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Cerró la puerta principal después de salir, silbó al perro y luego, con Bruno pegado a sus suelas, caminó rápidamente hacia la camioneta. La lluvia que había castigado esa parte de Luisiana durante todo el día, había cesado, dejando la tierra mojada y el aire pesado, con una espesa niebla que parecía elevarse hasta las esqueléticas y blanquecinas ramas de los cipreses.

Era una noche perfecta para presentar la asignatura del homicidio.

* * *

Emergiendo fácilmente de la piscina, Vlad permaneció en el borde de las trémulas profundidades y sintió como el agua refrescaba su piel. El foco bajo la superficie del agua y el monitor de su pequeño ordenador proporcionaban la única iluminación en su refugio especial. Adoraba el ósculo del aire frío contra su húmeda carne, pero disponía de poco tiempo para saborearlo. Tenía mucho por hacer.

Y un problema que lo atormentaba. Había intentado ignorarlo, había pasado meses diciéndose a sí mismo que no tenía importancia, pero cada día que pasaba, se sentía un poco más irritado, un poco más obligado a corregir su estúpido error.

Había esperado que el atrapar a la última chica lo hubiera calmado, pero no fue así. No por completo. A pesar de que la sumisión y muerte final de Rylee lo emocionó, el hecho de haber fallado le corroía. Lo distraía. Incluso ahora, se encontraba mordiéndose las uñas y escupiéndolas en la piscina; luego se obligó a dejar aquella desagradable costumbre que padecía desde su infancia, cuando estaba seguro de que su padre regresaría, descubriría que se había metido en problemas y lo encerraría en el viejo retrete.

Ante ese pensamiento se le revolvió el estómago, así que desterró todas las imágenes de su infancia. Después de todo, el viejo se había llevado lo suyo, ¿verdad?

Vlad sonrió al recordar las ensangrentadas púas de la horca en el extraño accidente de granja de su padre. Había pasado horas relatando el horror de encontrar a su padre en el suelo del granero; cómo el viejo había caído desde la planta superior y sobre un fardo roto donde habían dejado la horca. Vlad había admitido que dejó la herramienta donde no debía estar. Y si la horca no hubiera atravesado la arteria femoral, cómo su padre podría haber sobrevivido. En cambio, el viejo había yacido sobre la horca como una tortuga sobre su espalda, con la pelvis destrozada, sin que nadie oyera sus gritos hasta que Vlad regresó de la casa del vecino para encontrar al hombre que le había criado en un charco de sangre coagulada. Qué desafortunado había sido que aquel fin de semana su madre se encontrara fuera, visitando a su hermana.

Pero la muerte del viejo no podía remediar la situación actual.

Vlad se enorgullecía de su perfeccionismo, y el hecho de haber cometido un error lo molestaba.

Caminó hasta el extremo más alejado de la piscina, hasta el interior de un pequeño hueco donde aún había un grupo de taquillas metálicas. Estaban vacías salvo la que reservaba para sus tesoros, aquellos que conservaba confinados. Hábilmente, en la penumbra, envuelto en el olor del cloro que había añadido, marcó la combinación de la cerradura y abrió la puerta oxidada.

En el interior, había varias filas de pequeños ganchos negros. Tres, en la fila superior, reservados para la élite, los que consideraba superiores, estaban marcados con el nombre de su propietaria, y sostenían un collar de oro del que colgaba un diminuto vial. Cuidadosamente, extrajo una de las cadenas de oro y la sostuvo a la luz para poder ver el profundo color rojo a través del cristal… igual que un vino caro, pensó. Con suavidad, desenroscó la tapa del vial y lo sostuvo bajo su nariz. Inhaló el dulce y cobrizo aroma de la sangre de Monique. Cerró los ojos y recordó cómo se había resistido. Como la atleta que era, combatió los efectos de las drogas y, al sujetarla, había llegado a escupirle en la cara.

Él se había reído y lo había introducido en su boca con la lengua, y fue entonces cuando pudo ver su miedo. No era por sujetarle las muñecas o inmovilizar su peso con las piernas, sino que disfrutaba de sus ansias de lucha, y eso la asustaba hasta el extremo.

Había visto la dilatación de sus pupilas, lo notó en la agitación de su pecho mientras la sujetaba, esperando que el cóctel que se había tomado le hiciera efecto por completo. Había sido testigo de sus intentos de lucha sobre el escenario, antes de sucumbir definitivamente ante él. Había sospechado que resultaría difícil, una luchadora. Y ella no lo había decepcionado.

La suya no fue una vida entregada fácilmente.

Al pensar ahora en Monique, se relamió los labios. Extraer su sangre había sido exquisito; contemplar su respiración volviéndose débil y vacía, ver su piel palidecer, sentir sus latidos ralentizarse y finalmente detenerse por completo, y luego mirarla a los ojos, abiertos y sin vida…

Se estremeció al revivir el momento, pero aquello no sería suficiente. Los recuerdos desaparecían con demasiada rapidez.

Afortunadamente, su sed de sangre se vería saciada.

Tapó el pequeño envase y lo observó tambalearse y brillar durante un segundo antes de devolverlo al interior de la taquilla.

Los ganchos vacíos se burlaban de él, especialmente el señalado con el nombre de Tara Atwater. Una vieja rabia ardió en su interior cuando pensó en cómo aquella pequeña zorra había tratado de desafiarle, había escondido el tesoro que él tanto apreciaba. Ninguna amenaza o medida de fuerza fueron suficientes para soltar su lengua, y murió rápidamente, casi de forma voluntaria, con poca resistencia en su interior.

Pero ella había mostrado la más leve de las sonrisas al derramar su sangre y liberar su alma, como si de alguna manera hubiera ganado la batalla.

Sus dientes rechinaron al contemplar la imperfección.

El vial estaba ahí fuera. Solo tenía que encontrarlo.

Por supuesto, lo había intentado, pero sin resultado.

Pero no se daría por vencido.

Cerró de un golpe la puerta de la taquilla. ¡Bam! El sonido resonó en las paredes, y él se dirigió, todavía desnudo, hacia la cavernosa habitación con la piscina y la celdilla que utilizaba a modo de oficina. El agua reflejaba cambiantes sombras azuladas sobre las paredes y el techo; la luz de su ordenador vibraba ligeramente.

Lo más probable era que el vial se encontrase en el apartamento de Tara, escondido en alguna parte. Hasta ahora, había tenido cuidado de mantenerse alejado del vacío estudio con aquella vieja patrona entrometida. Pero ahora tenía más de un motivo para volver. No solo estaba convencido de que el pequeño vial estaba escondido en algún lugar de la propiedad, sino que ahora Kristi Bentz ocupaba el apartamento que tenía que registrar.

Lo cual era perfecto.

Capítulo 7

– ¿No crees que la clase de Grotto ha sido la mejor? -dijo Mai con admiración al ver a Kristi subiendo las escaleras hacia su apartamento. Cargada con una rebosante cesta de colada, Mai se encontró con ella en el descansillo de la segunda planta. Casi parecía como si la hubiera estado esperando, espiando a través de las persianas del cuarto de estar-. Te vi entrar en clase un poco tarde.

– Todos me vieron -repuso Kristi, gruñendo en silencio. Había querido hablar con el profesor de vampirismo después de clase, pero fracasó en el intento. Sin embargo, estaba decidida a encontrarse con él y ver lo que sabía acerca de los cultos del campus.

– ¿No te pareció increíble toda la experiencia o qué? ¿La clase a oscuras, las persianas bajadas y las falsas velas encendidas? ¿Y todas aquellas imágenes de vampiros? Algunas daban tanto miedo, que te aseguro que se me puso la carne de gallina, y las otras eran realmente cutres. Quiero decir, ¿Bela Lugosi? ¿En serio? Aunque debo admitir que casi alucino cuando Grotto se quitó sus colmillos falsos.