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Pero ese no era el caso. Aquel hombre iba parcialmente vestido de negro, sí. Pero allí no había capa alguna, ni fastuoso satén rojo u ojos brillantes. Era delgado, aunque de apariencia atlética. Y endiabladamente atractivo. Unas amplias gafas de sol de espejo ocultaban sus ojos. Su pelo era oscuro, o estaba húmedo, y lo bastante largo para acariciar el cuello de su chaqueta de cuero negro. Sus vaqueros estaban rotos y algo caídos. Llevaba una camiseta gastada que una vez había sido negra. Sus botas de piel de serpiente lucían ajadas, con los tacones gastados. Había algo en él que le resultaba familiar, pero no podía ubicar su rostro.

Una impaciente expectación ascendió desde la oscuridad, envolviendo el escenario.

Una vez más, ella pensó que se trataba de un insólito sueño, una extraña pesadilla o alucinación que era ahora tan atractiva como aterradora. Oh, por favor… que no sea real…

Él llegó hasta el sofá y se detuvo, el roce de sus botas ya no se repetía en un eco a través de su cerebro; tan solo el siseo de expectación se imponía sobre sus erráticos latidos.

Con el respaldo del sofá separando sus cuerpos, él deslizó una mano grande y callosa sobre su cuello desnudo, provocando una emoción que acaloró su sangre y deshizo una parte del miedo que la atenazaba. Las yemas de los dedos apretaron delicadamente su clavícula y su pulso se aceleró.

A una parte de ella, una parte muy pequeña, le parecía excitante.

Un siseo recorrió la invisible multitud.

– Esta -dijo él, con una voz imperativa aunque suave, como si se dirigiera hacia los ocultos espectadores-, es vuestra hermana. El público dejó escapar un «¡ah!» de expectación.

– Hermana Rylee.

Ese era su nombre, sí, pero… ¿De qué estaba hablando? Ella quería negarlo, sacudir su cabeza, contarle que lo que estaba ocurriendo estaba mal, que sus pezones solo se habían endurecido debido al frío, no por alguna sensación de deseo, que el impulso existente en lo más profundo de su ser no era lascivia.

Pero él sabía que lo era.

Él podía palpar su deseo. Oler su miedo. Y ella sabía que la deseaba por sus indómitas emociones.

No hagas eso, suplicó en silencio, pero ella sabía que podía leer las señales de aviso en la dilatación de sus pupilas, en su respiración entrecortada, en sus gemidos, más anhelantes que atemorizados.

Sus fuertes dedos apretaron un poco más fuerte, con firmeza, como unas cálidas zarpas sobre su piel.

– La hermana Rylee se une esta noche a nosotros voluntariamente -dijo con convicción-. Está preparada para realizar el último y definitivo sacrificio.

¿Qué sacrificio? Eso no sonaba bien. Una vez más, Rylee trató de protestar, de apartarse, pero estaba paralizada. La única parte de su cuerpo que no se encontraba totalmente desconectada era su cerebro, e incluso este parecía decidido a traicionarla.

Confía en él, le susurraba esa parte. Sabes que te ama… puedes sentirlo… ¿Y cuánto tiempo llevas esperando ser amada?

¡No! Aquello era una locura. Era la droga la que hablaba.

Pero ella deseaba sucumbir al tacto de sus dedos, que se deslizaban lentamente, descendiendo por un cálido sendero a lo largo de sus pechos, cada vez más cerca de sus doloridos pezones.

Sintió un cosquilleo en su interior. Dolía.

Pero aquello estaba mal. ¿Verdad…?

Él se inclinó acercándose más; la nariz contra su pelo, los labios rozando el pabellón de su oído mientras le susurraba tan silenciosamente de forma que solamente ella pudiera oírlo: «Te amo». Ella se derretía por dentro. Lo deseaba. Un tórrido impulso se elevó en su ser. Los dedos frotaron su piel por debajo de la clavícula, un poco más fuerte, presionando en su carne. Por un instante se olvidó de que se encontraba en un escenario. Estaba a solas con él, y él la estaba acariciando… amándola… Él la deseaba como ningún otro hombre la había deseado jamás… Y…

Apretó con fuerza.

Un dedo fuerte se hundió en su carne, clavándosele en las costillas. La atravesó una sacudida de dolor. Sus ojos se abrieron de golpe.

El miedo y la adrenalina estallaron en su circulación sanguínea. Su pulso se disparó, loca y salvajemente.

¿Qué había estado pensando? ¿Que podría seducirla? ¡No!

¿Amor? ¡Oh, por el amor de Jesús, él no la amaba! Rylee, no te dejes engañar. No caigas en su estúpida trampa.

El maldito alucinógeno la había convencido de que se preocupaba por ella, pero él, quien demonios quiera que fuera, tan solo pretendía utilizarla en su enfermizo espectáculo.

Ella lo miró, y él advirtió su ira.

El bastardo sonreía, con sus dientes blancos y relucientes.

Entonces supo que disfrutaba con su impotente furia. Él percibió los latidos de su corazón, su sangre fluyendo cálida y frenéticamente por sus venas.

– Su sangre es la sangre intacta de una virgen -dijo hacia la invisible muchedumbre.

¡No!

¡Os habéis equivocado de chica! ¡Yo no soy…!

Dedicó toda su concentración en hablar, pero su lengua se negó a funcionar, no hubo aire que presionara sus cuerdas vocales. Intentó luchar, pero sus miembros no teñían fuerza.

– No tengas miedo -susurró él.

Invadida por el terror, contempló cómo se inclinaba hacia delante, acercándose más, con su cálido aliento, sus labios encogiéndose para mostrar sus dientes desnudos.

Dos brillantes colmillos refulgieron, igual que en su fantasía.

Por favor, Dios. Por favor, ayúdame a despertar. ¡Por favor, por favor…!

Junto al siguiente latido, sintió un frío pinchazo, semejante al de una aguja, mientras los colmillos se clavaban en su piel y penetraban fácilmente en sus venas.

Su sangre comenzó a derramarse…

Capítulo 1

Hasta ahora ha ido bien, pensó Kristi Bentz mientras lanzaba su almohada favorita al asiento trasero de su Honda de diez años, un coche que estaba como nuevo para ella, pero que casi alcanzaba los ciento treinta mil kilómetros en el contador. Con un golpe apagado, la almohada aterrizó sobre el montón formado por su mochila, sus libros, la lámpara, el iPod y otros artículos esenciales que llevaba consigo a Baton Rouge.

Su padre contemplaba su marcha de la casa que compartían, una pequeña cabaña que en realidad pertenecía a su madrastra. Durante todo el tiempo que la estuvo mirando, el rostro de Rick Bentz era una máscara de frustración.

¿Y qué tenía eso de raro?

Al menos, gracias a Dios, su padre aún estaba entre los vivos. Kristi aventuró una mirada en su dirección.

Tenía buena pinta, incluso parecía robusto: sus mejillas estaban enrojecidas por la caricia del viento que pasaba entre los pinos y cipreses; unas pocas gotas de lluvia humedecían su oscuro cabello. En efecto, tenía algunos mechones grises, y probablemente había cogido cinco o diez kilos durante el último año, pero al menos su aspecto era de estar sano y fuerte, con los hombros firmes y los ojos abiertos.

Gracias a Dios.

Porque a veces, no era así. Al menos no para Kristi. Desde que despertó de un coma hace más de año y medio, había sufrido visiones de él, horripilantes imágenes en las que, cuando ella lo miraba, aparecía como un fantasma: de color gris, con dos oscuros e impenetrables agujeros por ojos y un tacto frío y húmedo. Además, había tenido muchas pesadillas acerca de una oscura noche, el crepitar del relámpago partiendo en dos un cielo negro, el resonar de un árbol quebrándose al ser impactado, y luego veía a su padre yacer muerto en un charco con su propia sangre.

Desafortunadamente, las visiones eran más frecuentes que los sueños. En pleno día, ella veía como el color de su piel se diluía, contemplaba su cuerpo que se tornaba pálido y grisáceo. Sabía que él iba a morir. Y pronto. Había visto su muerte lo suficiente en su recurrente pesadilla. Durante el último año y medio había estado segura de que encontraría el cruento y horripilante final que había contemplado en sus sueños.