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– Pero es que a mí no me gusta tratar a gente loca -protestó Alicia.

– Oh, eso no lo puedes evitar -repuso el Gato-. Aquí todos estamos locos. Yo estoy loco. Tú estás loca.

– ¿Cómo sabes que yo estoy loca? -preguntó Alicia.

– Tienes que estarlo afirmó el Gato-, o no habrías venido aquí.

Alicia pensó que esto no demostraba nada. Sin embargo, continuó con sus preguntas:

– ¿Y cómo sabes que tú estás loco?

– Para empezar -repuso el Gato-, los perros no están locos. ¿De acuerdo?

– Supongo que sí -concedió Alicia.

– Muy bien. Pues en tal caso -siguió su razonamiento el Gato-, ya sabes que los perros gruñen cuando están enfadados, y mueven la cola cuando están contentos. Pues bien, yo gruño cuando estoy contento, y muevo la cola cuando estoy enfadado. Por lo tanto, estoy loco.

– A eso yo le llamo ronronear, no gruñir -dijo Alicia.

– Llámalo como quieras -dijo el Gato-. ¿Vas a jugar hoy al croquet con la Reina?

– Me gustaría mucho -dijo Alicia-, pero por ahora no me han invitado.

– Allí nos volveremos a ver -aseguró el Gato, y se desvaneció.

A Alicia esto no la sorprendió demasiado, tan acostumbrada estaba ya a que sucedieran cosas raras. Estaba todavía mirando hacia el lugar donde el Gato había estado, cuando éste reapareció de golpe.

– A propósito, ¿qué ha pasado con el bebé? -preguntó-. Me olvidaba de preguntarlo.

– Se convirtió en un cerdito -contestó Alicia sin inmutarse, como si el Gato hubiera vuelto de la forma más natural del mundo.

– Ya sabía que acabaría así -dijo el Gato, y desapareció de nuevo.

Alicia esperó un ratito, con la idea de que quizás aparecería una vez más, pero no fue así, y, pasados uno o dos minutos, la niña se puso en marcha hacia la dirección en que le había dicho que vivía la Liebre de Marzo.

– Sombrereros ya he visto algunos -se dijo para sí-. La Liebre de Marzo será mucho más interesante. Y además, como estamos en mayo, quizá ya no esté loca… o al menos quizá no esté tan loca como en marzo.

Mientras decía estas palabras, miró hacia arriba, y allí estaba el Gato una vez más, sentado en la rama de un árbol.

– ¿Dijiste cerdito o cardito? -preguntó el Gato.

– Dije cerdito -contestó Alicia-. ¡Y a ver si dejas de andar apareciendo y desapareciendo tan de golpe! ¡Me da mareo!

– De acuerdo -dijo el Gato.

Y esta vez desapareció despacito, con mucha suavidad, empezando por la punta de la cola y terminando por la sonrisa, que permaneció un rato allí, cuando el resto del Gato ya había desaparecido.

– ¡Vaya! -se dijo Alicia-. He visto muchísimas veces un gato sin sonrisa, ¡pero una sonrisa sin gato! ¡Es la cosa más rara que he visto en toda mi vida!

No tardó mucho en llegar a la casa de la Liebre de Marzo. Pensó que tenía que ser forzosamente aquella casa, porque las chimeneas tenían forma de largas orejas y el techo estaba recubierto de piel. Era una casa tan grande, que no se atrevió a acercarse sin dar antes un mordisquito al pedazo de seta de la mano izquierda, con lo que creció hasta una altura de unos dos palmos. Aún así, se acercó con cierto recelo, mientras se decía a sí misma:

– ¿Y si estuviera loca de verdad? ¡Empiezo a pensar que tal vez hubiera sido mejor ir a ver al Sombrerero!

Capítulo 7 – UNA MERIENDA DE LOCOSUNA MERIENDA DE LOCOS

Habían puesto la mesa debajo de un árbol, delante de la casa, y la Liebre de Marzo y el Sombrerero estaban tomando el té. Sentado entre ellos había un Lirón, que dormía profundamente, y los otros dos lo hacían servir de almohada, apoyando los codos sobre él, y hablando por encima de su cabeza. «Muy incómodo para el Lirón», pensó Alicia. «Pero como está dormido, supongo que no le importa».

La mesa era muy grande, pero los tres se apretujaban muy juntos en uno de los extremos.

– ¡No hay sitio! -se pusieron a gritar, cuando vieron que se acercaba Alicia.

– ¡Hay un montón de sitio! -protestó Alicia indignada, y se sentó en un gran sillón a un extremo de la mesa.

– Toma un poco de vino -la animó la Liebre de Marzo.

Alicia miró por toda la mesa, pero allí sólo había té.

– No veo ni rastro de vino -observó.

– Claro. No lo hay -dijo la Liebre de Marzo.

– En tal caso, no es muy correcto por su parte andar ofreciéndolo -dijo Alicia enfadada.

– Tampoco es muy correcto por tu parte sentarte con nosotros sin haber sido invitada -dijo la Liebre de Marzo.

– No sabía que la mesa era suya -dijo Alicia-. Está puesta para muchas más de tres personas.

– Necesitas un buen corte de pelo -dijo el Sombrerero.

Había estado observando a Alicia con mucha curiosidad, y estas eran sus primeras palabras.

– Debería aprender usted a no hacer observaciones tan personales -dijo Alicia con acritud-. Es de muy mala educación.

Al oír esto, el Sombrerero abrió unos ojos como naranjas, pero lo único que dijo fue:

– ¿En qué se parece un cuervo a un escritorio?

«¡Vaya, parece que nos vamos a divertir!», pensó Alicia. «Me encanta que hayan empezado a jugar a las adivinanzas.» Y añadió en voz alta:

– Creo que sé la solución.

– ¿Quieres decir que crees que puedes encontrar la solución? -preguntó la Liebre de Marzo.

– Exactamente -contestó Alicia.

– Entonces debes decir lo que piensas -siguió la Liebre de Marzo.

– Ya lo hago -se apresuró a replicar Alicia-. O al menos… al menos pienso lo que digo… Viene a ser lo mismo, ¿no?

– ¿Lo mismo? ¡De ninguna manera! -dijo el Sombrerero-. ¡En tal caso, sería lo mismo decir «veo lo que como» que «como lo que veo»!

– ¡Y sería lo mismo decir -añadió la Liebre de Marzo- «me gusta lo que tengo» que «tengo lo que me gusta»!

– ¡Y sería lo mismo decir -añadió el Lirón, que parecía hablar en medio de sus sueños- «respiro cuando duermo» que «duermo cuando respiro»!

– Es lo mismo en tu caso -dijo el Sombrerero.

Y aquí la conversación se interrumpió, y el pequeño grupo se mantuvo en silencio unos instantes, mientras Alicia intentaba recordar todo lo que sabía de cuervos y de escritorios, que no era demasiado.

El Sombrerero fue el primero en romper el silencio.

– ¿Qué día del mes es hoy? -preguntó, dirigiéndose a Alicia.

Se había sacado el reloj del bolsillo, y lo miraba con ansiedad, propinándole violentas sacudidas y llevándoselo una y otra vez al oído.

Alicia reflexionó unos instantes.

– Es día cuatro dijo por fin.

– ¡Dos días de error! -se lamentó el Sombrerero, y, dirigiéndose amargamente a la Liebre de Marzo, añadió-: ¡Ya te dije que la mantequilla no le sentaría bien a la maquinaria!

– Era mantequilla de la mejor -replicó la Liebre muy compungida.

– Sí, pero se habrán metido también algunas migajas -gruñó el Sombrerero-.

No debiste utilizar el cuchillo del pan.

La Liebre de Marzo cogió el reloj y lo miró con aire melancólico: después lo sumergió en su taza de té, y lo miró de nuevo. Pero no se le ocurrió nada mejor que decir y repitió su primera observación:

– Era mantequilla de la mejor, sabes.

Alicia había estado mirando por encima del hombro de la Liebre con bastante curiosidad.

– ¡Qué reloj más raro! -exclamó-. ¡Señala el día del mes, y no señala la hora que es!

– ¿Y por qué habría de hacerlo? -rezongó el Sombrerero-. ¿Señala tu reloj el año en que estamos?

– Claro que no -reconoció Alicia con prontitud-. Pero esto es porque está tanto tiempo dentro del mismo año.

– Que es precisamente lo que le pasa al mío -dijo el Sombrerero.

Alicia quedó completamente desconcertada. Las palabras del Sombrerero no parecían tener el menor sentido.