– No. -Aquella sola y condenada palabra retumbó en la cabeza de Jay y, hasta ese momento, no se había dado cuenta de lo mucho que había deseado que Kristi se hubiera puesto en contacto con su padre-. Pensaba que podría estar contigo -prosiguió Bentz-. No contesta a su jodido teléfono y ahora mismo voy de camino hacia allí.
– Yo también. Debería llegar en unos cuarenta minutos.
– Bien. Sé que el departamento de policía de Baton Rouge está trabajando al límite, y han acudido al fbi. Están advirtiendo a la gente, la policía colabora con la prensa para extender el aviso. Me sorprende que hayas salido del laboratorio.
– Lo he arreglado. Oficialmente estoy en operaciones de campo. -Jay había pasado cuarenta horas en el laboratorio criminalista aquella semana, e Inez Santiago le había sustituido. Inez había insistido en que se marchara en cuanto llegó, y le había asegurado que Bonita Washington y los demás criminólogos de la plantilla podrían arreglárselas con cualquier cosa que se les presentara.
Jay no había necesitado que le insistieran más. No después de haber encontrado cadáveres desangrados, que mostraban marcas de mordiscos en el cuello cuyas medidas coincidían con las de la dentadura de un varón adulto; las heridas de pinchazos coincidían con unos incisivos muy afilados. Las marcas en los cuellos de las cuatro chicas eran idénticas y la esperanza consistía en que la policía pudiera relacionar las marcas en la piel de las víctimas con los dientes del asesino.
Era el trabajo de alguien que trataba desesperadamente de hacerles creer que existían criaturas de la noche chupadoras de sangre atacando a las chicas del All Saints.
La mano de Jay apretó el volante y frenó para evitar chocar contra una motocicleta que se había metido en su carril.
– Usted sabe que Kristi cursaba una asignatura de los vampiros en la sociedad o alguna mierda por el estilo. -Tras mirar hacia un lado y cambiar de carril, pisó el acelerador y adelantó a una berlina conducida por un anciano con sombrero.
– ¿Sí?
– Creo que alguien ha llevado todo este cuento de los vampiros a otro nivel. -Rápidamente, le explicó a Bentz que Lucretia le había hablado a Kristi sobre un culto en el campus, y como él y Kristi encontraron un vial de sangre en su apartamento, el antiguo hogar de Tara Atwater. Mientras Bentz escuchaba en silencio, Jay le contó su descubrimiento de la cámara de vídeo y la trampa que prepararon. Añadió que Kristi estaba convencida de que el padre Mathias, el sacerdote que representaba obras moralistas, estaba implicado de alguna forma en las desapariciones de las alumnas-. Kristi cree que la casa Wagner es el corazón del culto -concluyó Jay.
– Alguien podría habérmelo contado -sentenció Bentz amargamente.
Jay no respondió. Dejó que el padre de Kristi lo interpretase a su manera.
– ¿Y la dejaste allí? -atacó Bentz con calma.
– Fue un error.
– Desde luego que lo fue.
Jay lo dejó pasar. La señal de salida hacia Baton Rouge se interpuso en la luz de sus faros justo cuando las primeras gotas de lluvia caían sobre su parabrisas. Aceleró hacia el carril y decidió que ya había sido el centro de la ira de Bentz durante el tiempo suficiente.
– ¿Y dónde se encuentra usted?
– A media hora de Baton Rouge. Con Montoya.
– Bien. Yo acabo de llegar. Voy directamente hacia el apartamento de Kristi. Le llamaré en cuanto llegue.
Sobrepasando el límite de velocidad, Jay atravesó la ciudad, pasando por barrios que le resultaban familiares desde el principio del año. Pero todo el tiempo que iba conduciendo de memoria, veía las imágenes de los cadáveres desangrados, rescatados del Misisipi.
Su esperanza consistía en que el asesino las hubiera mantenido vivas durante un largo periodo de tiempo antes de quitarles sus vidas. El retraso en su descomposición sugería esa posibilidad.
A no ser que las hayan congelado.
No podía olvidar la afirmación de Bonita Washington sobre las quemaduras por congelación en el brazo cortado, el cual resultaba pertenecer a Rylee Ames, la última víctima.
A no ser que Ariel fuese la última víctima.
A no ser que fuese Kristi…
Tomó un atajo hacia el campus. La lluvia caía ahora con fuerza, en trombas intermitentes. Había furgonetas de noticias y coches de policía aparcados alrededor de las puertas de los terrenos del All Saints, donde, al parecer, se encontraban todos los agentes de las fuerzas de seguridad del campus. Había muy pocos estudiantes, pero los equipos de noticias y los reporteros ataviados con impermeables estaban preparados con sus micrófonos. Todo era un maldito circo.
El campus del All Saints no era oficialmente la escena del crimen, al menos por ahora, pero la presencia policial y de los equipos de noticias anunciaban al mundo que había un asesino suelto, uno que consideraba la Universidad privada como coto de caza personal.
– No por mucho tiempo, gilipollas -murmuró Jay mientras conducía hacia la vieja casa donde vivía Kristi, y sintió un momento de alivio al ver su Honda aparcado en su lugar habitual. Tal vez estuviera en casa. Tal vez había perdido su teléfono móvil. Tal vez… ¡Oh, Dios, por favor! Abrió la puerta de su camioneta incluso antes de que se detuviera-. Quieto -le ordenó a Bruno, y luego subió corriendo las escaleras, saltando escalones de dos en dos, con la llave preparada en su mano. En un instante se encontraba en la tercera planta, abriendo la puerta y empujándola de golpe.
– ¡Kris! -chilló, adentrándose en el interior.
Estaba oscuro y en silencio; había un olor a cera vieja en el aire, la ventana sobre el fregadero estaba abierta de par en par, una leve brisa agitaba las cortinas.
Se le encogió el estómago y alcanzó su arma.
– ¡Suéltala! ¡Al suelo! -ordenó una voz femenina. Mai Kwan salió de entre las sombras, directamente en su camino; la pistola en sus manos le apuntaba directamente al corazón.
– ¿Vampiros? -Montoya, sentado en el asiento del copiloto, se quedó mirando a Bentz como si el veterano detective hubiera perdido la cabeza. El Crown Victoria, con las luces y la sirena encendidas, volaba por la autopista hacia Baton Rouge-. ¿Lo dices en serio? ¿Vampiros? ¿Como esas criaturas chupadoras de sangre que se transforman en murciélagos y duermen en ataúdes y tienes que matarlos con balas de plata o con una estaca en el corazón y toda esa mierda?
– Eso es lo que ha dicho. -Bentz escudriñaba en la noche y conducía como si le persiguieran mil demonios. La lluvia era espesa; los limpiaparabrisas la apartaban a los lados y la emisora de la policía emitía un sonido de chisporroteo. Los relámpagos partían en dos la noche en la lejanía.
– ¿Tú te lo crees?
Bentz sintió la mirada de Montoya atravesándolo.
– Lo que yo creo es que mi hija ha desaparecido y que algún loco hijo de puta la tiene en su poder.
– ¿Pero, vampiros? Bentz masculló con tirantez.
– Esos cadáveres que sacaron del río no tenían más que trazas de sangre. Trazas. Y las heridas de pinchazos. Nadie ha informado de que haya encontrado una escena del crimen sangrienta sin que haya un cuerpo.
– Excepto nuestra bailarina, Karen Lee Williams, alias Cuerpodulce. Allí había sangre. Y ella había desaparecido. -Montoya se rascó la perilla-. ¿Crees que están relacionados?
Bentz frunció el ceño.
– No lo sé. Allí había sangre, sí, pero no seis litros. No lo que cabe en un cuerpo.
– De modo que este jodido adorador de los vampiros probablemente se bebió el resto. Y después se convirtió en murciélago y voló con sus alas hasta alguna cripta y se durmió en un ataúd para hacer la digestión. -Rebuscó en un bolsillo interior de su chaqueta de cuero y encontró un paquete de cigarrillos, aquellos que había reservado, y Bentz lo sabía, para noches como aquella. Su sarcasmo no pudo encubrir el aroma de la inseguridad que sentía. Ninguno de ellos sabía a qué se estaban enfrentando.