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– ¿No crees que fue un poco exagerado? -Kristi siguió avanzando hacia la tercera planta. No disponía de mucho tiempo. Había hecho parte del turno de Ezma en el Bard's Board, desde las doce y media hasta las seis, y en ese momento le quedaban menos de cuarenta y cinco minutos para llegar a su clase nocturna.

– Creo que fue imaginativo e interesante, y mucho más molón que un profesor mohoso con chaqueta de tweed y parches de ante en los codos, hablando mientras nosotros, aburridos hasta la saciedad, pasamos las páginas de un libro de texto escrito en los años ochenta.

– Como si eso fuera a ocurrir.

– Oye, simplemente admiro al tipo por traer algo de vida, o mejor dicho, ¡algo de muerte a la clase! -Animada, Mai cargaba con su cesta y seguía a Kristi escaleras arriba. Cuando Kristi entró en su apartamento, Mai le pisaba los talones y atravesó el umbral. Dejó su cesta de colada sobre una mesa junto a la cocina, como si ella y Kristi fuesen ya viejas amigas.

Houdini, que se aventuró a salir de su escondrijo favorito cuando notó que Kristi no estaba mirando, saltó desde el alféizar de la ventana hasta el sofá; entonces, rápidamente, se introdujo en el pequeño espacio que había convertido en su hogar.

– Es simpático -observó Mai con aspereza-. ¿Qué pasa con el gato? Pensaba que las mascotas estaban totalmente prohibidas.

– No es una mascota. Solo un vagabundo del que no puedo deshacerme.

Mai miró la zona frente a las puertas de vaivén que ocultaban la cocina. Allí, sobre una esterilla, yacía un juego de platos para mascotas con comida y agua, uno de ellos Kristi lo había adquirido en la pequeña tienda local de comestibles cuando fue a comprar café, leche, manteca de cacahuete, pan y media docena de latas de comida para gatos.

– Lo estás alimentando. La señora Calloway se pondrá histérica.

– Entonces podrá venir a llevárselo. Ni siquiera tengo una caja de arena.

Mai arrugó su pequeña y coqueta nariz.

– Entonces… ¿Cómo…? ¿Dónde…?

– Sabe ir al lavabo.

– ¿Qué? -Agitó su cabeza hacia la puerta que daba al cuarto de baño, del tamaño de un armario. Se creó un repentino silencio mientras Kristi se quitaba el abrigo. Mai percibió su imperceptible sonrisa-. Oh, estás de broma.

– Dejo una rendija de la ventana abierta para que salga por allí, afuera, hasta el tejado. Es asombroso el escaso espacio que necesita para deslizarse por él, pero, hasta ahora, no ha habido accidentes.

– No pones mucho empeño en deshacerte de él -observó Mai, y Kristi se encogió de hombros-. ¿Entonces lo hace sobre el tejado?

– Creo que baja por el magnolio.

– No voy a chivarme… pero si la señora Calloway lo ve, se armará una buena. -Los ojos de almendra de Mai abarcaron la estancia, igual que había hecho la última vez que estuvo de visita. Casi era como si Mai estuviese buscando algo, o intentando memorizar cada rincón y grieta del espacio privado de Kristi.

– Si ve a Houdini, ya lo hablaré con ella -aseguró Kristi.

– ¿Houdini?-repitió Mai-. ¿Le has puesto nombre?

– Tenía que ponerle alguno.

– ¿Estás segura de que es macho?

– No lo he tenido tan cerca.

Mai la miró como si hubiera perdido la cabeza. Avanzó hasta la mesa que Kristi solía usar como escritorio, el espacio donde Kristi había dejado sus notas sobre las chicas desaparecidas.

De repente, Kristi se sintió incómoda con los curiosos ojos de Mai.

– Vives aquí desde el año pasado, ¿verdad? -preguntó Kristi para distraerla.

– Así es.

– Así que conoces a un montón de gente.

– Lo normal, supongo.

– ¿Has oído algo acerca de un culto, puede que en el campus? ¿En uno que cree en vampiros?

– Me tomas el pelo, ¿verdad?

Los dedos de Mai tocaron el respaldo del sillón de Kristi. Pasó un momento, y Kristi tuvo la impresión de que estaba ganado tiempo para pensar.

– ¿Es posible que las chicas que desaparecieron estuvieran metidas en alguna clase de sociedad secreta? -insistió Kristi.

– Eso es ir demasiado lejos -dijo Mai.

– ¿Lo es?

– ¿Es que sabes algo? -inquirió Mai.

– Tú sabes algo -aventuró Kristi-. Cuéntamelo.

Mai les echó un vistazo a las fotos de las chicas desaparecidas, que yacían boca arriba sobre el improvisado escritorio de Kristi y se mordisqueó el labio. Mientras sacudía la cabeza, cogió la foto de Rylee Ames.

– No quiero parecer una chiflada.

– Solo quiero saberlo.

Mai dejó la foto en su sitio.

– Siempre ha existido un interés por todo ese asunto de los vampiros, ¿sabes? Quiero decir que, si lo buscas en Internet, encontrarás toda clase de clanes y grupos que afirman ser realmente vampiros. Es una gran contracultura. Algunas personas se meten por pasar unas emociones inofensivas, creo; pero otras, realizan todos esos rituales y duermen en ataúdes y beben sangre; creo que incluso sangre humana.

– Y hay un grupo aquí, en el campus. Hay gente que anda metida -añadió Kristi.

– He oído rumores, claro -dijo Mai elevando sus hombros.

– ¿Crees que Grotto está implicado? Mai desvió su mirada.

– ¿Grotto? Parece poco probable. Es decir, si todo es tan secreto, ¿por qué lo pregonaría? Ya sabes, atrayendo la atención hacia él. Su clase probablemente no hace sino suscitar interés; el encanto de todo ello. ¿Quieres mi opinión? Al menos algunos de los estudiantes que asisten a sus clases son parte del grupo. Pero no creo que solo porque algunos chicos muestren interés en los vampiros y traten de conectar con otros se le pueda llamar culto.

– Puede que solo sean los extremistas -opinó Kristi-, una facción que lleva las cosas más lejos. Puede que esa sea la parte del culto.

– Si es que existe uno. La gente tiende a poner etiquetas a lo que no comprende. -Volvió a examinar las fotografías sobre el escritorio-. ¿Qué estás haciendo con esto?

– Todavía no lo sé. Tan solo pensé que haría algunas averiguaciones -aseguró Kristi. Eso era bastante cierto. Ya había hablado con dos familiares de las chicas desaparecidas. No le dijo a nadie que pensaba escribir un libro sobre ellos porque, para ser sinceros, si resultaba que las chicas se habían escapado, ella no tenía historia. Hasta que no hubiera un auténtico crimen, no podía empezar a bosquejar su libro de crímenes reales.

Por supuesto, no había compartido esa información con el, supuestamente genial y de los que solo se encuentran una vez en la vida, novio de Dionne, Elijah Richards, quien estaba seguro de que vería escrito su nombre en la prensa como alguna especie de héroe urbano. Durante su conversación con él, todo había girado en torno a Elijah, siendo apenas capaz de centrarse en la chica que supuestamente amaba. Quizás había una razón por la que Dionne lo dejó por Tyshawn Jones, incluso con las tendencias criminales de este último.

Kristi se mordió el labio, al pensar en los otros miembros familiares que había contactado: con la madre de Tara Atwater, quien había resultado ser un auténtico espécimen de colección. Angie Atwater se pasó la mayor parte de la conversación quejándose de cómo su desagradecida hija estaba siguiendo los pasos de su padre, directamente hacia la penitenciaría del estado de Georgia. Pobre Tara.

Con cada conversación, Kristi se convencía más y más de que algo horrible, algo malvado les había pasado a las cuatro chicas desaparecidas. Existía la posibilidad de que, mediante su investigación, pudiese encontrar algo en común entre ellas, un motivo por el que habían desaparecido, y contárselo todo a la policía. Puede que tuvieran suerte y encontrasen con vida a las chicas. Al menos podía ayudar a evitar que más chicas desapareciesen.

– ¿Conocías personalmente a alguna de las chicas desaparecidas? -preguntó Kristi a Mai.