Había estado preparando los detalles durante mucho tiempo. Era el momento de que ella tuviera algo de fe en él.
Maniática del control, pensó al sentir el cambio en la atmósfera, la calma de la noche se alejaba con una ráfaga de viento. Unas finas nubes pasaban frente a la luna, tornándose más espesas y moviéndose más deprisa a medida que pasaban los minutos. La promesa de tormenta pesaba en el aire, y le enviaba su canto sangriento a través de sus venas.
Se acercó reptando hasta el pabellón de Adán, escondido entre la maleza al abrirse camino hasta la capilla. Al deslizarse silenciosamente entre las sombras empapadas de noche, pensó en Kristi Bentz… hermosa, asustada, la ágil Kristi… saboreó con la imaginación lo que estaba por llegar. Se relamió los labios ante la idea de su sangre, lo dulce que sería su sabor, y no pudo evitar imaginar lo que le haría. Las imágenes en su cabeza provocaron una respuesta inmediata entre sus piernas, y tuvo que acallar la lujuria que hervía a través de sus venas.
Pero antes, había trabajo que hacer.
No podía distraerse.
Más tarde la saborearía, por completo…, viva y muerta.
La tormenta arreciaba; ráfagas de viento cruzaban el campus, inclinando la hierba y los arbustos, había amenaza de lluvia y algo más… puede que truenos. Las campanas comenzaron a sonar y las nubes se arremolinaban sobre la luna cuando se deslizó en la capilla. En el interior, el sonido del viento se apagó, y una fila tras otra de velas, con sus diminutas llamas parpadeando junto a la entrada, le dio la bienvenida. Olfateó el ardiente aroma; la cera se tornaba líquida.
Sí, pensó, ascendiendo en silencio las escaleras que se desviaban de la entrada, él se ocuparía de todo. Como lo había hecho desde que era un niño. Elizabeth debería calmarse y confiar en él. ¿Es que no la había cuidado y protegido siempre? Aunque a menudo hubiera estado en las sombras, ¿acaso no había podido delegar en él?
Sí, pensó al llegar al balcón. Sí, sabía que cuatro cuerpos habían sido encontrados, y le dolía pensar que la policía incluso estaba examinando y cortando los cuerpos de aquellas a quienes había escogido tan cuidadosamente. Sí, se daba cuenta de que pronto las autoridades, con sus sofisticados equipos, sus preparados detectives, sus perros y su determinación acabarían por llegar hasta allí. No podían retrasarse mucho.
Tenían que marcharse.
Pero no hasta que hubiera atado unos pequeños cabos sueltos. No le llevaría mucho tiempo, pero aquellos que conocían la verdad, o la sospechaban, tendrían que perecer.
Sacrificarse a sí mismos, por poco que pudiera ser lo que conocieran.
Entonces, se deslizó entre los pliegues de la pesada cortina de terciopelo y esperó. La representación final de la obra moralista había acabado y el sacerdote regresaría pronto para rezar ante el altar antes de usar la puerta trasera para volver a su residencia privada, donde rezaría por el perdón, la absolución y la piedad.
Vlad sonrió en la oscuridad.
Piedad.
Mantuvo su mirada sobre la puerta. Tan pronto como Vlad estuvo seguro de que el padre Mathias no cambiaba su rutina, lo seguiría y se aseguraría de que la atormentada alma del sacerdote era liberada.
El padre Mathias no sufriría durante más tiempo.
Jay le silbó al perro, abrió la puerta de su camioneta y, una vez que Bruno hubo entrado, se colocó al volante. Se hubiera dado de cabezazos por ser tan estúpido y trató de no dejarse llevar por el pánico.
Al registrar la guantera encontró su Glock, y la introdujo en uno de los bolsillos de su chaqueta, todo ello pensando en Kristi; la hermosa, atlética, insolente y cabezota Kristi. ¿Cómo había dejado que le convenciera para dejarla sola en Baton Rouge?
Encendió el motor y puso el coche en marcha; puso el viejo Toyota marcha atrás, chirriando hasta llegar a la calle. Luego situó la camioneta en la dirección correcta, pisó el acelerador, salió del callejón sin salida hasta la calle principal y se dirigió a la autopista.
Se había retrasado en el laboratorio con el descubrimiento de los cuatro cuerpos, las chicas desaparecidas del All Saints. Las pruebas halladas en los cadáveres habían tardado en recogerse y procesarse. Y mientras trabajaba, había intentado llamar a Kristi una y otra vez, pero sin resultado.
¿Dónde demonios estaba?
Una vez más, marcó su número.
Una vez más, su llamada fue enviada al buzón de voz.
– ¡Joder! -Casi lanzó el teléfono al otro lado del asiento cuando, al poner un ojo en la carretera, esquivó a un camión con remolque. ¿Por qué no contestaba al maldito teléfono? ¿Se lo habría olvidado? ¿Se habría quedado sin batería? ¿O es que le habría ocurrido algo?
Contempló en su mente los cuerpos desangrados de las chicas en la morgue y rezó para que Kristi no se hubiera convertido en una víctima de aquel psicópata que estaba detrás de los asesinatos. ¿Por qué no había insistido en que acudiera a la policía cuando encontraron el maldito vial de sangre? ¿Qué clase de idiota era para permitirle quedarse sola en Baton Rouge, cuando ambos sospechaban que había un asesino en serie acechando a las estudiantes? ¡Y que alguien estaba grabando lo que ocurría en su apartamento!
¡Como si hubieras podido detenerla! Ni hablar. No a esa mujer terca como un mulo.
Pero no podía apartar la sensación de culpa. Debería haberse quedado con ella. Y ahora… oh, Dios, ahora…
– Hijo de puta -espetó, conduciendo como un loco, ignorando el límite de velocidad y pisando a fondo en cuanto veía un semáforo en ámbar. Bruno, imperturbable, miraba fijamente por la ventana mientras los faros de Jay iluminaban la noche.
Además, le había dejado tres mensajes a Rick Bentz, ninguno de los cuales tuvo respuesta, pero claro, el propio Bentz estaba con los ojos puestos en el caso, en la prensa y en el caos resultante. Por lo que Jay sabía, el departamento de policía de Nueva Orleans, así como el de Baton Rouge, habían realizado declaraciones oficiales ante la prensa y la opinión pública en las que citaban la existencia de un asesino en serie en las calles. La Universidad había sido alertada, así que con suerte, ya habría sido emitido un aviso a los estudiantes para que permanecieran en interiores o en grupos, y se había impuesto un toque de queda.
Jay había conseguido finalmente ponerse de nuevo en contacto con Portia Laurent, quien le había dado toda la información disponible por teléfono. El resultado era que Dominic Grotto tenía acceso a una furgoneta azul marino, una que le cogía prestada a su cuñado en ocasiones. Jay estaba convencido de que el profesor aficionado a los vampiros era su hombre; Portia Laurent se reservaba su opinión. Todavía estaba realizando comprobaciones de antecedentes y Grotto, hasta el momento, estaba limpio. También tenía otro par de pistas que se encontraba siguiendo, algo que la estaba inquietando, pero antes de que pudiera explicárselo, otra llamada la interrumpió y tuvo que colgar, diciéndole que lo llamaría más tarde. Hasta ahora, no lo había hecho.
Jay estaba llegando a Baton Rouge cuando sonó su teléfono móvil. Contestó antes del segundo aviso, agarrando el maldito cacharro como si fuera un salvavidas. Le rezó a Dios para que fuera Kristi la que estaba al otro lado de la línea, por que estuviera a salvo, porque sus peores miedos fueran infundados.
– McKnight -respondió.
– Soy Bentz. Tú me has llamado. -Era la voz de Rick Bentz. Seria. Dura. Rezumando furia; puede que fuera miedo.
– Sí. Estoy de camino a Baton Rouge, pero no he podido contactar con Kristi. Esperaba que usted lo hubiera hecho.