Se encontró directamente enfrente de la residencia. El edificio de ladrillos tenía el mismo aspecto de siempre, y ella elevó la mirada hacia la habitación en la segunda planta que había pertenecido a Rylee Ames. Rylee, al igual que las otras chicas, fue despreciada por su familia pero los comentarios de su madre no habían dado la impresión de ser ciertos. Nadine Olsen se había limitado a decir con su acento del oeste de Texas: «Ya sabes lo que pasa con algunas chicas; cuando el camino se pone cuesta arriba, las chicas duras hacen autoestop hasta Chicago y se quedan preñadas». Portia no había encontrado pruebas de que Rylee hubiera dado a luz, pero había tonteado con drogas: éxtasis, marihuana y cocaína; y había huido varias veces de adolescente mientras Nadine trataba de mantener su camada de tres hijos con el salario de un peón de fábrica. El padre de Rylee, el primero de los cinco maridos de Nadine, tan solo había dicho: «Siempre supe que esa chica no acabaría bien. Es igual que su madre».
Genial, pensó Portia de forma sombría. A nadie parecía importarle lo que le había ocurrido a Rylee Ames.
Lo cual no era sino la misma apatía que rodeaba a las demás víctimas.
«No son víctimas hasta que probemos que se ha cometido algún crimen contra ellas», había insistido Del Vernon, pero Portia tenía otra opinión. Aquellas chicas habían sido víctimas desde el día en que nacieron. Eso era lo que tenían en común. Además del hecho de haber sido estudiantes veteranas de Lengua en el colegio All Saints y que, como tales, habían asistido a los mismos cursos obligatorios y optativos.
¿Era una coincidencia?
Portia lo dudaba.
Una fría ráfaga de viento barrió el terreno, sacudiendo las ramas de los pinos y provocando que el musgo colgase de los robles, danzando y balanceándose, como fantasmas a la luz de las farolas.
Si Portia hubiese sido una mujer supersticiosa, podría haber sentido un escalofrío en su alma, o haberse preocupado cuando presenció al gato negro cruzándose en su camino. Sin embargo, ella no creía en fantasmas, demonios o vampiros. Ni siquiera estaba realmente convencida de la existencia de Dios, aunque rezaba habitualmente. Pero creía en la maldad. En el oscuro y podrido trozo del alma donde la malevolencia y la crueldad residían en su forma humana.
Y le asustaba a muerte la idea de que las cuatro chicas desaparecidas del All Saints se hubiesen encontrado con un maníaco homicida de la peor clase. Rezó a Dios por estar equivocada.
Kristi no podía soportarlo. ¿Y qué si era Nochevieja? ¿Y qué si todos sus conocidos habían salido a celebrarlo? Ella había tenido ofertas, por supuesto. De Mai, justo ayer, la cual no tenía intención de aceptar, pero también de amigos de Nueva Orleans, amigos con los que había crecido, amigos con los que había trabajado, e incluso de su nueva hermana Eve. Había rechazado todas ellas. Deseaba echar raíces, aquí, en Baton Rouge, y cuando descubrió que resultaba que tenía una medio hermana, aquello fue demasiado raro como para pensar en ello. Durante la mayor parte de sus veintisiete años, había pensado que era hija única y entonces… surgiendo de la nada, Eve Renner resulta estar emparentada con ella. Era algo demasiado extraño, y todo había sucedido en una época que preferiría olvidar.
– Hay que ir paso a paso -se dijo mientras prendía unas cuantas velas y conectaba su ordenador portátil. Además, tenía una misión. No tenía intención de atender las mesas del Bard's Board para siempre y había regresado al colegio por una razón; para pulir su técnica.
Había tenido cierto éxito escribiendo para la revista Factual Crime y había escrito algunos artículos para una publicación digital similar, pero ella quería escribir un libro completo. Ya que su padre se había negado a darle acceso a sus casos, tendría que encontrar el suyo propio.
El ordenador zumbó al encenderse y, con algo de dificultad, encontró una conexión inalámbrica abierta que podría usar. Sentada en su pequeño rincón abuhardillado, junto a la ventana que dominaba el muro alrededor del campus, Kristi comenzó a buscar en Internet información sobre Tara Atwater, la chica que había vivido en aquel estudio cuando desapareció. Kristi se había convertido en una experta buscadora de información en la red, pero esta vez, encontró muy poca, solamente unos cuantos artículos que mencionaban a Tara Atwater. Tampoco había mucho acerca de las otras chicas desaparecidas, comprobó al repasar los artículos en la versión digital del periódico local. Pero podía olerse una historia. Puede que la que ella estaba buscando. Puede que hubiera terminado en aquel apartamento porque ese fuera el libro basado en un crimen real que debía investigar y escribir.
«Algo» se había llevado a las estudiantes.
Las chicas no desaparecían sin motivo. No cuatro del mismo pequeño colegio en un margen de dieciocho meses. No cuatro estudiantes de las mismas asignaturas.
Kristi grabó la dirección de una página al oír unos pasos en la escalera. Unos segundos después sonó el timbre de la puerta, y ella apartó su silla tipo secretaria del escritorio y cruzó la pequeña habitación para observar por la mirilla. A través del ojo de pez, vio a un tipo desaliñado de veinte años o menos que permanecía de pie en el descansillo de la escalera a modo de porche. Su empapado y goteante cabello rubio claro parecía estar pegado sobre su cabeza. Llevaba una caja de herramientas en una mano y lucía una expresión de «tengo un cabreo que no veas» que debería inspirar autoridad.
Sin duda era el invisible Hiram.
– ¿Quién es? -preguntó para asegurarse.
– El casero. Hiram Calloway. Tengo que comprobar las cerraduras.
Vaya, ¿ahora tiene que comprobar las cerraduras? Muy profesional, Hiram.
Tenía un aspecto tan patético como esperaba, con una fina barba, una vieja camiseta de un concierto de Metallica, sucios pantalones de camuflaje y una actitud del tipo «me importa un carajo».
Abrió una rendija de la puerta, dejando puesta la cadena.
– Ya me he ocupado de las cerraduras.
– No puedes ir haciéndole toda clase de reformas al apartamento, ¿sabes? No te pertenece. Yo soy quien se encarga de arreglar las cosas por aquí.
– Bueno, no podía dar contigo, así que lo arreglé por mi cuenta -sentenció Kristi con rotundidad.
Él frunció el ceño. Sus labios, medio escondidos en lo que claramente esperaba que algún día fuese una barba, se curvaron con aire petulante sobre sus dientes, ligeramente torcidos.
– Entonces tendrás que darme la llave. Es decir, una copia. Mi abuela… la señora Calloway es la propietaria de este sitio. Debe tener acceso. Está en el contrato.
– Me aseguraré de que tenga una.
– Eso no será más que una pérdida de tiempo. Me dará una copia de todas formas. Yo debo tener una llave de todos los apartamentos de este edificio. Podría tener que entrar en el estudio, ya sabes, si algo va mal o si pierdes la llave, o…
– No voy a perder mi llave.
– Es por tu propia seguridad.
– Porque tú lo digas. -Kristi no pensaba dársela.
– Dios, ¿por qué eres tan…? -Eliminó el epíteto en el último momento. Kristi empezaba a echar chispas.
– Te llamé y tardaste tres días en responder. Todas las cerraduras del estudio estaban rotas o sueltas y oí que una de las chicas que desapareció del campus vivía aquí, de modo que ya ves, pensé que sería mejor ocuparme de la situación con mis propias manos.
Hiram se quedó con la boca abierta.
– ¿Nunca te dicen que vigiles tus modales?
– ¿Quieres decir como a ti? -respondió.