puedes conseguir un papel de malo en los programas de lucha libre de la TV. En fin, tú tranquilo.

Le estreché la mano y todos nos dirigimos al dormitorio. McMurphy le dijo a Turkle que rasgara unas cuantas sábanas y escogiera sus nudos preferidos. Turkle respondió que así lo haría. Yo me metí en la cama bajo la luz grisácea del dormitorio y oí que McMurphy y la chica también se metían en la de él. Me sentía embotado y caliente. Oí al señor Turkle abrir la puerta del armario de la ropa blanca, en el pasillo, y soltar un largo y sonoro suspiro, casi un eructo, mientras la volvía a cerrar tras sí. Mis ojos comenzaron a habituarse a la oscuridad y conseguí vislumbrar a McMurphy y la chica acurrucados uno contra otro, acomodados hombro contra hombro, más como dos niños cansados que como un hombre y una mujer que se han acostado para hacer el amor.

Y así los encontraron los negros cuando vinieron a encender las luces del dormitorio, a las seis y media.

He estado reflexionando mucho sobre lo que ocurrió a continuación y he llegado a la conclusión de que tenía que suceder y que hubiese ocurrido de un modo u otro, en uno u otro momento, aunque el señor Turkle hubiera despertado a McMurphy y a las dos chicas y les hubiera hecho salir de la galería según lo previsto. La Gran Enfermera habría descubierto de algún modo lo que había pasado, tal vez simplemente por la expresión del rostro de Billy, y habría hecho exactamente lo mismo que hizo, tanto si McMurphy seguía allí como si no, y él se habría enterado y habría vuelto.

Habría tenido que volver, porque le habría sido tan imposible quedarse fuera del hospital y seguir jugando al póquer en Carson City o en Reno o en cualquier otro lugar y permitir que la Gran Enfermera tuviera la última palabra y ganase el último asalto, como le habría sido imposible permitirle salirse con la suya bajo sus propias narices. Era como si se hubiera comprometido a jugar hasta el final y no hubiera manera posible de anular ese compromiso.

En cuanto empezamos a saltar de la cama y a deambular por la galería, el relato de lo ocurrido empezó a propagarse como un incendio forestal de murmuraciones.

– ¿Tenían qué? -preguntaban los que no habían tomado parte-. ¿Una prostituta! ¿En el dormitorio? Cielos.

Los otros les explicaban que no sólo una prostituta, sino también una borrachera de padre y muy señor mío. McMurphy tenía pensado sacar a la chica antes de que llegara el equipo de día, pero no se despertó.

Los que habían participado en la juerga empezaron a comentarlo con una especie de pausado orgullo y admiración, como suele hablar la gente que ha presenciado el incendio de un gran hotel o el desbordamiento de una presa -muy solemne y respetuoso porque aún no se han contabilizado las víctimas-, pero a medida que iban charlando, comenzaba a disiparse la solemnidad de los chicos. Cada vez que la Gran Enfermera y sus activos negros descubrían algo nuevo, como la botella vacía de jarabe para la tos o la flotilla de sillas de ruedas, aparcadas en un extremo del pasillo como caballitos vacíos en un parque de atracciones, súbita y claramente venía a la memoria otra parte de la noche, que sería descrita a los que no habían tomado parte y saboreada por los que habían estado presentes. Los negros nos habían conducido en tropel a la sala de estar. Crónicos y Agudos, todos mezclados en una excitada confusión. Los dos viejos Vegetales estaban sentados, muy hundidos bajo sus cobijas, y abrían y cerraban los ojos y las mandíbulas. Todos íbamos aún en pijama y zapatillas, excepto McMurphy y la chica; ella estaba vestida, a excepción de los zapatos y las medias de nylon, que ahora le colgaban de un hombro, y él llevaba sus calzoncillos negros con la ballena blanca. Se habían sentado muy juntos en un sofá, con las manos enlazadas. La chica había vuelto a dormirse, y McMurphy se apoyaba contra ella con una sonrisa adormilada.

A pesar nuestro, la solemne preocupación iba cediendo paso a la alegría y el humor. Cuando la enfermera descubrió el montón de pastillas que Harding había rociado sobre Sefelt y la chica, empezamos a emitir gruñidos y bufidos para no soltar la carcajada, y cuando por fin descubrieron al señor Turkle en el armario de la ropa blanca y le hicieron salir, parpadeando y gruñendo, enredado en cien metros de jirones, como una momia con resaca, ya nos estábamos desternillando. La Gran Enfermera acogía nuestro buen humor sin rastro de sonrisas; cada carcajada era embutida garganta abajo y empezamos a pensar que de un momento a otro estallaría como una vejiga.

McMurphy tenía una pierna desnuda colgando sobre el borde del sofá, se había bajado la gorra para que la luz no hiriera sus ojos enrojecidos, y se pasaba constantemente la lengua por los labios, una lengua que parecía barnizada con el jarabe para la tos. Se le veía mareado y horrorosamente cansado y se llevaba continuamente las manos a las sienes y bostezaba, pero aunque parecía sentirse muy mal, conservaba la sonrisa, y un par de veces incluso soltó una carcajada ante lo que iba descubriendo la enfermera.