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Antes de mediodía le dan otra vez a la máquina de hacer niebla, pero no la ponen a toda marcha; no es tan densa, por lo que, si me empeño de verdad, puedo ver. Un día de éstos dejaré de esforzarme y me abandonaré por completo, me hundiré en la niebla como han hecho otros Crónicos, pero de momento me interesa este recién llegado: quiero saber cómo reaccionará ante la Reunión de Grupo que se avecina.

A la una menos diez, la niebla se ha disipado por completo y los negros les están diciendo a los Agudos que despejen la sala para la reunión. Retiran todas las mesas de estar y las llevan a la sala de baños, en el otro extremo del pasillo; así tenemos una pista, dice McMurphy, como si fuéramos a celebrar un pequeño baile.

La Gran Enfermera lo observa todo desde su ventana. Lleva sus buenas tres horas sin moverse de su puesto frente a esa ventana, ni siquiera ha salido a comer. Retiran todas las mesas de la sala de estar y, a la una en punto, el doctor sale de su oficina, al fondo del pasillo, saluda con la cabeza a la enfermera al pasar junto a la ventana donde ésta se halla apostada y se sienta en su silla, justo a la izquierda de la puerta. Después toman asiento los pacientes, luego entran las enfermeras auxiliares y los internos. Cuando todo el mundo está instalado, la Gran Enfermera se aparta de su ventana, se dirige a la parte posterior de la Casilla de las Enfermeras, al panel lleno de indicadores y botones y conecta una especie de piloto automático que cuidará de todo durante su ausencia y pasa a la sala de estar, con el cuaderno de bitácora y el cesto lleno de papeles en la mano. Aunque ya lleva aquí media jornada, su uniforme sigue almidonado y tieso y no se le marca ni una curva; los pliegues crujen ásperamente con un chasquido que hace pensar en una lona helada al doblarla.

Se sienta justo a la derecha de la puerta.

En cuanto está sentada, el Viejo Pete Bancini se levanta de un salto y comienza a menear la cabeza y a murmurar:

– Estoy cansado. Huy. Dios mío. Oh, estoy terriblemente cansado… -como suele hacer siempre que en la galería hay un recién llegado que tal vez esté dispuesto a escucharle.

La Gran Enfermera no mira a Pete. Está repasando los papeles que lleva en el cesto.

– Que alguien se siente junto al señor Bancini -dice-. Tranquilícenlo para que podamos comenzar la reunión.

Lo hace Billy Bibbit. Pete se ha vuelto hacia McMurphy y va girando la cabeza de un lado a otro como si fuese la señal indicadora de un paso a nivel. Trabajó treinta años en los ferrocarriles; ahora está completamente destrozado pero sus recuerdos aún siguen vivos.

– Ca-a-ansado -dice, mientras agita la cabeza en dirección a McMurphy.

– Tranquilo, Pete -dice Billy, y le pone una mano pecosa sobre la rodilla.

– … Terriblemente cansado…

– Lo sé, Pete -palmea la huesuda rodilla y Pete cambia de expresión, comprende que nadie va a escuchar sus quejas hoy.

La enfermera se saca el reloj y mira el reloj de pared de la galería, le da cuerda al suyo y lo coloca en el cesto de modo que pueda verlo. Saca una carpeta del cesto.

– Y bien, ¿empezamos la reunión?

Mira a su alrededor para comprobar si hay alguno que parezca dispuesto a interrumpirla y no deja de sonreír mientras hace girar la cabeza dentro del cuello del uniforme. Los chicos rehuyen su mirada; todos se miran las uñas. Excepto McMurphy. Se ha agenciado un sillón en el rincón, se ha sentado en él como si fuese su propietario y vigila todos los gestos de la enfermera. Aún lleva puesta la gorra, muy encajada en la cabeza pelirroja como si fuese un corredor de motos. La baraja que tiene en el regazo se abre en abanico y luego se cierra con un chasquido que resuena en medio del silencio. Los ojos de la enfermera se detienen un segundo sobre su persona. Le ha estado observando jugar al póquer toda la mañana y, aunque no ha presenciado intercambio alguno de dinero, intuye que no es exactamente un tipo que se contente con apostar sólo cerillas, como es norma en la galería. La baraja susurra al abrirse, vuelve a cerrarse con un chasquido y luego desaparece en una de esas grandes palmas.

La enfermera lanza otra ojeada al reloj y, de la carpeta que tiene en la mano, saca una hoja de papel, la mira y vuelve a guardarla. Deja la carpeta y coge el cuaderno de bitácora. Ellis, en su sitio de la pared, tose; ella espera a que acabe.

– Bien. Al finalizar la reunión del viernes… estábamos discutiendo el problema del señor Harding… con respecto a su joven esposa. Había declarado que su esposa está dotada de abundante pecho y que ello le molestaba porque atraía las miradas de los hombres en la calle.

Comienza a abrir el cuaderno de bitácora por distintas páginas; del cuaderno sobresalen trocitos de papel que sirven de indicadores.

– Según las anotaciones que diversos pacientes han efectuado en el cuaderno, han oído decir al señor Harding que «es evidente que ella provocaba las miradas de esos cerdos». También le han oído decir que tal vez él le dio motivos para buscar otras atenciones sexuales. Se le ha oído decir, «Mi dulce aunque ignorante esposa considera que cualquier palabra o gesto que no huela a músculo y brutalidad es una muestra de débil afeminamiento».

Sigue leyendo el cuaderno en voz baja durante un rato, luego lo cierra.

– También ha afirmado que el pronunciado pecho de su esposa le causa a veces un sentimiento de inferioridad. Bien. ¿Alguien desea seguir tocando este tema?

Harding cierra los ojos y nadie dice nada. McMurphy mira a los tipos que le rodean, como esperando a ver si alguien le contesta a la enfermera, luego levanta la mano y hace chasquear los dedos, como los niños en la escuela; la enfermera le invita a hablar con un gesto.

– ¿Señor… mmm… McMurry?

– ¿Tocar qué?

– ¿Qué? Tocar…

– Creo haber entendido que preguntaba, «Alguien desea seguir tocando…»

– Tocando el… tema, señor McMurry, el tema, el problema del señor Harding con su esposa.

– Oh. Creí que se refería a seguir tocándola a ella o… otra cosa.

– Bueno qué…

Pero se interrumpe. Durante un par de segundos, casi pareció confundida. Algunos Agudos sonríen a hurtadillas y McMurphy se despereza, bosteza y le hace un guiño a Harding. Luego la enfermera, como si nada, vuelve a guardar el cuaderno de bitácora en el cesto, saca otra carpeta, abre y comienza a leer.

– McMurry, Randell Patrick. Internado a petición de la Granja Correccional de Pendleton. Diagnóstico y posible tratamiento. Treinta y cinco años de edad. Soltero. Cruz al Mérito Militar en Corea, por haber encabezado una evasión de un campo de prisioneros comunista. Después, licenciado sin honores, por insubordinación. Sigue a ello todo un historial de riñas callejeras y peleas de bar y una serie de detenciones por Embriaguez, Agresión y Desacato, Perturbación del Orden, reincidencia en la práctica ilegal de juegos de azar y una detención… por Violación.

– ¿Violación?

El doctor levanta la cabeza.

– Punible según la ley, con una chica de…

– Bah. No pudieron probarlo -le dice McMurphy al doctor-. La chica no quiso declarar.

– Con una niña de quince años.

– Dijo que tenía diecisiete, doctor, y parecía muy bien dispuesta.

– El examen del médico forense del Juzgado reveló que la niña había sido penetrada, varias veces, el informe establece…

– Tan bien dispuesta, a decir verdad, que tuve que coserme la bragueta.

– La niña se negó a declarar pese al resultado del examen médico. Al parecer hubo intimidación. El acusado salió de la ciudad poco después del juicio.

– Ésa sí que es buena, tuve que irme, doctor, deje que le explique -se inclina hacia adelante, apoya un codo sobre la rodilla y baja la voz para hablarle al doctor a través de la habitación-, esa putilla hubiera acabado por destrozarme antes de alcanzar la edad legal. Acabó pisoteándome y dejándome tirado como una piltrafa.

La enfermera cierra el dossier y se lo pasa al doctor que está al otro lado de la puerta.

– Nuestro nuevo Ingreso, doctor Spivey -tal como si tuviera a un hombre doblado en aquella carpeta amarilla y pudiera pasárselo al otro para que lo examinase.

– Pensé que más tarde podría informarle al respecto, pero dado que parece insistir en llamar la atención en la Reunión de Grupo, podríamos ocuparnos de él aquí mismo.

El doctor tira del cordón y extrae sus gafas del bolsillo del abrigo, se las encaja sobre la nariz. Le resbalan un tanto hacia la derecha, pero él ladea la cabeza hacia la izquierda y las endereza. Mientras va pasando las hojas del dossier sonríe un poco como, si la desenvoltura del recién llegado le picase la curiosidad tanto como a todos los demás, pero, como todos los demás, se cuida de no delatarse y procura no reír. El doctor cierra el dossier cuando termina de leerlo y vuelve a guardarse las gafas en el bolsillo. Mira hacia el lugar donde McMurphy sigue inclinado como escuchándole, a través de la habitación.

– Parece que… ése es todo su… historial psiquiátrico, señor McMurry.

– McMurphy, doctor.

– ¿Oh? Me ha parecido… la enfermera dijo…

Vuelve a abrir el dossier, extrae las gafas, examina unos minutos más el historial, luego la cierra y se guarda otra vez las gafas en el bolsillo.

– Sí. McMurphy. Tiene razón. Le ruego me perdone.

– No importa doctor. La culpa es de la señora, ella se equivocó primero. He conocido a gente que tenía tendencia a hacer eso. Un tío mío, que se llamaba Hallahan, salió una vez con una mujer que a cada momento fingía no recordar su nombre y le llamaba Hooligan [1], sólo para irritarle. La cosa duró varios meses hasta que la metió en cintura. Y lo hizo en serio, ya lo creo.

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[1] En inglés, pistolero. (N. del T.)