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Súbitamente se ruborizó y ella sintió una punzada de arrepentimiento. El chico, aunque incompetente, solo trataba de hacer su trabajo. Aunque se equivocaba, no deseaba tomarla con él.

– No tienes por qué ser tan desagradable -murmuró.

Kristi suspiró interiormente.

– De acuerdo, empecemos de nuevo. Todo va bien por aquí, ¿vale? Arreglé las cerraduras. Le daré una llave a tu abuela, la señora Calloway, y ella puede decidir que tú tengas otra, aunque doy por hecho que no entrarás aquí a no ser que me avises… creo que eso también está en el contrato. -Extrajo la cadena y dejó que la puerta se abriese del todo, después salió al pequeño rellano-. No pretendía empezar con mal pie contigo, Hiram. Es solo que me he puesto algo nerviosa al oír que una de las chicas desaparecidas vivió aquí durante el pasado trimestre. Tu abuela no lo mencionó y es un poco extraño. -Él se quedó mirando las baldosas del suelo. No parecía tener más de diecisiete años. Apenas lo bastante hombre para ser cualquier clase de encargado-. En fin, ¿la conocías? ¿A Tara?

– No mucho. Hablamos. Un poco. -Levantó los ojos para encontrarse con la interrogativa mirada de Kristi-. Era amable. Simpática. -No le hizo falta decir «no como tú», pero la acusación omitida estaba allí, en su oscura y turbia mirada. Sus rasgos se endurecieron de una forma casi imperceptible, pero lo bastante como para que Kristi percibiera la tensión en su mandíbula, los casi involuntarios pellizcos en las comisuras de su boca. En ese instante, Kristi supo que le había engañado su apariencia juvenil. Había algo siniestro reprimido en sus ojos, oscuros como la noche, algo que no le gustaba. Aquel no era ningún niño, sino un hombre en el desgarbado cuerpo de un muchacho. No se había dado cuenta a través de la mirilla, pero ahora, estando cara a cara con Hiram Calloway, comprendió que estaba frente a un hombre complejo y enfadado.

Ella elevó su barbilla.

– Entonces, ¿qué crees que le ocurrió?

Él miró por encima de la barandilla, hacia el campus.

– Dicen que se escapó de casa.

– Pero, en realidad, nadie lo sabe -dijo Kristi.

– Ella sí.

– ¿Te habló de ello? Hiram vaciló y luego sacudió la cabeza.

– No. Lo mantuvo en secreto.

– Has dicho que era simpática. ¿De qué hablabais? Una extraña sonrisa se dibujó en aquellos labios medio ocultos.

– ¿Quién sabe lo que pudo ocurrirle? Un día ella estaba aquí. Al siguiente no.

– ¿Y eso es todo lo que sabes?

– Sé que su viejo está en prisión en alguna parte y que engañó a mi abuela. -Le miró a los ojos deliberadamente-. Dejó a deber el alquiler. Mi abuela dice que era una informal y una ladrona, como su viejo. Mi abuela cree que tuvo lo que se merecía.

– Que tuvo lo que se merecía -repitió Kristi lentamente, sin gustarle cómo sonaba. A lo lejos, una carcajada crepitó a través de la noche.

Oír sus propias palabras repetidas hizo que Hiram frunciese el entrecejo.

– Le diré a Irene que tienes una llave para ella. -Y luego se marchó, bajando a grandes zancadas los escalones y cargando con sus herramientas. Kristi volvió a entrar en su apartamento y cerró la puerta de un golpe. Cerró con llave y cadena, y sintió un hormigueo en su piel. Aquel «buen chico» que era el nieto de Irene Calloway le ponía los pelos de punta.

Capítulo 4

¡Bang!

La aguda detonación de un disparo explosiona a través de la oscura y densa noche; el olor a cordita se impone al terroso aroma de la hierba mojada, el horrible crujido reverbera en el cráneo de Kristi.

Envuelta en el horror, contempló como Rick Bentz se desplomaba, cayendo, cayendo, cayendo… cerca del grueso muro de piedra que rodea el colegio All Saints.

La sangre fluía. Su sangre. Sobre la calle. Manchando el pavimento. Salpicando la hierba. Colándose por las cunetas. Saliendo de él.

«¡Papá!», gritó ella, con la voz apagada, las piernas inmóviles, mientras trataba de correr hacia él. «¡Papá!, oh, Dios; ¡oh, Dios…!»

Un relámpago ruge en el cielo y golpea un árbol. Un horrendo y desgarrador ruido gimió a través de la noche, cuando la madera se astilló y una pesada rama cayó con un sonoro impacto. La tierra tembló y ella casi se cae.

¡Bang! ¡Bang! ¡Bang!

¡Más disparos! La gente gritaba, chillaba entre el clamor de los disparos. Alguien aullaba miserablemente como si él, o ella, también hubiese sido alcanzado.

Pero su padre yace inmóvil; su color se convierte en blanco y negro. «¡Papá!», gritó una vez más. ¡Bang! ¡Bang! ¡Bang!

Kristi se enderezó en su asiento como un resorte.

Oh, Dios, había estado soñando, la vívida y terrorífica pesadilla. Su corazón martilleaba en su pecho; el miedo y la adrenalina chillaban a través de su sangre; el sudor manaba de su piel.

Se sobresaltó, entonces miró el reloj y se dio cuenta de que estaba oyendo el sonido de los petardos. La gente estaba celebrando el Año Nuevo. Risas y gritos apagados alcanzaron sus oídos. Tañeron campanas de iglesia sobre el campus y, por encima del estruendo, oyó el sonido del horrible lamento, el ruido que había identificado con alguien herido en el ataque.

– Dios mío -susurró, con el corazón todavía percutiendo.

Aún algo atontada, se puso en pie desde su asiento. Había estado leyendo acerca de un asesino en serie y las imágenes soñadas todavía danzaban en el interior de su cabeza mientras se apartaba el pelo de los ojos y caminaba hasta la puerta de su estudio. Tan solo la luz de su escritorio permanecía encendida y, aparte del luminoso estanque proveniente de la pequeña bombilla, la habitación estaba a oscuras. Al espiar por la mirilla de la puerta, no vio nada. Solo el vacío rellano donde la tenue bombilla del techo ofrecía un vago destello azulado. Aún continuaba el llanto. Sin retirar la cadena, descorrió el pestillo y abrió una rendija de la puerta.

Al instante, un escuálido gato negro se coló en el interior.

– ¡Vaya! -Kristi observó como la criatura medio consumida se escabullía por debajo de la cama; la falda de la colcha se agitaba tras el paso del gato-. Oh, vamos, gatito… gatito… no… -Kristi siguió al esmirriado animal, luego se puso de rodillas y miró debajo del faldón. Dos ojos amarillos, abiertos de miedo, le devolvieron la mirada. De algún modo el maldito bicho se había metido entre el colchón y la estructura de la cama, en un espacio apenas lo bastante ancho para la mano de Kristi-. Vamos, gatito, no puedes quedarte ahí. -Intentó llegar hasta el ajustado hueco, pero el gato siseó y se encogió aún más en su escondite, con el cuerpo aplastado contra la pared-. Lo digo en serio, sal de ahí. -Una vez más le mostró su retorcida lengua rosada y los colmillos, afilados como agujas-. Genial. De acuerdo.

Kristi tiró de la cama de abajo y el gato cayó en el espacio entre el colchón y la pared. Cuando volvió a empujar la cama, pensó que el gato saldría disparado hacia un extremo, pero al parecer la pequeña alimaña encontró un nuevo escondite. Por mucho que moviera la cama, no podría desalojar al animal y Kristi no estaba dispuesta a sacar la cama y deslizarse en el estrecho hueco con un felino aterrorizado y sus afiladas garras.

– Por favor, gatito… -suspiró Kristi. No necesitaba aquello. No esa noche. Además, existía una maldita norma en la cláusula quinientos setenta y seis o así acerca de no tener mascotas en la propiedad. Estaba convencida de que Hiram podría recitar el capítulo y párrafo-. Vamos… -insistió, tratando de calmar con su voz al asustado felino.

No hubo suerte.

El gatito no se movía.

– De acuerdo… ¿qué me dices de esto? -Rebuscó en su alacena, encontró una lata de atún y la abrió. Al mirar por encima de su hombro, esperó ver una naricita o unos ojos curiosos o al menos una pata negra inspeccionando desde debajo de la cama.