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Aquellos últimos dieciocho meses había estado enferma de preocupación por él, mientras se recuperaba de sus propias lesiones, pero hoy, el día después de Navidad, Rick Bentz era la viva imagen de la salud. Y estaba molesto.

La había ayudado de mala gana a llevar las maletas hasta el coche mientras el viento cruzaba esa parte del arroyo, sacudiendo las ramas, levantando las hojas y llevando consigo el aroma de la lluvia y el agua estancada. Ella había aparcado su utilitario en el encharcado camino de entrada de la pequeña cabaña que Rick compartía con su segunda esposa.

Olivia Benchet Bentz era buena para Rick. Sin duda alguna. Pero ella y Kristi no se llevaban demasiado bien. Y mientras Kristi cargaba el coche ante la desaprobación de su padre, Olivia permanecía en el umbral a seis metros de distancia, frunciendo el ceño con interés y con sus grandes ojos oscuros llenos de inquietud, aunque no dijo nada.

Mejor.

Era una de las cosas buenas que tenía. Olivia sabía que no debía interponerse entre un padre y su hija. Era lo bastante lista para no añadir una coletilla no deseada a cualquier conversación. Aunque, esta vez, no se retiró hacia el interior de la casa.

– Es que no creo que esta sea la mejor idea -adujo su padre por… ¿ducentésima vez desde que Kristi soltó la bomba de que se había matriculado para las clases de invierno en el colegio All Saints, en Baton Rouge? Tampoco es que se tratase de una sorpresa mayúscula. Le había comunicado su decisión en septiembre-. Podrías quedarte con nosotros y…

– Ya te oí la primera vez, y la segunda, y la decimoséptima y la número trescientos cuarenta y dos y…

– ¡Ya basta! -Levantó una mano, mostrando la palma.

Ella cerró la boca de golpe. ¿Es qué tenían que llevarse siempre como el perro y el gato? ¿Incluso después de todo por lo que habían pasado? ¿Incluso cuando en varias ocasiones habían estado a punto de no volver a verse?

– ¿Qué parte de «Me marcho de Nueva Orleans y vuelvo al colegio» es la que no entiendes, papá? Te equivocas, no puedo quedarme aquí. Simplemente… no puedo. Soy demasiado mayor para vivir con mi padre. Necesito tener mi propia vida. -¿Cómo podía explicarle que le resultaba insoportable el hecho de mirarle un día tras otro, viéndolo sano un minuto, luego grisáceo y después muriéndose? Se había convencido de que él iba a morir y permaneció a su lado mientras se recuperaba de sus propias heridas, pero el ver cómo el color desaparecía de su rostro fue definitivo para ella y casi la convenció de que estaba loca. Por el amor de Dios, quedarse allí tan solo empeoraría las cosas. Las buenas noticias eran que llevaba un tiempo sin ver aquella imagen, ahora hacía un mes, así que puede que hubiera interpretado mal las señales. De cualquier forma, era el momento de continuar con su propia vida.

Kristi rebuscó sus llaves en la mochila. No había motivos para seguir discutiendo.

– Vale, vale, te marchas. Lo entiendo. -Frunció el ceño mientras las nubes avanzaban por el cielo a baja altitud, eliminando cualquier opción de disfrutar de la luz del sol.

– ¿Lo entiendes? ¿De verdad? Después de que te lo haya dicho, ¿cuántas? ¿Un millón de veces? -le riñó Kristi, pero mostrándole al tiempo una sonrisa-. Está claro que eres un investigador implacable. Justo como te describen los periódicos: «Nuestro héroe local, el detective Rick Bentz».

– Los periódicos no saben una mierda.

– Otra aguda observación realizada por el detective estrella del departamento de policía de Nueva Orleans.

– Déjalo ya -murmuró, aunque uno de los lados de su rígida boca se transformó en lo que podría interpretarse como la más natural de las sonrisas. A la vez que se pasaba una mano por el pelo, volvió la mirada hacia la casa, hacia Olivia, la mujer que se había convertido en su apoyo-. Jesús, Kristi -añadió-. Eres de lo que no hay.

– Es algo genético. -Dio con las llaves.

Rick entrecerró sus ojos y apretó la mandíbula.

Ambos sabían lo que él estaba pensando, pero ninguno mencionó el hecho de que no era su padre biológico.

– No tienes por qué huir.

– No estoy huyendo. De nada. Pero voy hacia algo. Se llama «el resto de mi vida».

– Podrías…

– Mira, papá, no quiero oírlo -lo interrumpió Kristi mientras lanzaba su bolso al asiento del copiloto, junto a tres bolsas de libros, dvd y cd-. Sabías que iba a regresar al colegio desde hace meses, de modo que no hay motivo para que ahora montes una escenita. Se acabó. Soy una persona adulta y me voy a Baton Rouge, a mi antigua alma máter, el colegio All Saints. No está al otro lado del mundo. Estaremos a menos de un par de horas de distancia.

– No es por la distancia.

– Necesito hacer esto. -Miró hacia Olivia, cuyo alborotado pelo rubio estaba en parte iluminado por las luces de colores del árbol de Navidad. La modesta cabaña parecía cálida y acogedora ante la incipiente tormenta, pero no era el hogar de Kristi. Jamás lo había sido. Olivia era su madrastra y, aunque se soportaban, aún no existía un estrecho lazo familiar entre ellas. Puede que nunca lo hubiera. Aquella era ahora la vida de su padre y en realidad no tenía mucho que ver con ella.

– Ha habido problemas por allí. Algunas alumnas han desaparecido.

– ¿Ya has estado investigando? -inquirió furiosa.

– Tan solo he leído acerca de unas chicas desaparecidas.

– ¿Quieres decir que se han escapado?

– Quiero decir desaparecidas.

– ¡No te preocupes! -espetó. Ella también había oído que unas chicas habían desaparecido del campus inesperadamente, aunque no se pensaba que hubiera pasado nada grave-. Las chicas se escapan del colegio y de sus padres continuamente.

– ¿En serio? -preguntó.

Una ráfaga de viento frío atravesó el arroyo, esparciendo unas cuantas hojas empapadas y dando de lleno en la sudadera con capucha de Kristi. La lluvia se había detenido por el momento, pero el cielo estaba plomizo y cubierto de nubes, y varios charcos se extendían sobre el agrietado pavimento.

– No es que no crea que debas regresar al colegio -explicó Bentz, apoyando su cadera contra el compartimento de la rueda de su Honda y, al menos hoy, representando la viva imagen de la salud: con su piel sonrosada y su cabello oscuro con solo unos pocos mechones grises-. Pero… ¿toda esa idea de convertirte en escritora de novelas policíacas?

Ella levantó una mano, luego recolocó algunos objetos en la parte posterior del coche, de forma que le permitieran ver por el espejo retrovisor.

– Sé dónde quieres llegar. No quieres que escriba sobre ninguno de los casos en los que has trabajado. No temas. No pienso pisar terreno sagrado.

– No se trata de eso y lo sabes -replicó. Apareció un rastro de enfado en sus profundos ojos.

Bien. Que se cabree. Ella también estaba irritada. Ambos habían pasado las últimas semanas poniendo a prueba los nervios del otro.

– Estoy preocupado por tu seguridad.

– Bueno, pues no lo estés, ¿de acuerdo?

– Deja ya esa actitud. Hablas como si no hubieras sufrido ya una experiencia traumática.

Sus ojos se encontraron, y ella supo que su padre estaba reviviendo cada aterrador segundo de su asalto con secuestro.

– Estoy bien. -Se tranquilizó un poco. A pesar de que muchas veces era un auténtico tormento, en el fondo era un buen tipo. Y ella lo sabía. Tan solo se preocupaba por ella. Como siempre. Pero eso no le hacía falta.

Haciendo un esfuerzo, aplacó su impaciencia mientras Peludo, el saco de pulgas de su madrastra, cruzaba la puerta principal y perseguía a una ardilla hasta llegar a un pino. En un destello rojo y gris, la ardilla trepó por el áspero tronco hasta una rama alta que se agitó mientras miraba hacia abajo y se mofaba del terrier cruzado. Peludo golpeó el tronco con sus patas y gimoteó rodeando el árbol.