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Incluso desde aquella distancia, reconoció al hombre.

El nuevo profesor.

Por supuesto. Sus labios se torcieron al ver a Jay McKnight, la nueva incorporación a la plantilla del All Saints.

La hija del policía agitó una mano y, con su cabello cayendo a su espalda, dio alcance a McKnight.

Oculto en las sombras de la torre, sintió que su sangre empezaba a encenderse. ¿De pasión? ¿Deseo? ¿O Rabia? La noche se filtraba por su piel, llegándole a los huesos mientras el pulso se elevaba. Ahora su corazón retumbaba, los músculos se le tensaban, los nervios se le afilaban como agujas. Imaginó cómo sería tocarla… sentir su respuesta hacia él, romperle lentamente cada costura de la ropa hasta que estuviera desnuda ante él. Con el ojo de su mente, vio sus largas extremidades, musculosas aunque femeninas… flexibles piernas que se enroscarían a su alrededor mientras él se inclinaba hacia delante, su cálido aliento contra sus senos, sus dientes y lengua deslizándose sobre sus pezones, y mordisquearlos…

Sus músculos se pusieron tensos y sus genitales respondieron con una erección más dura que una piedra.

¡No! No podía permitirse adentrarse tan profundamente en su fantasía. Aún no. Tenía que reservarse. Sin emitir sonido alguno, cerró la ventana.

Despacio, con unas silenciosas pisadas, se retiró de los paneles de cristal hacia las escaleras y, mientras descendía los ajados escalones, acalló su necesidad.

No podía precipitarse.

No podía ceder ante rápidos estímulos.

Tenía que seguir el plan.

Meticulosamente.

O todo estaría perdido.

* * *

– ¡Jay! ¡Profesor McKnight! ¡Oye, espérame! -Kristi caminó lo más rápido que pudo, tratando de alcanzarlo. Había salido justo al final de clase para marcharse a casa; luego decidió que necesitaban aclarar las cosas, de forma que volvió sobre sus pasos, solo para verlo dirigirse hacia una puerta trasera. Cuando estuvo lo bastante cerca como para llamarlo, él había llegado a un aparcamiento para el personal. Bajo el débil charco de luz proyectado por una bombilla de seguridad, Jay cargaba sus libros y su maletín en la cabina de una vieja y destartalada camioneta. Él miró sobre su hombro y su mandíbula se deslizó a un lado.

– Kristi Bentz.

– Hola. -Kristi casi se frenó en seco a tres metros de distancia-. Yo, eh, me ha sorprendido que estés sustituyendo a la doctora Monroe…

– Apuesto a que sí.

Ella inclinó la cabeza, sintiendo el rubor en el rostro.

– Esto me resulta incómodo. Mira, sé que no dejamos… que no dejé las cosas muy bien entre nosotros, y pensé…

– Eso es agua pasada, Kris.

Había olvidado que él la llamaba así. Había sido la única persona de su vida que había acortado su nombre.

– De acuerdo. -Kristi asintió-. ¿Pero quién iba a decir que estaríamos en la misma clase, o que tú serías mi profesor, o…? Espera un momento -dijo mientras la verdad surgía repentinamente en su interior-. Tú lo sabías. Tenías que haberlo sabido.

– Claro, hace unos pocos días. -Jay asintió y abrió un poco más la puerta del coche.

Un ronco «guau» se escapó de la oscurecida cabina y un enorme y musculoso perro saltó al exterior. Bajo la luz de la calle, los músculos del animal ondeaban bajo una piel que parecía cobre bruñido.

Kristi dio un paso atrás.

– Este es Bruno -la informó.

– ¡Es gigantesco!

– Ni hablar; no es más que un canijo. -Tras agacharse, acarició la enorme cabeza de Bruno-. Es tan amable como un cervatillo, a no ser que le hagas enfadar.

– No creo que lo haga.

Jay lució una sonrisa y rascó las grandes y colgantes orejas del enorme perro.

– Date prisa -le dijo a Bruno-. Haz lo que tengas que hacer. -Jay señaló hacia un extremo del aparcamiento donde los árboles de Júpiter limitaban los lechos de flores que separaban el campus de la zona de aparcamiento.

Bruno obedeció, olfateando la tierra húmeda, y luego alzó su pata sobre un arbusto mientras miraba a Jay con ojos tristes.

– Buen chico -espetó Jay mientras el perro terminaba de aliviarse y comenzaba a olfatear la tierra-. Eso luego. Vamos, arriba.

Bruno miró a Kristi, y después saltó al interior de la cabina, sobre el asiento del copiloto.

– En fin… ¿Por qué estás dando clase aquí? -inquirió.

– Es un cambio de aires. Las cosas aún están difíciles en la comisaría, no han ido bien desde el Katrina, pero apuesto a que eso ya lo sabes.

Ella asintió, pensando en su padre y en sus largas horas de frustración y desánimo. Incluso lo había oído en una conversación, hablando de retirarse, para lo que aún le quedaban años. Resultaba extraño, porque Rick Bentz había nacido para ser policía. Era en su trabajo donde se sentía más vivo. Esa dedicación y su ética de «el trabajo es lo primero» le había costado su puesto en Los Ángeles y el matrimonio a la madre de Kristi. En última instancia, ella temió que le costase la vida. Pero últimamente, desde las consecuencias de la madre de todos los huracanes y de la tormenta, había tenido un exceso de trabajo, estrés y pesadumbre.

– Así que la oportunidad llamó a mi puerta y yo he contestado.

– Y ahora estoy en tu clase.

– Eso parece -pronunció lentamente y, por primera vez ella vio, más allá de su propia frustración, que aquella situación era algo divertida. Oh, genial. Justo lo que necesitaba.

– Bueno, quería asegurarme de que no quedaban asperezas.

El se encogió de hombros.

– Estoy en una fase de indiferencia.

Aquello le molestó un poco, pero lo dejó pasar.

– Entonces podemos hacer esto como si yo fuera únicamente la estudiante y tú el profe.

– Así es.

– Bien. -Todavía se sentía incómoda con la conversación; parecía como si hubiera un millón de cosas sobre las que deberían estar hablando, aunque, ¿por qué sacar a relucir los viejos rencores? Si podía creer en lo que él decía, entonces no había ningún problema.

– Entonces, ¿puedo llevarte? -preguntó él.

– Oh… eh, no… Atajaré por el campus. -Señaló la dirección opuesta con el pulgar.

– Es tarde -adujo Jay.

– No importa. De verdad.

– Algunas chicas han desaparecido.

– Sí, lo sé, pero puedo cuidar de mí misma. Taekwondo, ¿recuerdas? La sonrisa de Jay se hizo más amplia.

– Oh, claro -respondió.

Un recuerdo indomable sacudió su cerebro. Ella estaba en el último año de instituto, en una noche no muy diferente a aquella. Habían estado a solas en el apartamento de su padre y ella había cometido el error de decirle que, gracias a sus habilidades de artes marciales, podría derribar a cualquier hombre que tratara de molestarla. Se lo aseguró, y después dijo: «Puedo cuidar de mí misma».

Una sonrisa del tipo «no me vengas con chorradas feministas» se había dibujado en la cara de Jay antes de decir:

«Sí, claro».

«Puedo hacerlo».

Ella había insistido en que, con su destreza, podría hacerse cargo de cualquiera que se acercase a ella. Él aceptó su bravuconada y la discusión pasó a ser un desafío. Entonces, antes de que el debate hubiese acabado, él le hizo un barrido de pies y la tiró al suelo, utilizando una técnica que había aprendido como miembro del equipo de lucha. En cuestión de segundos, la había sujetado y ella era incapaz de moverse debido al peso de su cuerpo.

Ella permaneció tumbada sobre la alfombra del salón, mirando su rostro triunfal, respirando con fuerza, tan furiosa que quería escupirle. Nariz contra nariz, latido contra latido, yacían agarrados entre el sillón reclinable de su padre y el televisor, ambos esperando un movimiento del otro. Con los músculos en tensión. Dispuestos. Él sabía que con el más mínimo cambio en su peso, ella sería capaz de escapar; Kristi estaba esperando justamente esa oportunidad.