– Todos hemos ganado, y todos tenemos que recibir un premio.
– ¿Pero quién dará los premios? -preguntó un coro de voces.
– Pues ella, naturalmente -dijo el Dodo, señalando a Alicia con el dedo.
Y todo el grupo se agolpó alrededor de Alicia, gritando como locos:
– ¡Premios! ¡Premios!
Alicia no sabía qué hacer, y se metió desesperada una mano en el bolsillo, y encontró una caja de confites (por suerte el agua salada no había entrado dentro), y los repartió como premios. Había exactamente un confite para cada uno de ellos.
– Pero ella también debe tener un premio -dijo el Ratón.
– Claro que sí -aprobó el Dodo con gravedad, y, dirigiéndose a Alicia, preguntó-: ¿Qué más tienes en el bolsillo?
– Sólo un dedal -dijo Alicia.
– Venga el dedal -dijo el Dodo.
Y entonces todos la rodearon una vez más, mientras el Dodo le ofrecía solemnemente el dedal con las palabras:
– Os rogamos que aceptéis este elegante dedal.
Y después de este cortísimo discurso, todos aplaudieron con entusiasmo.
Alicia pensó que todo esto era muy absurdo, pero los demás parecían tomarlo tan en serio que no se atrevió a reír, y, como tampoco se le ocurría nada que decir, se limitó a hacer una reverencia, y a coger el dedal, con el aire más solemne que pudo.
Había llegado el momento de comerse los confites, lo que provocó bastante ruido y confusión, pues los pájaros grandes se quejaban de que sabían a poco, y los pájaros pequeños se atragantaban y había que darles palmaditas en la espalda. Sin embargo, por fin terminaron con los confites, y de nuevo se sentaron en círculo, y pidieron al Ratón que les contara otra historia.
– Me prometiste contarme tu vida, ¿te acuerdas? -dijo Alicia-. Y por qué odias a los… G. y a los P. -añadió en un susurro, sin atreverse a nombrar a los gatos y a los perros por su nombre completo para no ofender al Ratón de nuevo.
– ¡Arrastro tras de mí una realidad muy larga y muy triste! -exclamó el Ratón, dirigiéndose a Alicia y dejando escapar un suspiro.
– Desde luego, arrastras una cola larguísima -dijo Alicia, mientras echaba una mirada admirativa a la cola del Ratón-, pero ¿por qué dices que es triste?
Y tan convencida estaba Alicia de que el Ratón se refería a su cola, que, cuando él empezó a hablar, la historia que contó tomó en la imaginación de Alicia una forma así:
"Cierta Furia dijo a un
Ratón al que se encontró
en su casa: "Vamos a ir juntos ante la Ley: Yo te acusaré, y tú te defenderás.
¡Vamos! No admitiré más
discusiones Hemos de
tener un proceso, porque esta mañana no he
tenido ninguna otra
cosa que hacer". El
Ratón respondió a la
Furia: "Ese pleito, señora no servirá si no
tenemos juez y jurado,
y no servirá más que
para que nos gritemos
uno a otro como una
pareja de tontos"
Y replicó la Furia: "Yo seré
al mismo tiempo
el juez y el
jurado." Lo dijo
taimadamente
la vieja Furia. "Yo seré
la que diga
todo lo que
haya que decir, y también quien
a muerte condene."
– ¡No me estás escuchando! -protestó el Ratón, dirigiéndose a Alicia-.
¿Dónde tienes la cabeza?
– Por favor, no te enfades -dijo Alicia con suavidad-. Si no me equivoco, ibas ya por la quinta vuelta.
– ¡Nada de eso! -chilló el Ratón-. ¿De qué vueltas hablas? ¡Te estás burlando de mí y sólo dices tonterías!
Y el Ratón se levantó y se fue muy enfadado.
– ¡Ha sido sin querer! exclamó la pobre Alicia-. ¡Pero tú te enfadas con tanta facilidad!
El Ratón sólo respondió con un gruñido, mientras seguía alejándose.
– ¡Vuelve, por favor, y termina tu historia! -gritó Alicia tras él.
Y los otros animales se unieron a ella y gritaron a coro:
– ¡Sí, vuelve, por favor!
Pero el Ratón movió impaciente la cabeza y apresuró el paso.
– ¡Qué lástima que no se haya querido quedar! -suspiró el Loro, cuando el Ratón se hubo perdido de vista.
Y una vieja Cangreja aprovechó la ocasión para decirle a su hija:
– ¡Ah, cariño! ¡Que te sirva de lección para no dejarte arrastrar nunca por tu mal genio!
– ¡Calla esa boca, mamá! -protestó con aspereza la Cangrejita-. ¡Eres capaz de acabar con la paciencia de una ostra!
– ¡Ojalá estuviera aquí Dina con nosotros! -dijo Alicia en voz alta, pero sin dirigirse a nadie en particular-.
¡Ella sí que nos traería al Ratón en un santiamén!
– ¡Y quién es Dina, si se me permite la pregunta? -quiso saber el Loro.
Alicia contestó con entusiasmo, porque siempre estaba dispuesta a hablar de su amiga favorita:
– Dina es nuestra gata. ¡Y no podéis imaginar lo lista que es para cazar ratones! ¡Una maravilla! ¡Y me gustaría que la vierais correr tras los pájaros!
¡Se zampa un pajarito en un abrir y cerrar de ojos!
Estas palabras causaron una impresión terrible entre los animales que la rodeaban. Algunos pájaros se apresuraron a levantar el vuelo. Una vieja urraca se acurrucó bien entre sus plumas, mientras murmuraba: «No tengo más remedio que irme a casa; el frío de la noche no le sienta bien a mi garganta». Y un canario reunió a todos sus pequeños, mientras les decía con una vocecilla temblorosa: «¡Vamos, queridos! ¡Es hora de que estéis todos en la cama!» Y así, con distintos pretextos, todos se fueron de allí, y en unos segundos Alicia se encontró completamente sola.
– ¡Ojalá no hubiera hablado de Dina! -se dijo en tono melancólico-. ¡Aquí abajo, mi gata no parece gustarle a nadie, y sin embargo estoy bien segura de que es la mejor gata del mundo! ¡Ay, mi Dina, mi querida Dina! ¡Me pregunto si volveré a verte alguna vez!
Y la pobre Alicia se echó a llorar de nuevo, porque se sentía muy sola y muy deprimida. Al poco rato, sin embargo, volvió a oír un ruidito de pisadas a lo lejos y levantó la vista esperanzada, pensando que a lo mejor el Ratón había cambiado de idea y volvía atrás para terminar su historia.
Capítulo 4 – LA CASA DEL CONEJOLA CASA DEL CONEJO
Era el Conejo Blanco, que volvía con un trotecillo saltarín y miraba ansiosamente a su alrededor, como si hubiera perdido algo. Y Alicia oyó que murmuraba:
– ¡La Duquesa! ¡La Duquesa! ¡Oh, mis queridas patitas! ¡Oh, mi piel y mis bigotes! ¡Me hará ejecutar, tan seguro como que los grillos son grillos! ¿Dónde demonios puedo haberlos dejado caer? ¿Dónde? ¿Dónde?
Alicia comprendió al instante que estaba buscando el abanico y el par de guantes blancos de cabritilla, y llena de buena voluntad se puso también ella a buscar por todos lados, pero no encontró ni rastro de ellos. En realidad, todo parecía haber cambiado desde que ella cayó en el charco, y el vestíbulo con la mesa de cristal y la puertecilla habían desaparecido completamente.
A los pocos instantes el Conejo descubrió la presencia de Alicia, que andaba buscando los guantes y el abanico de un lado a otro, y le gritó muy enfadado:
– ¡Cómo, Mary Ann, qué demonios estás haciendo aquí! Corre inmediatamente a casa y tráeme un par de guantes y un abanico! ¡Aprisa!
Alicia se llevó tal susto que salió corriendo en la dirección que el Conejo le señalaba, sin intentar explicarle que estaba equivocándose de persona.
– ¡Me ha confundido con su criada! -se dijo mientras corría-. ¡Vaya sorpresa se va a llevar cuando se entere de quién soy! Pero será mejor que le traiga su abanico y sus guantes… Bueno, si logro encontrarlos.
Mientras decía estas palabras, llegó ante una linda casita, en cuya puerta brillaba una placa de bronce con el nombre «C. BLANCO» grabado en ella. Alicia entró sin llamar, y corrió escaleras arriba, con mucho miedo de encontrar a la verdadera Mary Ann y de que la echaran de la casa antes de que hubiera encontrado los guantes y el abanico.