Tan determinada y hermosa como Jennifer, su madre, Kristi había sido descrita como «indómita», «cabezota», «independiente hasta la saciedad» y «bomba de relojería», tanto por sus profesores de Los Ángeles, donde Jennifer y él habían vivido, como aquí, en Nueva Orleans. En verdad, ella le había aportado algo más que una buena parte de sus canas, pero se imaginaba que aquello era parte del proceso de paternidad, y que llegaría a su fin una vez que hubiese madurado y sentado la cabeza con su propia familia. Lo único era que, hasta ahora, eso no había ocurrido.
Dobló una esquina algo pasado de velocidad y sus neumáticos patinaron un poco. Un mapache, sobresaltado por el coche, se apresuró a esconderse bajo la maleza que bordeaba la autopista.
Kristi parecía tan lejos del matrimonio como siempre y, si estaba saliendo con alguien, guardaba celosamente la información para sí misma. En el instituto había salido con Jay McKnight, e incluso recibió un «anillo de precompromiso», o lo que diablos signifique eso; probablemente alguna especie de prenda previa al noviazgo.
Bentz resopló mientras escuchaba el crepitar de la emisora policial; el coordinador enviaba unidades a distintas áreas de la ciudad. Kristi alegó que había madurado más que Jay y rompió con él cuando asistió por primera vez al All Saints. Había encontrado a un tipo mayor en el colegio, un monitor llamado Brian Thomas, quien había resultado ser un inútil, un auténtico perdedor, según la hastiada opinión de Bentz. En fin, aquello también terminó mal.
Pisó el acelerador y se lanzó sobre la autovía, perdiéndose entre el escaso tráfico; la mayoría de vehículos circulaban veinte kilómetros por hora sobre el límite permitido hacia Crescent City.
Ahora, Jay McKnight había terminado sus estudios y un máster. Estuvo trabajando para el departamento de policía de Nueva Orleans en el laboratorio criminalista, y Bentz desafiaría a su hija a que siguiera pensando en Jay como un tipo aburrido o pueblerino. El hecho de que Jay iba a impartir una clase nocturna en el All Saints era una pequeña vuelta de tuerca. A lo mejor Kristi se encontraba con él.
Y a lo mejor alguien podía convencerlo para que vigilase a su hija…
Gimió para sus adentros. No le gustaba hacer cosas a espaldas de Kristi, pero no lo descartaba; no si eso significaba su seguridad. Ya casi la había perdido dos veces en sus veintisiete años; no era capaz de pasar otra vez por ello. Hasta que la policía de Baton Rouge no descubriese lo que estaba ocurriendo con las estudiantes desaparecidas, Bentz iba a tener que actuar.
Al salir de la autovía, se dirigió hacia los muelles. A la luz de la luna, las zonas diezmadas de la ciudad tenían un aspecto espeluznante y fatídico; coches abandonados, casas destruidas, calles que aún eran intransitables… Aquella parte de Nueva Orleans fue la peor parada cuando los diques cedieron, y Bentz se preguntaba si podría ser reconstruida. Incluso Montoya y su reciente esposa, Abby, habían tenido que abandonar su proyecto de reformar su hogar en la ciudad, dos casas adosadas que habían estado convirtiendo en una más grande. La casa, que había aguantado durante más de doscientos años, estaba en su fase final de reconstrucción cuando el viento y las inundaciones del Katrina barrieron la zona, destruyendo la, una vez venerable, propiedad. Montoya, más cabreado que nunca, viajaba desde la cabaña de Abby, en las afueras de la ciudad.
Todos estaban cansados. Necesitaban una tregua.
Se apresuró hacia la escena del crimen, donde dos unidades ya se encontraban en posición, con luces enfocando por los alrededores de una zona acordonada, en la que algunos agentes mantenían alejados a los mirones. El Mustang de Montoya estaba medio aparcado sobre la acera, y él, ataviado con su chaqueta de cuero preferida, se encontraba hablando con el oficial que había sido el primero en llegar a la escena.
El cuerpo yacía boca arriba sobre la acera. Las tripas de Bentz se contrajeron y el sabor a bilis le subió por la garganta. La mujer era caucásica y tenía poco más de cuarenta años. Dos heridas de bala adornaban un vestido rojo y corto. Había indicios de lucha: un par de uñas rotas en la mano derecha y varios arañazos sobre la cara. Bentz la examinó larga y detenidamente. No era una de las mujeres desaparecidas del colegio All Saints. Había memorizado las caras de Dionne Harmon, Tara Atwater, Monique DesCartes, y ahora la de Rylee Ames. Esas imágenes invadían sus noches. Aquella mujer sin identificar no era ninguna de ellas.
Sintió un alivio momentáneo y luego una punzada de culpa. La víctima tendría a alguien y, quienquiera que fuese, madre, padre, hermano, hermana o novio, estaría destrozado y roto por el dolor.
– … así que creo que probablemente fue un robo que pasó a mayores. No llevaba cartera ni identificación -decía el oficial.
Doña Desconocida.
– La encontraron esos tipos de allí. -Levantó su barbilla hacia un discreto grupo de cuatro, dos hombres y dos mujeres, que habían sido separados de los curiosos que pasaban por allí-. No son más que juerguistas de camino a casa desde el Hootin'Owl; un bar en Decatur -agregó el oficial.
Bentz asintió. Conocía el sitio.
– Dicen que no vieron ni oyeron nada, sino que simplemente tropezaron con el cadáver. Pero claro, están muy borrachos -continuó el agente.
Bentz echó un vistazo a las dos parejas, vestidas con ropas elegantes y con un repentino aspecto de estar tan sobrios como jueces.
– Yo hablaré con ellos -dijo Montoya, dirigiéndose hacia las parejas, ambas afroamericanas. Las chicas se frotaron los brazos como si estuvieran caladas hasta los huesos; tenían los ojos abiertos de miedo. Sus parejas eran ambas calladas y de aspecto duro. La chica más delgada contemplaba el cadáver; la otra desviaba la mirada, y el más alto del grupo encendió un cigarrillo que compartió con su pareja, la delgada.
El móvil de Bentz sonó mientras llegaba la furgoneta del laboratorio forense, con Bonita Washington al volante. Aparcó detrás de un coche patrulla. Inez Santiago se apeó de uno de los lados cargando con un estuche de herramientas, mientras Washington apagaba el motor del enorme vehículo.
Bentz bajó la vista hacia el mensaje de su teléfono. Era del coordinador policial. Sin duda otro homicidio. Mierda.
– Soy Bentz -respondió, contemplando como Bonita, con toda su orgullosa furia, apartaba a los agentes y a los entrometidos de lo que consideraba «su» escena del crimen. Era una mujer de piel muy negra con aires de «no juegues conmigo» y con un cociente intelectual que, según los rumores, estaba en la estratosfera. Adoraba su trabajo, era buena en ello, y no aguantaba chorradas de nadie. Santiago ya se encontraba tomando fotografías de la mujer muerta. Una vez más, a Bentz se le revolvieron las tripas.
Al teléfono, el coordinador le dio la localización y un rápido resumen de lo que parecía un atropello con fuga más cerca del distrito comercial.
– Estaré allí lo antes posible, en cuanto termine con esto -dijo antes de colgar.
– Quita de en medio -chilló Washington a uno de los agentes junto a la cinta amarilla, a la vez que lo apartaba con un gesto-. ¿Quién coño ha estado pisoteando por aquí? Me cago en todo. Bentz, ¿quieres apartar a esta gente? Y tú -añadió hacia un policía uniformado-, no dejes que nadie, y quiero decir ni el mismísimo Jesucristo, cruce esa línea, ¿entiendes?
– Sí, señora.
– Bien. Mientras nos entendamos no habrá problemas. -Le obsequió con una sonrisa sin calidez alguna y se agachó para realizar la tarea de recoger muestras, restos de disparos y huellas de pies y dedos mientras llegaba la furgoneta del forense.
– No me jodas -espetó Montoya al sonar su móvil con una melodía de salsa-. Maldita sea. -Comprobó su reloj-. Cincuenta y tres jodidos minutos de nuevo año y ya tenemos dos cadáveres.