Cuando ésta se fue a telefonear al Edificio Principal para notificarles la dimisión del señor Turkle, éste y Sandy aprovecharon la oportunidad para abrir el candado de la reja, dijeron adiós a todos con la mano y desaparecieron campo a través, tropezando y resbalando sobre la húmeda hierba que brillaba bajo el sol.
– No le ha vuelto a echar llave -le dijo Harding a McMurphy-. Sal. ¡Vete con ellos!
McMurphy soltó un gruñido y abrió un ojo tan sanguinolento como un huevo fecundado.
– ¿Estás bromeando? No podría meter la cabeza por esa ventana, y menos aún el cuerpo.
– Amigo, creo que no comprendes el alcance…
– Harding, vete al diablo con tu palabrería; lo único que comprendo perfectamente esta mañana es que aún estoy medio borracho. Y mareado. A decir verdad, creo que a ti también te dura la borrachera. Y tú, Jefe; ¿sigues borracho?
Dije que aún tenía la nariz y las mejillas insensibles.
McMurphy hizo un gesto de asentimiento y volvió a cerrar los ojos; cruzó las manos sobre el pecho y resbaló en su asiento con la barbilla hundida en el cuello. Chasqueó los labios y sonrió como si estuviese descabezando un sueñecito.
– Macho -dijo-, a todos les dura aún la borrachera.
Harding seguía preocupado. Continuó insistiendo que lo mejor para McMurphy sería vestirse, pronto, mientras el viejo Ángel de Piedad estaba ahí dentro, telefoneando al doctor por segunda vez para comunicarle las atrocidades que acababa de descubrir, pero McMurphy aseguró que no había por qué ponerse tan nervioso; no estaba peor que antes, ¿verdad?
– Ya he aguantado su peor ofensiva -dijo.
Harding se llevó las manos a la cabeza y se retiró, anunciando la catástrofe.
Uno de los negros advirtió que la reja estaba abierta, le echó la llave, se fue a buscar la lista a la Casilla de Enfermeras, y empezó a leer nombres en voz alta y a hacerles una señal, a medida que localizaba a los correspondientes pacientes. La lista está ordenada alfabéticamente pero al revés, para desconcertar, así que no llegó a las Bes hasta el final. Recorrió toda la sala de estar con la mirada sin mover el dedo del último nombre de la lista.
– Bibbit. ¿Dónde está Billy Bibbit? -Tenía los ojos muy abiertos. Estaba pensando que Billy se había escapado bajo sus propias narices y que tal vez nunca conseguiría darle alcance-. ¿Alguien ha visto salir a Billy Bibbit, desgraciados?
Esto nos recordó dónde estaba Billy y empezaron de nuevo los susurros y las risas.
El negro se fue hacia la casilla y vimos cómo se lo explicaba a la enfermera. Ella depositó el auricular de un porrazo y se dirigió a la puerta con el negro pisándole los talones; un rizo de cabello se le había escapado de debajo de la cofia blanca y había caído sobre su rostro como ceniza húmeda. Tenía la frente y la nariz perladas de sudor. Nos preguntó que a dónde había ido el fugitivo. Le respondió un coro de risas, y sus ojos escudriñaron a los hombres, uno a uno.
– ¿Bueno? ¿No se ha ido, verdad? Harding, sigue aquí… en la galería, ¿no es cierto? Respóndame. ¡Sefelt, responda!
Acompañaba cada palabra de una penetrante mirada, que se clavaba en los rostros de los hombres, pero éstos eran inmunes al veneno de sus dardos. Sostenían su mirada; sus muecas eran un remedo de la antigua sonrisa confiada que ya había perdido.
– ¡Washington! ¡Warren! Acompáñenme.
Nos levantamos y los seguimos, mientras los tres procedían a abrir la puerta del laboratorio, de la sala de baños, del despacho del doctor. Scanlon se cubrió la sonrisa con la mano nudosa y murmuró: -Vaya bromita para el viejo Billy-. Todos asentimos. -Y pensándolo bien no sólo será una broma para Billy; ¿recordáis quién está allí?
La enfermera llegó a la puerta del Cuarto de Aislamiento, en el extremo del pasillo. Todos nos acercamos a mirar, agolpándonos para echar un vistazo por encima de las cabezas de la Gran Enfermera y los dos negros, mientras ella abría la cerradura y daba un vigoroso empujón a la puerta. La habitación sin ventanas estaba oscura. Se oyó un chillido y un meneo en la oscuridad y la enfermera extendió la mano y proyectó la luz sobre Billy y la chica, que parpadeaban sobre el colchón instalado en el suelo, como dos lechuzas en su nido. La enfermera ignoró el coro de carcajadas a sus espaldas.
– ¡William Bibbit! -Hizo un enorme esfuerzo por sonar fría y severa-. ¡William… Bibbit!
– Buenos días, señorita Ratched -dijo Billy, sin ni siquiera hacer el gesto de levantarse y abrocharse el pijama. Cogió la mano de la chica y sonrió-. Ésta es Candy.
La lengua de la enfermera cloqueó en su garganta.
– Oh, Billy, Billy, Billy… estoy tan avergonzada de ti.
Billy aún no estaba lo suficientemente despierto para responder gran cosa a sus reproches y la chica buscaba las medias bajo el colchón, con movimientos lentos y cálidos, después del buen sueño. En un momento determinado interrumpió su soñolienta búsqueda, levantó los ojos y sonrió en dirección a la glacial figura de la enfermera, allí, de pie, con los brazos cruzados, después se palpó para comprobar si tenía el jersey abrochado y luego volvió a tirar de la media, atrapada entre el colchón y las baldosas. Los dos se movían como gatos después de un hartazgo de leche caliente, desperezándose al sol; supuse que también a ellos les duraba la borrachera.
– Oh, Billy -dijo la enfermera, como si estuviera a punto de deshacerse en lágrimas de pura decepción-. Una mujer como ésta. ¡Barata! ¡Ordinaria! ¡Pintada! ¡Una…!
– ¿Cortesana? -sugirió Harding-. ¿Jezabel?
La enfermera se volvió e intentó paralizarle con la mirada, pero él continuó tan tranquilo.
– ¿No Jezabel? ¿No? -Se rascó la cabeza pensativo-. ¿Qué le parece Salomé? A lo mejor la palabra que buscaba era «dama». Bueno, sólo pretendía ayudar.
Ella volvió a encararse con Billy. Este se había concentrado en el esfuerzo de ponerse de pie. Se dio la vuelta y se puso de rodillas, con el trasero levantado como una vaca cuando se incorpora, luego estiró los brazos con las manos apoyadas, después apoyó un pie en el suelo, luego el otro y se irguió. Parecía satisfecho de haberlo conseguido, como si ni siquiera nos hubiera visto, amontonados en la puerta, chanceándonos y dándole ánimos.
El griterío y las risas se arremolinaban en torno a la enfermera. Ella paseaba la mirada de Billy y la chica a nuestro grupo que se agolpaba a sus espaldas. El rostro de plástico y esmalte se desmoronaba. Cerró los ojos e hizo un esfuerzo de concentración para calmar sus temblores. Sabía que había llegado el momento. Cuando volvió a levantar los párpados, los ojos aparecieron muy diminutos e inmóviles.
– Lo que me preocupa, Billy -dijo, y advertí el cambio en su voz-, es cómo se lo tomará tu pobre madre.
Recibió la reacción que buscaba. Billy se estremeció y se llevó la mano a la mejilla como si se la hubieran quemado con ácido.
– La señora Bibbit siempre estuvo tan orgullosa de tu discreción. Lo sé. Esto será un golpe terrible para ella. Ya sabes cómo se pone cuando se altera, Billy; ya sabes cuan enferma puede ponerse la pobre mujer. Es muy sensible. Especialmente en lo referente a su hijo. Siempre hablaba de ti con tanto orgullo. Si…
– ¡Noo! ¡Noo! -Su boca se movió sin lograr emitir ni un sonido. Agitó la cabeza, en gesto de súplica-. ¡No tiene qu-qu-qu-que ha-ha-hacerlo!
– Billy, Billy, Billy -dijo ella-. Tu madre y yo somos viejas amigas.
– ¡No! -clamó él. Su voz rasgó las blancas paredes desnudas del Cuarto de Aislamiento. Levantó la mandíbula, gritándole a la luz que brillaba en el techo-. ¡N-n-no!
Nuestras risas se interrumpieron en seco. Observamos cómo Billy se dejaba caer al suelo, con la cabeza echada hacia atrás y las rodillas dobladas. Se pasaba la mano arriba y abajo por la pernera verde del pantalón. Su cabeza temblaba de terror, como un niño al que han amenazado con una azotaina en cuanto hayan cortado la vara. La enfermera le tocó en el hombro para consolarlo. El contacto lo hizo estremecer como si fuera un golpe.
– Billy, no quiero que ella piense algo así de ti… ¿pero qué debo pensar?
– N-n-no se lo di-di-di-diga, Se-se-señorita Rat-ched. No-no-no…
– Billy, tengo que decírselo. Me horroriza la idea de que hayas podido hacer algo así, pero, la verdad, ¿qué puedo pensar? Te encuentro aquí, con esa clase de mujer.
– ¡No! No lo hi-hi-hice. Estaba… -Se volvió a llevar la mano a la mejilla y se le quedó allí pegada-. Fue ella.
– Billy, esta chica no puede haberte arrastrado aquí por la fuerza. -Movió la cabeza-. Compréndelo, me gustaría pensar de otro modo… por el bien de tu madre.
La mano se deslizó mejilla abajo, dejando un rastro de largas señales rojas.
– Fue ella. -Miró a su alrededor-. ¡Y M-M-McMurphy! Él fue. ¡Y Harding! ¡Y to-to-todos los demás! ¡Se bu-bu-burlaron, me llamaron cosas!
Tenía el rostro fijo en el de ella. No miraba a uno ni otro lado, sólo directamente al frente, a la cara de la enfermera, como si allí tuviera una luz en vez de facciones, un hipnotizador reflector blanco, azul y anaranjado. Tragó saliva y esperó a que ella dijera algo, pero la enfermera no habló, estaba recuperando su pericia, su fantástica capacidad mecánica había analizado la situación y le decía que debía limitarse a callar.
– ¡Me o-o-o-obligaron! Se-señorita Ratched, me o-o-o…!
Ella apartó el reflector y el rostro de Billy se desplomó con sollozos de alivio. Le puso una mano en el cuello y atrajo su mejilla hacia su pecho almidonado, acariciándole el hombro mientras lanzaba una lenta, despectiva mirada a nuestro grupo.
– No te preocupes, Billy. No te preocupes. Nadie te hará nada más. No te preocupes. Yo se lo explicaré a tu madre.
Nos atravesó con la mirada mientras seguía hablando. Resultaba extraño oír aquella voz, suave, acariciante y cálida, en aquel rostro duro como la porcelana.