– Habrá más -predijo Bentz mientras miraba una vez más hacia la víctima. Dos horas antes, la mujer estaba lista para celebrar el Año Nuevo.
Ahora jamás vería un nuevo día.
Su teléfono volvió a sonar.
Apretó la mandíbula.
La noche prometía ser infernal.
Medianoche. La hora bruja.
Una hora en la que el día ya ha acabado y uno nuevo comienza y, en este caso, un nuevo año. Se sonrió mientras caminaba a través de las calles mojadas por la lluvia, oyendo los sonidos de los petardos y, suponía él, de los corchos del champán, todo ello igual que un tiroteo de pistolas.
No es que a él le gustase ese tipo de armamento.
Demasiado impersonal.
El estar tan lejos de una víctima, a cientos de metros en algunos casos, le quitaba la emoción, la sensación de intimidad que llegaba cuando la fuerza vital se escapaba del cuerpo, el brillo de los ojos de la víctima se apagaba lentamente, y el frenético y temeroso latido de su pulso en el cuello aminoraba hasta quedar en nada. Eso sí era personal. Eso era perfecto.
Vestido de negro, confundiéndose entre las sombras, atravesó el campus, aspiró el dulce aroma de la marihuana quemándose, y contempló a una pareja que se aferraba torpemente el uno a las ropas del otro mientras se besaban y se encaminaban hacia un dormitorio, y presumiblemente a una cama doble, donde lo harían toda la noche.
Sintió la picadura de los celos.
Los placeres de la carne…
Pero él tenía que esperar.
Lo sabía.
A pesar de su impaciencia. De su necesidad.
En lo más profundo de su ser ansiaba el consuelo, y sabía que tan solo llegaría mediante la lenta extinción de una vida… y no de cualquier vida. No. Aquellos que eran sacrificados, también eran elegidos.
El dolor que habitaba en él se agitó, se negaba a ser rechazado, y sus nervios estaban tan tensos como una cuerda de violín. Electrificados. Ansiosos.
Podía olfatear su lujuria. Su anhelo propio y especial. La sangre cantarina en sus venas.
Apretó los puños y limpió su mente de lujuria, de deseo, del calor que palpitaba a través de su cráneo. Ahora no. Ellos no.
Lanzando una última y furiosa mirada a la entrelazada pareja, se entregó con fuerza al más básico de los impulsos a seguir. Cazar. Matar.
Ellos no merecen la pena, se recordó a sí mismo. Y hay un plan. No debes distraerte de tu misión.
Con silenciosas pisadas, se abrió camino rápidamente a través de las verjas del campus y a lo largo de varias calles, zigzagueando entre pasadizos hasta el viejo edificio que había sido declarado en ruinas hacía ya tiempo; un hotel, antaño lujoso, que estaba cerrado y tapado con tablas, en el que los únicos huéspedes eran arañas, ratas y otros bichos. Se adentró hasta la parte trasera del edificio, donde una vez hubo una entrada de servicio para los repartos. Se dio prisa en bajar las ruinosas escaleras y, usando su llave, abrió una puerta trasera. Dentro, hizo caso omiso de las goteras, tuberías oxidadas, cristales rotos y tablas podridas que habían formado parte de un anterior intento de renovación. En cambio, caminó a lo largo de un familiar corredor que llevaba hasta otra puerta cerrada y unos escalones en espiral que descendían. En la base de los escalones, abrió la última puerta y pasó al interior de un área que olía a cloro. Tras cerrar la puerta con llave, esperó unos segundos, recorrió un corto pasillo hasta una amplia zona abierta y luego conectó un interruptor; las tenues bombillas iluminaron una piscina de tamaño olímpico, con sus baldosas aguamarinas destellando en silencio bajo la luz fantasmal.
Tras desnudarse sin hacer ningún ruido, lanzó su ropa a un rincón y, una vez completamente desnudo, anduvo hasta el borde de la piscina y se zambulló en el agua, refrescante y sin climatizar. La impresión frunció su piel, pero él tensó su cuerpo y comenzó a desplazarse por el agua, respirando con naturalidad; dio la vuelta atléticamente al llegar a un extremo y después volvió a nadar toda su longitud. Su cuerpo, curtido por horas de ejercicio, penetraba en el agua tan fácilmente como un cuchillo de monte en la carne. Braceó más y más rápido, aumentando su velocidad, notando los latidos de su corazón y la tensión en sus pulmones. Cinco largos. Diez. Veinte.
Tan solo salía del agua cuando empezaba a sentir los primeros síntomas de agotamiento reteniéndole, calmándole, extrayendo la sed de sangre de su corazón. Más tarde habría tiempo para eso. El aire frío recorrió su piel mojada. Se le endurecieron los pezones. Su pene se encogió, pero él abrazó el frío al atravesar un oscuro pasillo, ajustando sus ojos a la falta de luz mientras doblaba dos esquinas y llegaba hasta otra sala donde estaban escondidos sus trofeos.
Había un escritorio vacío en la habitación, una mesa baja y negra y unas cuantas almohadas gruesas sobre el gastado suelo de cemento. La pantalla de un ordenador portátil añadía un apagado brillo azulado y pensó en conectarse. Se comunicaba con ellas mediante Internet; en las pirateadas conexiones inalámbricas por toda la ciudad le conocían por diversos apodos, pero él se llamaba a sí mismo Vlad. No era particularmente ingenioso, pero decidió que resultaba apropiado para sus propósitos. ¿Cuál era la frase de Shakespeare? «¿Qué hay en un nombre? Lo que llamamos rosa exhalaría el mismo grato perfume con cualquier otra denominación». Bueno, Vlad exhalaba un grato perfume y sabía incluso mejor, pensó. De modo que, para los propósitos de su misión, sería conocido como Vlad el Empalador. ¿Acaso no lo era? ¿Acaso no había empalado a cada una de sus elegidas?
¡Oh, qué ironía!
Tras encender una vela, Vlad se sentó cruzando las piernas junto a la reducida mesa japonesa, abrió uno de sus cajones y extrajo la fotografías; instantáneas tomadas para las tarjetas de identificación de estudiantes. Colocó las primeras cuatro sobre la brillante superficie de la mesa.
Hermanas, pensó, aunque no relacionadas genéticamente.
Tocó cada una de las fotos con la punta de su dedo índice, en el orden en el que las había tomado.
Dionne, dulce y flexible; su rica y oscura piel tan suave como la seda. ¡Oh!, había sido tan madura y cálida… ¡tan jodidamente cálida y húmeda…! Manifestaba a gritos su indocilidad, pero su cuerpo respondía a él mientras la preparaba, hacía que aquel cuerpo perfecto le deseara. Se le secó la garganta ante el recuerdo de tomarla, desde atrás, sus manos masajeando su abdomen, haciendo que se corriera justo antes que él.
Tragó con fuerza.
Y Tara, la delgada con sus maravillosos senos. Redondos y blancos, con pezones de aureola rosa pálido, del tamaño de monedas de medio dólar. Sintió una sacudida en su polla ante el recuerdo de esas gloriosas tetas. Recordaba chuparlas, acariciarlas, morderlas, arañarlas con los dientes mientras ella gemía en su caluroso tormento… de nuevo su sangre empezaba a cantar. Tocó la foto de Tara antes de mirar a la siguiente chica.
Monique. Alta y esbelta, con un cuerpo de atleta. Músculos que se apretaban contra él mientras la esculpía con las palmas de las manos, con sus dedos explorando cada uno de sus íntimos y dulces escondrijos. Se relamió los labios mientras su polla permanecía atenta.
Miró la siguiente foto. Rylee. Pequeña. Asustada. Pero, oh, tan deliciosa. Su pelo rubio claro había llamado su atención, y cuando estuvo totalmente desnuda, su blanca piel era luminosa, sus venas visibles bajo la superficie, su palpitante corazón, evidente en sus latidos, su aterrorizado pulso agitándose de forma tan perfecta en el centro del círculo de huesos de su garganta.
Oh, Dios, qué suculenta había sido… su sabor… Le dio la vuelta a la foto, hacia el lado en el que la mancha de sangre aún era visible sobre el dorso de su fotografía. Sonriendo de pura y autocompasiva crueldad, llevó la fotografía hasta su boca y, suavemente, pasó la punta de su lengua sobre la mancha de color rojo oscuro. Su sabor llenó su boca y él aspiró en su aliento la euforia de ello.