– Siempre. Pero no necesitas un salto de cama -gruñó él apartando su silla de la mesa plegable.
– ¿No? -Ella lo miró sobre el borde de su taza.
– Pierdes el tiempo. -Cogió la taza de sus manos y la puso sobre el alféizar de la ventana. -Así que dime, señora Bentz, ¿es esto un intento de seducción debido a que estás tan caliente que no puedes pensar con claridad, o porque estás en el momento del mes adecuado para quedarte embarazada?
– Puede que una mezcla de ambas -admitió ella, y resultó ser como una ducha de agua fría.
– Ya te lo he dicho… no creo que desee tener otro hijo.
– Y yo ya te he dicho que necesito un bebé.
El apoyó su cabeza contra la de ella y contempló la desesperación en sus ojos. Le daría cualquier cosa. Excepto eso…
– Ser el hijo de un poli no es cosa fácil.
– Tampoco lo es ser su mujer. Pero merece la pena. Por favor, Rick, no nos preocupemos por esto, ¿vale? Si ocurre, pues que ocurra; y si no, entonces ya veremos.
– ¿Qué quieres decir?
– Quiero decir que no nos preocupemos por eso ahora.
Él la abrazó con más fuerza contra sí, sintiendo su cálido cuerpo estrecharse contra el suyo. Por lo que él sabía, nunca había educado a ningún hijo. No biológicamente. La madre de Kristi, Jennifer, se la había pegado. Simple y llanamente. Y se había quedado embarazada. Aquello pudo haber sido el final, ya que Jennifer le había confesado que el bebé de sus entrañas no era suyo en el octavo mes de gestación. Pero Bentz le echó un vistazo a Kristi unos segundos después de haber nacido y reclamó al bebé como suyo. Incluso ahora, veintisiete años más tarde, recordaba el momento en el que ella había venido al mundo, el momento que había cambiado su vida para siempre.
A partir de entonces, ni Jennifer ni ninguna otra se había quedado embarazada por su culpa, ya fuese por accidente o por un extraordinario control menstrual. Él jamás se había hecho pruebas, no se había preocupado de ello. Nunca había sentido la necesidad de tener otro hijo, pero ahora Lyvvie deseaba un bebé, cuando él estaba cerca de los cincuenta años. Si se quedara embarazada ahora, Bentz sería un setentón cuando el chaval terminase el instituto. Si no lo mataban antes en acto de servicio.
¿Era eso justo para el niño?
Su mujer se apoyó en las puntas de los pies y lo besó. Sabía a jazmín y a desesperación y, maldita sea, le dio lo que quería. Como siempre.
Kristi atravesó el campus.
El aire era denso. Pesado. Una niebla incipiente se elevaba desde la tierra mojada. No estaba sola. También otros estudiantes caminaban en una u otra dirección, atajando a través del complejo. Pasaban junto a ella en bicicleta, monopatines o a pie; grupos de chavales hablando, estudiantes solitarios que se apresuraban hacia los distintos edificios antiguos que constituían el colegio All Saints.
Era extraño estar de vuelta.
La mayoría de los no graduados eran casi diez años más jóvenes que ella. También había graduados, por supuesto, en número mucho más reducido, y unos pocos adultos que habían regresado al colegio cumplida la treintena, o incluso más. Aunque el campus, con sus enredaderas, sus edificios de cien años o más, y sus terrenos adecuadamente cuidados, parecía no haber cambiado, la sensación de estar en All Saints era muy diferente de su año de novata.
En la biblioteca, cambió de dirección, alejándose del corazón del colegio, ya que el pabellón Knauss se encontraba en el borde del campus, no muy lejos de las grandes y viejas mansiones que habían sido convertidas en hermandades masculinas y femeninas. Apresurándose al caer la noche, miró hacia la estrecha calle flanqueada por árboles y con casas de tipo colonial. Su mirada cayó sobre una mansión blanca con pilares de estilo plantación, hogar de los Delta Gamma, una hermandad femenina a la que había pertenecido todos aquellos años ante la insistencia de su padre; aunque todo ese rollo griego nunca había funcionado con ella. A día de hoy no tenía idea de qué hacía siquiera una de sus hermanas, y tampoco le importaba. Mientras estuvo allí, nunca se había sentido como una Delta Gamma. Rick Bentz no solo había insistido en que se uniera a lo que ella más tarde se referiría como «el convento», sino que, marcando las normas, la obligó a apuntarse a clases de taekwondo, y también le enseñó todo sobre el uso y seguridad de las armas de fuego. Aunque el asunto de la hermandad no funcionó, había obtenido un cinturón negro en el arte marcial de su elección. Además, sabía lo suyo acerca de las armas y era una tiradora decente.
Percibió un coche avanzando por la calle, a poca velocidad, como si el conductor estuviera buscando algo, o a alguien. Se le erizó el vello de la nuca. Escudriñó en la oscuridad, incapaz de reconocer al conductor.
Lo más probable era que no tuviese importancia. Seguramente se había perdido y buscaba una dirección, decidió; aunque todo lo que se había hablado acerca de chicas desaparecidas y de la posibilidad de un crimen le hizo sospechar un poco.
¡Puede que finalmente se te haya pegado algo de la paranoia de tu padre!
El destello de los faros del coche alcanzó a Kristi y el vehículo aminoró aún más, con un crujido de neumáticos. La baja niebla se elevó sobre los borrosos cristales, haciendo más difícil la tarea de vislumbrar quién estaba detrás del volante. ¿Era un hombre? ¿Una mujer? ¿Había alguien en el asiento del copiloto?
Las campanas de la iglesia anunciaron la hora, con tañidos que resonaban recordándole su deber.
– Joder -susurró. ¡Otra vez tarde!
Aceleró el paso, dejando atrás al pausado vehículo y a su misterioso conductor. Corriendo apresuradamente por la calzada, atajó a través del césped y de la línea de árboles a lo largo del edificio de ladrillo y piedra que albergaba los laboratorios de ciencias.
Oyó al coche recuperar velocidad, y luego volver a aminorar, hasta el punto en que el motor tan solo ronroneaba. Kristi miró por encima del hombro, aún incapaz de discernir quién ocupaba el sombrío vehículo. Deseó estar lo bastante cerca para poder ver el número de la matrícula. Todo lo que pudo ver fue que se trataba de un oscuro turismo, probablemente un Chevrolet, pero no podía estar segura.
¿Y qué? Un coche que va despacio. Vaya una cosa. ¿Qué más da que sea un Ford, un Chevrolet o un jodido Lamborghini? No le hagas caso.
Tenía un problema más acuciante: existía la posibilidad de que su novio del instituto, al que ella había dejado tan bruscamente, fuera su profesor.
Con un gruñido interior, Kristi se apresuró por los escalones del edificio cubierto de enredaderas y abrió de golpe una pesada puerta de cristal.
Otro estudiante pasó rápidamente junto a ella, y reconoció a Hiram Calloway al cruzarse. Estuvo a punto de decir algo, porque tenía la sensación de que el chico la estuviera siguiendo. Cuando había necesitado su ayuda con el edificio de apartamentos no pudo convencerlo de que salvara su vida. Pero ahora que ella empezaba las clases, se topaba con él en cuanto se daba la vuelta por el campus. Tenía el mal presentimiento de que, también él, estuviese matriculado en la clase nocturna de los lunes con la profesora Monroe… Jesús, ¿es que los chicos no planificaban su calendario para poder quedarse en casa los lunes para ver el fútbol?
Dejó que llegase antes a clase para poder evitar sentarse junto a él.
Mientras las puertas se cerraban detrás de ella, Kristi se dirigió hacia el rellano, donde el aroma de un limpiador con esencia de pino no podía encubrir el olor a formaldehído que atravesaba los pasillos. Muchas de las baldosas del suelo estaban agrietadas, y las paredes de color verde claro se habían cubierto de mugre con el paso del tiempo. Las escaleras también parecían ajadas; la barandilla lucía el desgaste de cientos de manos.