Выбрать главу

– ¡Es un galimatías! Explica todo esto -dijo la Falsa Tortuga.

– ¡No, no! Las aventuras primero -exclamó el Grifo con impaciencia-, las explicaciones ocupan demasiado tiempo.

Así pues, Alicia empezó a contar sus aventuras a partir del momento en que vio por primera vez al Conejo Blanco. Al principio estaba un poco nerviosa, porque las dos criaturas se pegaron a ella, una a cada lado, con ojos y bocas abiertos como naranjas, pero fue cobrando valor a medida que avanzaba en su relato. Sus oyentes guardaron un silencio completo hasta que llegó el momento en que le había recitado a la Oruga el poema aquél de "Has envejecido, Padre Guillermo…" que en realidad le había salido muy distinto de lo que era. Al llegar a este punto, la Falsa Tortuga dio un profundo suspiro y dijo:

– Todo eso me parece muy curioso.

– No puede ser más curioso- remachó el Grifo.

– Te salió tan diferente… -repitió la Tortuga-, que me gustaría que nos recitases algo ahora.

Se volvió al Grifo.

– Dile que empiece.

El Grifo indicó:

– Ponte en pie y recita eso de "Es la voz del perezoso…"

– Pero, ¡cuántas órdenes me dan estas criaturas! -dijo Alicia en voz baja-.

Parece como si me estuvieran haciendo repetir las lecciones. Para esto lo mismo me daría estar en la escuela.

Pero se puso en pie y comenzó obedientemente a recitar el poema. Mientras tanto, no dejaba de darle vueltas en su cabeza a la danza de las langostas y en realidad apenas sabía lo que estaba diciendo. Y así le resultó lo que recitaba:

La voz de la Langosta he oído declarar: Me han tostado demasiado y ahora tendré que ponerme azúcar. Lo mismo que el pato hace con los párpados hace la langosta con su nariz: ajustarse el cinturón y abotonarse mientras tuerce los tobillos.
Cuando la arena está seca Está feliz, tanto como una perdiz, y habla con desprecio del tiburón. Pero cuando la marea sube y los tiburones la cercan, se le quiebra la voz Y sólo sabe balbucear.

El Grifo dijo:

– No lo oía así yo cuando era niño. Resulta distinto.

– Puede ser, aunque lo cierto es que yo jamás he oído ese poema- dijo la Falsa Tortuga-, pero el caso es que me suena a disparates.

Alicia no contestó. Se cubrió la cara con las manos, tras de sentarse de nuevo y se preguntó si sería posible que nada pudiera suceder allí de una manera natural.

– Veamos, me gustaría escuchar una explicación lógica- dijo la Falsa Tortuga.

– No sabe explicarlo- intervino el Grifo.- Pero, bueno, prosigue con la siguiente estrofa.

– Pero- insistió la Tortuga-, ¿qué hay de los tobillos! ¿Cómo podía torcérselos con la nariz?

– Se trata de la primera posición de todo el baile- aclaró Alicia, que, sin embargo, no comprendía nada de lo que estaba sucediendo, y deseaba cambiar el tema de la conversación.

– ¡Prosigue con la siguiente estrofa!- reclamó el Grifo.- Si no me equivoco es la que comienza diciendo: "Pasé por su jardín…".

Alicia obedeció, aunque estaba segura de que todo iba a seguir saliendo tergiversado. Con voz temblorosa dijo:

Pasé por su jardín y con un solo ojo pude observar muy bien cómo el búho y la pantera estaban repartiéndose un pastel. La pantera se llevó la pasta, la carne y el relleno, mientras que al búho le tocaba sólo la fuente que contenía el pastel. Cuando terminaron de comérselo, al búho le tocaba sólo la fuente que contenía el pastel. Cuando terminaron de comérselo, el búho como regalo, se llevó en el bolsillo la cucharilla, en tanto la pantera, con el cuchillo y el tenedor, terminaba el singular banquete.

– Lo que digo yo- dijo la Tortuga, -es ¿de qué nos sirve tanto recitar y recitar? ¿Si no explicas el significado de los que estás diciendo! ¡Bueno! ¡Esto es lo más confuso que he oído en mi vida!

– Desde luego -asintió el Grifo-. Creo que lo mejor será que lo dejes.

Y Alicia se alegró muchísimo. -¿Intentamos otra figura del Baile de la Langosta? -siguió el Grifo-. ¿O te gustaría que la Falsa Tortuga te cantara otra canción?

– ¡Otra canción, por favor, si la Falsa Tortuga fuese tan amable! -exclamó Alicia, con tantas prisas que el Grifo se sintió ofendido.

– ¡Vaya! -murmuró en tono dolido-. ¡Sobre gustos no hay nada escrito! ¿Quieres cantarle Sopa de Tortuga, amiga mía?

La Falsa Tortuga dio un profundo suspiro y empezó a cantar con voz ahogada por los sollozos:

Hermosa sopa, en la sopera, tan verde y rica, nos espera. Es exquisita, es deliciosa. ¡Sopa de noche, hermosa sopa! ¡Hermoooo-sa soooo-pa! ¡Hermooo~-sa soooo-pa! ¡Soooo-pa de la noooo-che! ¡Hermosa, hermosa sopa!

– ¡Canta la segunda estrofa! -exclamó el Grifo.

Y la Falsa Tortuga acababa de empezarla, cuando se oyó a lo lejos un grito de «¡Se abre el juicio!»

– ¡Vamos! -gritó el Grifo.

Y, cogiendo a Alicia de la mano, echó a correr, sin esperar el final de la canción.

– ¿Qué juicio es éste? -jadeó Alicia mientras corrían.

Pero el Grifo se limitó a contestar: «¡Vamos!», y se puso a correr aún más aprisa, mientras, cada vez más débiles, arrastradas por la brisa que les seguía, les llegaban las melancólicas palabras:

¡Soooo-pa de la noooo-che!

¡Hermosa, hermosa sopa!

Capítulo 11 – ¿QUIEN ROBO LAS TARTAS?

Cuando llegaron, el Rey y la Reina de Corazones estaban sentados en sus tronos, y había una gran multitud congregada a su alrededor: toda clase de pajarillos y animalitos, así como la baraja de cartas completa. El Valet estaba de pie ante ellos, encadenado, con un soldado a cada lado para vigilarlo. Y cerca del Rey estaba el Conejo Blanco, con una trompeta en una mano y un rollo de pergamino en la otra. Justo en el centro de la sala había una mesa y encima de ella una gran bandeja de tartas: tenían tan buen aspecto que a Alicia se le hizo la boca agua al verlas. «¡Ojalá el juicio termine pronto», pensó, «y repartan la merienda!» Pero no parecía haber muchas posibilidades de que así fuera, y Alicia se puso a mirar lo que ocurría a su alrededor, para matar el tiempo.

No había estado nunca en una corte de justicia, pero había leído cosas sobre ellas en los libros, y se sintió muy satisfecha al ver que sabía el nombre de casi todo lo que allí había.

– Aquél es el juez -se dijo a sí misma-, porque lleva esa gran peluca.

El Juez, por cierto, era el Rey; y como llevaba la corona encima de la peluca, no parecía sentirse muy cómodo, y desde luego no tenía buen aspecto.

– Y aquello es el estrado del jurado -pensó Alicia-, y esas doce criaturas (se vio obligada a decir «criaturas», sabéis, porque algunos eran animales de pelo y otros eran pájaros) supongo que son los miembros del jurado.

Repitió esta última palabra dos o tres veces para sí, sintiéndose orgullosa de ella: Alicia pensaba, y con razón, que muy pocas niñas de su edad podían saber su significado.

Los doce jurados estaban escribiendo afanosamente en unas pizarras.

– ¿Qué están haciendo? -le susurró Alicia al Grifo-. No pueden tener nada que anotar ahora, antes de que el juicio haya empezado.

– Están anotando sus nombres -susurró el Grifo como respuesta-, no vaya a ser que se les olviden antes de que termine el juicio.

– ¡Bichejos estúpidos! -empezó a decir Alicia en voz alta e indignada.

Pero se detuvo rápidamente al oír que el Conejo Blanco gritaba: «¡Silencio en la sala!», y al ver que el Rey se calaba los anteojos y miraba severamente a su alrededor para descubrir quién era el que había hablado.