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Probablemente más. Sin duda, Ariel O'Toole y Kristi Bentz habían muerto y también serían encontradas en el río.

Ahora lo sabía. El ojo que había cerrado voluntariamente, podía ahora ver a la perfección. Ya no se engañaba más a sí mismo pensando que estaba haciendo lo correcto y ayudando a chicas cuyas vidas eran un caos absoluto.

Desde que regresó de su propia representación personal, su última representación para su público privado, había encendido la televisión para ver un informe de noticias acerca de cadáveres que eran rescatados del Misisipi. No habían dado muchos detalles, no darían una lista de nombres hasta que sus parientes fueran notificados, pero él los sabía. En las profundidades de su corazón, sabía exactamente lo que les había ocurrido a esas chicas.

Y era por su culpa.

Incluso ahora, notaba el sabor de la sangre de Kristi Bentz bajo sus labios. Todo era parte del espectáculo. Todo era parte del plan. Todo por un bien mayor.

Y un cuerno.

Todo era parte de tu propio engrandecimiento personal.

Había conocido a las chicas personalmente y se dijo a sí mismo que todas eran participantes voluntarias, que el miedo que había visto en sus ojos era todo parte del espectáculo, que la razón por la que habían estado paralizadas y débiles no era más que su habilidad de interpretación.

Se había convencido a sí mismo de que no había pasado nada ilegal, de que no había víctimas, de que nadie había salido herido.

Pero en el fondo, lo había sabido.

Aunque podría ser capaz de salvar a Ariel O'Toole y a Kristi Bentz. Aún podría haber tiempo. Podría ser capaz de detener aquel horror para que nunca volviera a ocurrir. Incluso si tenía que entregarse por su papel en aquel desastre; su papel principal.

Afuera, la tormenta arreciaba; la lluvia golpeaba las ventanas y los destellos de los relámpagos iluminaban el cielo en hirvientes explosiones de luz, y ensordecedores truenos después.

Tendría que haber confesado cuando Kristi Bentz le había visitado en su despacho, en busca de respuestas. Oh, demonios, debería haber confesado hace un año, cuando oyó por primera vez que Dionne había desaparecido.

Entonces había sospechado que las cosas se habían torcido.

Por encima de la suave música y de la furiosa tormenta, oyó abrirse la puerta principal con un chirrido y se le encogió el corazón. La había cerrado con llave, ¿no? ¿O se le había olvidado?

Vienen a por ti.

Lo saben.

Una gota de miedo se deslizó a lo largo de su espina dorsal cuando se levantó para investigar.

– ¿Hola? -dijo, decepcionado consigo mismo. Él era un hombre fuerte. Jamás en su vida había conocido el verdadero miedo. Los pasos avanzaron decididamente por el pasillo.

– ¿Quién está ahí? -Se encontraba junto a la puerta de su estudio cuando se abrió de golpe delante de él, y la mujer que confesaba amar estaba delante de él en un estado de temblorosa furia.

– Ya basta, Dominic -dijo Lucretia con la voz ronca, los ojos cansados y su piel tan pálida como la muerte. Su cabeza estaba desprotegida y empapada, el rímel le caía por las mejillas. El agua de la lluvia bajaba por los pliegues de un largo impermeable negro. No se había molestado en cerrar la puerta y esta se abrió de golpe contra la pared; el frío aire invernal corría a través del pasillo-. Ya basta de mentiras. Ya basta de desapariciones. Ya basta de hacerme creer que estoy loca.

– Lucretia, voy a ir a la policía…

– ¿Ahora? ¿Cuando ya han encontrado los cuerpos? ¿Ahora vas a ir? -Sacudió su cabeza de un lado a otro-. Yo te amaba -susurró, con los ojos cargados de lágrimas.

– Lo sé. Yo también te amaba…

– ¡Mientes! -exclamó con las fosas nasales dilatadas.

Sacó su mano del bolsillo de su impermeable; sus dedos aparecieron enroscados alrededor de una pequeña pistola negra.

Grotto se quedó petrificado.

– ¡Oh, Cristo, Lucretia!, ¿qué estás haciendo? Le preguntó, pero ya lo sabía. Lo sabía en su corazón-. ¡No! -Se le encogió el estómago cuando ella levantó la pistola, la misma que él le había dado unos meses atrás.

– Tú las mataste -lo acusó con la voz oscilante; su mano temblaba.

– ¡Traté de salvarlas! Tan solo representaba un espectáculo para los demás, pero no era más que una actuación, ¡te lo juro!

– No… -La pistola se agitaba en sus manos.

Tal vez pudiera convencerla. Tal vez pudiera quitarle el arma.

– Tan solo escucha. Podría quedar tiempo. Kristi y Ariel aún podrían estar vivas.

– ¿Kristi? ¿Kristi Bentz? ¿La has metido en esto? ¿Y a Ariel? ¿También a ella? -Sus ojos se endurecieron al apuntar con la pistola hacia su cabeza-. Ha desaparecido. Desde la semana pasada… y es por tu culpa. ¡Oh, Dios, está muerta! Sé que está muerta. Tendría que haberlas avisado, habérselo contado.

Él dio un paso hacia ella, pero los dedos de Lucretia se colocaron sobre el gatillo. Grotto se detuvo. Levantó las dos manos en un intento por calmarla.

– Tan solo tenemos que encontrar a Preston. Él es… es quien conocía a las chicas, quien les ayudaba… Tiene un escondite; está conectado con la casa Wagner por los viejos túneles que usaba Ludwig Wagner.

– Llevan sellados más de cien años -dijo con laconismo-. Eso es otra mentira.

– No, no, te lo juro. Preston les decía que las ayudaría a empezar desde el principio, a conseguir nuevas vidas, a desaparecer… -Ayudándolas a morir.

– Lucretia, yo no lo sabía. Te lo juro, yo no lo sabía -se excusó, tratando de mantenerla en la conversación mientras pensaba en alguna forma de quitarle el arma de las manos, de abalanzarse sobre ella y eliminar sus posibilidades.

– Pero lo sospechabas. Igual que yo. -Se concentró en él, con el arma preparada aunque la había bajado, apuntando de nuevo hacia el pecho.

Su corazón se estremeció y, durante un segundo, sobre el murmullo del viento que chillaba a través del pasillo desde la puerta abierta, Grotto creyó haber oído algo. ¿Eran pisadas?

– Eres culpable, Dominic. Ambos lo somos.

– ¡No! Lucretia, espera. Entra en razón. Llamaré a la policía y les contaré todo acerca de Preston, de las chicas, de mi papel en ello. Confesaré. Por favor, amor mío, dame esa oportunidad -le rogó, cambiando de táctica, sonriéndole, avanzando hacia ella. Ella quería creer que él aún la amaba, así que él le daría todo su ser-. Lo siento tanto -le dijo con esa voz que siempre le había hecho perder la cabeza-. Siempre te he amado. Lo sabes. Le contaré a la policía lo de Preston y lo de las obras y lo de los túneles desde la casa Wagner. Aún podrían encontrar a Kristi y Ariel. Encontrarlas con vida. Venga, cariño. Confía en mí.

Ella retrocedió, antes de mirarlo a los ojos.

– Lucretia, mi amor…

– Te veré en el infierno y, cuando lo haga, recordaré escupirte a la cara. Apretó el gatillo.

* * *

Jay no esperó.

Él y Mai habían visto abierta la puerta de Grotto y lo consideraron como una invitación. Corrieron a través de la lluvia, subiendo los escalones del porche principal. Entraron al edificio con las armas preparadas. Una luz surgía del final del pasillo, donde unas voces se elevaban en una discusión que podía oírse sobre el soplido del viento y la ruidosa lluvia.

Mai le hizo señales para que se quedase atrás, que ella lo solventaría, pero él se encontraba a su lado, escuchando cada palabra de la conversación, oyendo el nombre de Kristi y un comentario sobre túneles que partían de la casa Wagner. Una frase de Grotto, «aún podrían estar vivas», le impulsó a actuar. Con su Glock levantada, abrió la puerta de un empujón.