– Tú misma lo has dicho. Majareta. Althea, alias Elizabeth, encontró su alma gemela en Vlad. Su relación empezó siendo muy jóvenes. Hemos estado indagando en el sórdido pasado de Turnblad. Puede que sus crímenes empezasen pronto, con sus propios padres. Y se salió con la suya.
– Así que aprendió desde pequeño de lo que era capaz.
Los labios de Jay se torcieron ante la idea, de la forma en que siempre lo hacían cuando encontraba un problema que no era capaz de comprender.
– Resultando en que él y Althea…
– ¿La nueva Elizabeth de Bathory?
– Estás prestando atención -le dijo con un guiño-. Descubrimos que se conocían desde que eran niños.
– No quiero imaginar a qué clase de cosas jugaban. Jay puso una mueca de desagrado.
– Ni se te ocurra pensarlo. De cualquier forma, la detective Portia Laurent sumó dos y dos y descubrió el escondite de Vlad, digo, Preston bajo un viejo hotel. El cuerpo de Ariel estaba allí, metido en hielo, al igual que otra mujer, una bailarina de Nueva Orleans llamada Karen Lee Williams, cuyo nombre artístico era Cuerpodulce.
– ¿Es que todo el mundo tiene un alias?
– Uno por lo menos -afirmó Jay con una sonrisa; después le explicó lo de Mai Kwan y el fbi, y lo de la cámara en su apartamento. Era Mai a quien habían perseguido aquella noche, porque no quería revelar su verdadera identidad.
Kristi acogió sus palabras con escepticismo.
– Sabía que Hiram era un bicho raro de primera, pero Mai… del fbi… -Sacudió su cabeza y comenzó a sonreír, pero entonces vio el rictus de tensión en el rostro de Jay-. ¿Qué es lo que no me estás contando? -inquirió, borrando la sonrisa de su cara. Jay no le respondió de inmediato-. ¿Jay? -insistió.
– Es tu padre.
A Kristi se le congeló el corazón.
– Está en un hospital, en Nueva Orleans. Una lesión en la espalda.
– ¿Una lesión en la espalda? -repitió lentamente, recordando todas las veces que había visto su rostro cambiando del color al blanco y negro.
– Se va a poner bien.
– ¿Estás seguro? -Por favor, Dios, no… no podía imaginar la vida sin su padre. Apretó con fuerza la mano de Jay.
– Eso creo. -Pero estaba disimulando; podía verlo en sus ojos color ámbar.
– ¡Maldita sea, Jay, dímelo! Jay suspiró.
– Muy bien, allá va -comenzó-. Tu padre tiene dañada la columna…
– ¿Qué? -¡Oh, Dios, no! Su padre jamás soportaría no ser capaz de valerse por sí mismo.
– Oye, tranquila. He dicho dañada, no rota, así que al final se pondrá bien.
– ¿Al final? -preguntó.
– La parálisis es temporal.
– ¡Oh, Dios!
Jay apretó su mano con algo más de firmeza.
– Los médicos confían en que volverá a caminar, pero le llevará algo de tiempo.
Kristi no podía creer lo que oía. ¿Su padre había sorteado a la muerte tan solo para estar paralizado?
– Pero… volverá a caminar por sí mismo -dijo con cierta ansiedad.
– Ese es el pronóstico.
– Entonces quiero verlo. Ahora. -Levantó su mirada, intentando encontrar a una enfermera-. Necesito que me suelten.
– Kris, tendrás que esperar hasta que estés mejor.
– ¡Y una mierda! Estamos hablando de mi padre. Él estaba allí, ¿no? ¡Vino a salvarme! Y… y qué pasó, le dispararon y… -La voz le falló-. ¡Oh, Dios…! Hubo una tormenta aquella noche. -Veía la imagen tan claramente como si ella misma hubiese estado allí-. Un árbol fue impactado por un rayo, eso es lo que ocurrió, ¿verdad?
Jay se quedo mirándola fijamente.
– ¿Verdad?
– Sí, pero…
– ¿Y le golpeó una rama?
– Te he dicho que se va a poner bien.
– Sé lo que has dicho -espetó-. Ahora, haz lo posible por sacarme de este maldito hospital. Tengo que ver a mi padre.
– Está bien, está bien… echa el freno. Te acompañaré.
– No tienes que hacerlo…
– Ya lo sé -estalló-. No tengo que hacer nada, pero quiero hacerlo, ¿vale? Y no voy a permitir que estés sola cuando pases lo que tengas que pasar con tu padre. Estaré allí.
Kristi ya había salido de la cama y se disponía a alcanzar su ropa, cuando se detuvo en seco.
– Jay…
– Te amo, Kris.
Ella se dio la vuelta y vio que Jay estaba sonriendo.
– ¿Me amas?
– Así es. Igual que tú me amas a mí -le dijo con seguridad.
– ¿Te amo?
– Eso es lo que no dejabas de decir mientras estabas inconsciente.
– ¡Mentiroso! -le acusó, pero no pudo evitar asentir-. Pues sí, está bien, te amo -le respondió-. ¿Y qué piensas hacer al respecto, McKnight?
– No lo sé.
– Bueno… ¿Pedirme que me case contigo, por ejemplo?
– Mmmm. Tal vez. Kristi rió.
– Eres malo, McKnight -le dijo, y se estiró a por sus vaqueros.
– Entonces perfecto para ti, ¿no?
– Bueno…
– Venga, vamos a ver a tu padre y, de camino, puedes tratar de convencerme para que me case contigo.
– ¡Sí, de acuerdo!
Epílogo
– … sostener su propio…
Rick Bentz oía las palabras, pero no podía abrir los ojos, no podía mover ni un músculo para indicar a aquellos que le rodeaban que se estaba despertando. Los había oído, por supuesto; a los doctores y enfermeras con sus cuchicheos; y a su hija, Kristi, que debía haberse recuperado, gracias a Dios, porque había estado allí a menudo… hablándole, insistiendo en que iba a ponerse mejor, que tenía que acompañarla por el pasillo de la iglesia porque iba a casarse con Jay McKnight y a escribir algún maldito libro y…
Dios santo, ¿cuánto tiempo había estado allí? ¿Un día? ¿Dos? ¿Una semana?
Trató de abrir un ojo. Montoya y Abby habían pasado por allí, y Olivia, por supuesto, quien había estado siempre alerta. Había escuchado su suave voz, sabía que le había estado leyendo, advirtió que, de vez en cuando, sus palabras titubearon o que su voz, aquella dulce y melodiosa voz, había sonado algo temblorosa.
Jay McKnight también había estado allí, y él, al igual que Kristi, había hablado de matrimonio, pidiéndole su bendición o algo parecido. ¿O es que lo había soñado?
Era el momento de que su hija sentara la cabeza, de que se mantuviera alejada del peligro…
El doctor se marchó con chirriantes pisadas, y volvió a quedarse solo. Oyó un ruido continuo, un suave pitido, bip, bip, bip, como si estuviera conectado a un electrocardiograma, y deseó moverse, Dios, quería estirar sus músculos.
La boca le sabía muy mal y era vagamente consciente de un ruido de pasos en un pasillo externo, de un carrito rodando, gente que hablaba… se dejó llevar durante un minuto… ¿O una hora? ¿Un día? ¿Quién sabe? El tiempo se había detenido para él.
Kristi estaba otra vez allí, hablándole de la boda con suavidad… la maldita boda. Él quería sonreír, y decirle que se sentía feliz por ella, pero no le salían las palabras.
Sus palabras eran ahora más lentas, su voz se hizo más débil, y entonces, desapareció por completo. ¿Se había marchado? Si tan solo pudiera abrir los ojos.
Lo intentó y no pudo.
Notó un ligero movimiento. Solo era una ráfaga de aire fresco.
En ese instante supo que no estaba solo.
Había alguien más en la habitación, alguien distinto de Kristi.
Se le puso la piel de gallina. La temperatura descendió de golpe, como si un suave soplo de viento hubiera entrado por una ventana abierta. Entre el frío, advirtió una fragancia… algo familiar y sutil que estimulaba sus fosas nasales; era un perfume femenino con un disimulado aroma a gardenias.
¿Qué era aquello?
Sintió que alguien tomaba su mano, y luego entrelazaba unos suaves y finos dedos entre los suyos.
– Rick -susurró una mujer con una voz tersa que alentaba su psique. Era una voz familiar. Una voz lejana-. Cariño, ¿puedes oírme?