– Où est ma chatte?
Era la primera frase de su libro de francés. El Ratón dio un salto inesperado fuera del agua y empezó a temblar de pies a cabeza.
– ¡Oh, le ruego que me perdone! -gritó Alicia apresuradamente, temiendo haber herido los sentimientos del pobre animal-. Olvidé que a usted no le gustan los gatos.
– ¡No me gustan los gatos! -exclamó el Ratón en voz aguda y apasionada-. ¿Te gustarían a ti los gatos si tú fueses yo?
– Bueno, puede que no -dijo Alicia en tono conciliador-. No se enfade por esto. Y, sin embargo, me gustaría poder enseñarle a nuestra gata Dina.
Bastaría que usted la viera para que empezaran a gustarle los gatos. Es tan bonita y tan suave -siguió Alicia, hablando casi para sí misma, mientras nadaba perezosa por el charco-, y ronronea tan dulcemente junto al fuego, lamiéndose las patitas y lavándose la cara… y es tan agradable tenerla en brazos… y es tan hábil cazando ratones… ¡Oh, perdóneme, por favor! -gritó de nuevo Alicia, porque esta vez al Ratón se le habían puesto todos los pelos de punta y tenía que estar enfadado de veras-. No hablaremos más de Dina, si usted no quiere.
– ¡Hablaremos dices! chilló el Rat6n, que estaba temblando hasta la mismísima punta de la cola-. ¡Como si yo fuera a hablar de semejante tema! Nuestra familia ha odiado siempre a los gatos: ¡bichos asquerosos, despreciables, vulgares! ¡Que no vuelva a oír yo esta palabra!
– ¡No la volveré a pronunciar! -dijo Alicia, apresurándose a cambiar el tema de la conversación-. ¿Es usted… es usted amigo… de… de los perros? El Ratón no dijo nada y Alicia siguió diciendo atropelladamente-: Hay cerca de casa un perrito tan mono que me gustaría que lo conociera! Un pequeño terrier de ojillos brillantes, sabe, con el pelo largo, rizado, castaño. Y si le tiras un palo, va y lo trae, y se sienta sobre dos patas para pedir la comida, y muchas cosas más… no me acuerdo ni de la mitad… Y es de un granjero, sabe, y el granjero dice que es un perro tan útil que no lo vendería ni por cien libras. Dice que mata todas las ratas y… ¡Dios mío! -exclamó Alicia trastornada-. ¡Temo que lo he ofendido otra vez!
Porque el Ratón se alejaba de ella nadando con todas sus fuerzas, y organizaba una auténtica tempestad en la charca con su violento chapoteo. Alicia lo llamó dulcemente mientras nadaba tras éclass="underline"
– ¡Ratoncito querido! ¡vuelve atrás, y no hablaremos más de gatos ni de perros, puesto que no te gustan!
Cuando el Ratón oyó estas palabras, dio media vuelta y nadó lentamente hacia ella: tenía la cara pálida (de emoción, pensó Alicia) y dijo con vocecita temblorosa:
– Vamos a la orilla, y allí te contaré mi historia, y entonces comprenderás por qué odio a los gatos y a los perros.
Ya era hora de salir de allí, pues la charca se iba llenando más y más de los pájaros y animales que habían caído en ella: había un pato y un dodo, un loro y un aguilucho y otras curiosas criaturas. Alicia abrió la marcha y todo el grupo nadó hacia la orilla.
Capítulo 3 – UNA CARRERA LOCA Y UNA LARGA HISTORIAUNA CARRERA LOCA Y UNA LARGA HISTORIA
El grupo que se reunió en la orilla tenía un aspecto realmente extraño: los pájaros con las plumas sucias, los otros animales con el pelo pegado al cuerpo, y todos calados hasta los huesos, malhumorados e incómodos.
Lo primero era, naturalmente, discurrir el modo de secarse: lo discutieron entre ellos, y a los pocos minutos a Alicia le parecía de lo más natural encontrarse en aquella reunión y hablar familiarmente con los animales, como si los conociera de toda la vida. Sostuvo incluso una larga discusión con el Loro, que terminó poniéndose muy tozudo y sin querer decir otra cosa que «soy más viejo que tú, y tengo que saberlo mejor». Y como Alicia se negó a darse por vencida sin saber antes la edad del Loro, y el Loro se negó rotundamente a confesar su edad, ahí acabó la conversación.
Por fin el Ratón, que parecía gozar de cierta autoridad dentro del grupo, les gritó:
– ¡Sentaos todos y escuchadme! ¡Os aseguro que voy a dejaros secos en un santiamén!
Todos se sentaron pues, formando un amplio círculo, con el Ratón en medio.
Alicia mantenía los ojos ansiosamente fijos en él, porque estaba segura de que iba a pescar un resfriado de aúpa si no se secaba en seguida.
– ¡Ejem! -carraspeó el Ratón con aires de importancia-, ¿Estáis preparados? Esta es la historia más árida y por tanto más seca que conozco. ¡Silencio todos, por favor! «Guillermo el Conquistador, cuya causa era apoyada por el Papa, fue aceptado muy pronto por los ingleses, que necesitaban un jefe y estaban ha tiempo acostumbrados a usurpaciones y conquistas. Edwindo Y Morcaro, duques de Mercia y Northumbría…»
– ¡Uf! -graznó el Loro, con un escalofrío.
– Con perdón -dijo el Ratón, frunciendo el ceño, pero con mucha cortesía-.
¿Decía usted algo?
– ¡Yo no! -se apresuró a responder el Loro.
– Pues me lo había parecido -dijo el Ratón-. Continúo. «Edwindo y Morcaro, duques de Mercia y Northumbría, se pusieron a su favor, e incluso Stigandio, el patriótico arzobispo de Canterbury, lo encontró conveniente…»-¿Encontró qué? -preguntó el Pato.
– Encontrólo -repuso el Ratón un poco enfadado-. Desde luego, usted sabe lo que lo quiere decir.
– ¡Claro que sé lo que quiere decir! -refunfuñó el Pato-. Cuando yo encuentro algo es casi siempre una rana o un gusano. Lo que quiero saber es qué fue lo que encontró el arzobispo.
El Ratón hizo como si no hubiera oído esta pregunta y se apresuró a continuar con su historia:
– «Lo encontró conveniente y decidió ir con Edgardo Athelingo al encuentro de Guillermo y ofrecerle la corona. Guillermo actuó al principio con moderación.
Pero la insolencia de sus normandos…» ¿Cómo te sientes ahora, querida? continuó, dirigiéndose a Alicia.
– Tan mojada como al principio -dijo Alicia en tono melancólico-. Esta historia es muy seca, pero parece que a mi no me seca nada.
– En este caso -dijo solemnemente el Dodo, mientras se ponía en pie-, propongo que se abra un receso en la sesión y que pasemos a la adopción inmediata de remedios más radicales…
– ¡Habla en cristiano! -protestó el Aguilucho-. No sé lo que quieren decir ni la mitad de estas palabras altisonantes, y es más, ¡creo que tampoco tú sabes lo que significan!
Y el Aguilucho bajó la cabeza para ocultar una sonrisa; algunos de los otros pájaros rieron sin disimulo.
– Lo que yo iba a decir -siguió el Dodo en tono ofendido- es que el mejor modo para secarnos sería una Carrera Loca.
– ¿Qué es una Carrera Loca? -preguntó Alicia, y no porque tuviera muchas ganas de averiguarlo, sino porque el Dodo había hecho una pausa, como esperando que alguien dijera algo, y nadie parecía dispuesto a decir nada.
– Bueno, la mejor manera de explicarlo es hacerlo.
(Y por si alguno de vosotros quiere hacer también una Carrera Loca cualquier día de invierno, voy a contaros cómo la organizó el Dodo.)
Primero trazó una pista para la Carrera, más o menos en círculo («la forma exacta no tiene importancia», dijo) y después todo el grupo se fue colocando aquí y allá a lo largo de la pista. No hubo el «A la una, a las dos, a las tres, ya», sino que todos empezaron a correr cuando quisieron, y cada uno paró cuando quiso, de modo que no era fácil saber cuándo terminaba la carrera. Sin embargo, cuando llevaban corriendo más o menos media hora, y volvían a estar ya secos, el Dodo gritó súbitamente:
– ¡La carrera ha terminado!
Y todos se agruparon jadeantes a su alrededor, preguntando:
– ¿Pero quién ha ganado?
El Dodo no podía contestar a esta pregunta sin entregarse antes a largas cavilaciones, y estuvo largo rato reflexionando con un dedo apoyado en la frente (la postura en que aparecen casi siempre retratados los pensadores), mientras los demás esperaban en silencio. Por fin el Dodo dijo: