De lo que siembras, cosecharás, pensó mientras colocaba los menús delante de las mujeres y les preguntaba lo que querían beber.
– ¿Kristi? -preguntó Lucretia, antes de que ninguna respondiese.
– Hola, Lucretia. -Dios, aquello iba a ser incómodo.
– ¿Qué estás haciendo aquí? -Los ojos de Lucretia estaban muy abiertos, probablemente debido a las lentillas que, cuando las había llevado en lugar de las gafas, siempre la hacían parecer un búho.
– Intentando anotar vuestro pedido -respondió Kristi, ofreciendo una sonrisa.
– Oídme todas, esta es Kristi Bentz, mi antigua compañera de habitación cuando era una novata; oh, Dios mío, hace un quintillón de años. -Se rió antes de dirigirse a una mujer de unos veinticinco años, con gafas de montura estrecha y el pelo marrón oscuro que le llegaba a los hombros-. Kristi, esta es Ariel.
– Hola -saludó Kristi, apoyándose sobre el otro pie.
– ¡Oh!, hola. -Ariel asintió, entonces miró hacia la puerta, como si estuviera buscando a alguien; al menos a alguien más interesante que Kristi.
– Y esta es Grace. -Lucretia señaló a su delgada amiga, quien llevaba puesta una ortodoncia y tenía el pelo rojizo y de punta. Aquella mujer no podía llegar a los cuarenta y cinco kilos-. Y esta es Trudie. -La última chica, sentada junto a Lucretia en el banco, era robusta, tenía el pelo grueso y negro recogido en una larga cola, una piel suavemente aceitunada y unos dientes algo separados. Las tres lucieron una sonrisa cuando Lucretia espetó, como si estuviera sorprendida-: Vaya, Kristi, estás genial.
– Gracias.
– ¿Bentz? -repitió Trudie-. Espera un segundo. ¿No he leído sobre ti? Ya empezamos, pensó Kristi.
– Probablemente sobre mi padre. Él es quien habla con la prensa.
– Espera un momento. Es un poli, ¿no? -inquirió Ariel, girando la cabeza para mirar a Kristi. Parecía repentinamente interesada-. ¿No resolvió aquel caso en Nuestra Señora de las Virtudes hace un año o más? -Se estremeció-. Aquello sí que fue extraño.
Amen, pensó Kristi, impaciente por acabar una conversación tan personal acerca de algo que preferiría olvidar.
– ¿No te viste envuelta? -Ahora Lucretia se mostraba seria-. Quiero decir que… leí algo sobre que te habían herido. -Su entrecejo se arrugó mientras pensaba-. La forma en que lo describía el artículo era como si casi te hubiesen asesinado. -Asentía; y los oscuros rizos de su pelo brillaban bajo la luz de las lámparas-. Igual que la otra vez.
Kristi no quería que le recordasen sus huidas in extremis de las manos de locos pervertidos. Ya eran dos las ocasiones en las que había estado a punto de ser asesinada por un psicópata, y los fragmentos del recuerdo de aquellos incidentes bastaban para helarle la sangre. Tenía que desviar la conversación, y rápido.
– Eso fue hace tiempo. Ya lo he superado. En fin, el especial de hoy son las alubias pintas con arroz, es decir, el revuelto de Hamlet.
Pero Lucretia no estaba dispuesta a cambiar de tercio. Tenía la atención de todas las mujeres de su mesa y de las circundantes, y no iba a dejarla escapar.
– Creo haber leído u oído que moriste y volviste a la vida o algo así.
– O algo así -respondió Kristi, a la vez que las mujeres de la mesa, las amigas de Lucretia que tan animadas se habían mostrado hacía tan solo unos minutos, se quedaron calladas. El son de una vieja canción de Elvis fluyó sobre el tintineo de la cubertería, el rumor de la conversación y el siseo de la vieja estufa, que se esforzaba en mantener caldeada la cafetería. Kristi se encogió de hombros, relegando la historia de su pasado a un estatus de «¿a quién le importa?»
– Kristi está acostumbrada -afirmó Lucretia-. Vive al límite.
– ¿Qué se siente al tener un padre famoso? -preguntó Ariel. Con el bolígrafo apoyado sobre su libreta de pedidos, Kristi ignoró el nudo en su garganta.
– Casi famoso. No es como si fuera Brad Pitt o Tom Cruise, o incluso…
– No estamos hablando de estrellas de cine -la interrumpió Lucretia-. Solo celebridades locales.
– ¿Celebridades locales como Truman Capote o Louis Armstrong? -inquirió Kristi.
– Están muertos -adujo Trudie.
– Mi padre no es más que un poli.
Lucretia se la quedó mirando como si acabara de decir que era un adorador del diablo.
– Eso ya es mucho.
Kristi mantuvo la paciencia con sumo esfuerzo. Eso no era lo que había querido decir, pero Lucretia siempre había tenido una habilidad para tergiversarlo todo a su alrededor. Quizá porque sus padres divorciados apenas habían pasado tiempo con ella; estaban demasiado ocupados con sus propios problemas. O quizá se trataba de algo completamente distinto. Fuera lo que fuese, era irritante y siempre lo había sido.
– Tienes razón -accedió Kristi-. Es genial, pero él sería el primero en decirte que no hacía más que su trabajo.
– ¿No es un encanto? -dijo Trudie.
Ya era hora de acabar con aquello.
– Bueno, ¿queréis algo de beber? -insistió Kristi-. ¿Café? Afortunadamente, Lucretia y su panda cogieron sus menús y recitaron sus pedidos.
– Dos tés con hielo, una Coca-Cola Light y un café. Marchando -cantó Kristi, agradecida por regresar a la cocina. ¿Quién habría pensado que Lucretia se acordaría de ella o de su padre? Kristi y Lucretia no habían hablado en años; de hecho, mientras vivieron juntas apenas hablaban. Por entonces no tenían nada en común. Kristi ponía en duda que eso hubiera cambiado con los años.
– ¿Viejas amigas? -curioseó Ezma, una camarera con la piel color moca y unos dientes increíblemente blancos, mientras rellenaba unos vasos de plástico con granizado procedente de un ruidoso aparato situado junto a la máquina de refrescos. De apenas metro y medio de altura y unos cuarenta y cinco kilos, Ezma era estudiante a tiempo parcial y camarera a jornada completa, esposa, y madre de una pequeña de dos años.
– Supongo. -Kristi cogió tres de los vasos y rellenó dos de ellos con la jarra del té helado; luego pulsó un botón de la máquina de refrescos y llenó el último vaso con cola light, pero dejó pulsado el botón demasiado tiempo. El refresco burbujeó por encima del borde. Con la ayuda de un trapo de un colgador cercano, limpió la cola derramada y terminó de llenar el vaso.
– Una de ellas -le dijo señalando con la barbilla hacia la mesa donde Lucretia parecía estar impartiendo cátedra-, era mi compañera de habitación cuando me matriculé en All Saints por primera vez, justo antes de empezar el nuevo milenio.
– Déjame adivinar. Lucretia Stevens -dijo Ezma, echando un vistazo hacia la mesa.
– ¿Cómo lo has sabido?
– Supongo que porque soy omnisciente.
– Sí, claro. -Kristi sonrió levemente.
– Además -continuó levantando sus delgados hombros-, suelo espiar.
– Eso tiene más sentido.
Ezma rió mientras manipulaba la palanca de la máquina de agua y rellenaba los vasos restantes.
– En realidad, la tuve en una de mis clases, creo que fue en la de Literatura de Ficción.
– ¿Es profesora?
– Ayudante.
Kristi se quedó de piedra. Siempre había sabido que Lucretia era una estudiante eterna, pero nunca habría imaginado que se quedaría en All Saints para enseñar.
– Y creo que está liada con alguien de la Universidad. Con otro profesor.
– ¿En serio?
Adiós al novio de instituto de Lucretia, por el que había suspirado durante el año en que Kristi la conoció.
– Bueno, debo reconocer que, si yo no fuese una mujer felizmente casada, podría mostrar interés. ¡Algunos de los profesores están buenísimos!
Kristi recordó a algunos de sus profesores en el pasado. El extraño doctor Northrup, el nervioso doctor Sutter y el arrogante y altivo doctor Zaroster. Todos ellos eran unos rancios y ariscos académicos que sufrían de complejo de superioridad. Desde luego no estaban «buenísimos». Ni siquiera decentes. Al menos no según el vocabulario de Kristi.