«¿Te rindes?», le había preguntado.
«No».
«¿Estás segura?» «Estoy segura». «Te tengo sujeta». «Por ahora».
Él sonrió y bromeó con ella. «Tengo que ponerme pesado».
Ella le lanzó una mirada de odio y trató en vano de ignorar su acelerado corazón. La verdad era que la estaba aplastando, pero había algo más que eso. Tenía que luchar por dejar de mirar sus labios, tan cerca de los de ella. La sangre bombeaba con fuerza en sus venas y se preguntó cómo sería hacer el amor con él. Justo ahora. Justo allí. Mientras todavía estaban sudando y respirando con fuerza por la lucha. Kristi vio como sus ojos se oscurecían, sus pupilas se dilataban como si sus propios pensamientos fueran iguales que los suyos.
«Venga, Kris, yo gano», dijo con voz suave.
«Por ahora…»
Ella se relamió los labios y lo oyó suspirar; sintió la dureza entre sus piernas. Kristi dejó escapar un gemido como respuesta y él perdió el control y la besó. Con fuerza. Con una cálida lujuria que se extendía de su corriente sanguínea hasta la de ella. Era algo glorioso.
Y entonces ella lo mordió.
Fluyó sangre.
Él aspiró su aliento, dolorido, alterando su peso solo un poco. También maldijo, suave, aunque peligrosamente mientras ella comenzaba a agitarse con libertad, luchando por ganar el suficiente espacio para girar y patearle como había aprendido en su última clase.
Pero se detuvo en seco cuando oyó unas pisadas en los escalones exteriores del apartamento.
«¡Sal de aquí!», le ordenó.
«¿Qué?»
«¡Es mi padre! ¡Sal de aquí!»
Con un ágil movimiento, Jay salió rodando de encima y se puso en pie. Antes de que ella pudiera decirle qué hacer, él saltó sobre el sofá, aterrizó en el vestíbulo y se deslizó hacia el cuarto de baño mientras Kristi se ajustaba la ropa y se arrojaba en el sillón de su padre. Apretó el botón del mando del televisor justo cuando la puerta se abría, descubriendo a su padre.
«¿Kristi?», llamó Rick Bentz mientras la buscaba con la mirada. «Oye…» Dejó sus llaves, su cartera y su placa sobre la mesita del recibidor, miró hacia el televisor, que mostraba un canal de deportes. Como si alguna vez le hubiera interesado un campeonato de golf. ¡Por Dios!
«Hola», saludó ella efusivamente, con más entusiasmo del que jamás había mostrado al saludarlo. Kristi sabía que su cara estaba roja, su pelo sudoroso y la culpa escrita en toda su expresión, pero fingió que no pasaba nada y que su padre, un detective que se había pasado la vida siendo suspicaz y que era un experto en descubrir cuando alguien estaba mintiendo, no había notado nada fuera de lo normal.
«¿Qué ocurre?», preguntó sin desconfiar aún.
En ese momento, Jay tiró de la cadena del baño con fuerza, dejó caer un poco de agua en el lavabo y salió del cuarto de baño. Él también estaba colorado y su labio inferior estaba descolorido, con una oscura mancha de sangre visible donde ella le había mordido. Kristi deseó salir corriendo por la puerta y desaparecer.
«Hola, detective», saludó Jay y alcanzó su chaqueta, la cual había estado todo el tiempo colgada sobre el respaldo del sofá. «Tengo que irme. El trabajo».
«Buena idea», respondió Rick Bentz, mirándolo con desconfianza. «¿Sabes? Hay una regla en mi casa. Una que mi hija, al parecer, ha olvidado, así que te la contaré. Es arcaica, lo sé, pero corta y eficaz. No puede haber chicos en esta casa cuando yo no estoy». Miró a Jay y después a Kristi.
«Lo siento. Tan solo la he traído a casa».
«¿Para acabar con el labio partido?»
«Sí. Kristi puede explicárselo», respondió Jay mientras le lanzaba una mirada. «Buenas noches, Kristi. Buenas noches, detective Bentz». Y entonces la dejó discutiendo con su padre, en medio de «la charla» en la que su padre le preguntó si tenía que pedirle una cita con un médico; si necesitaba tomar la píldora, o si tenía que ser él quien le comprase los condones. Ella le explicó lo de la pelea, lo de morderlo para recuperar el control, y su padre explotó, diciéndole que ella lo estaba animando, que los chicos no poseen ningún control, que se estaba buscando problemas.
«Pues vamos a sincerarnos del todo, papá», declaró Kristi, furiosa. «Para tu información, y no es que sea de tu incumbencia, estoy bien. No necesito píldoras ni nada de eso aún, y cuando lo haga, créeme, yo me ocuparé de ello. Por mí misma».
Y lo hizo. Seis meses más tarde.
Así que ahora, allí estaba, en mitad de la noche, rechazando un paseo con Jay McKnight, el muchacho a quien había entregado su virginidad, y al que luego despreció. El muchacho que ahora era un hombre y su profesor de universidad.
– Te veré la próxima semana -le dijo, y se apartó de la camioneta.
– Me sentiría mejor si me dejaras acompañarte.
Le ofreció media sonrisa mientras sacudía la cabeza.
– Puedo cuidar de mí misma -contestó, repitiendo una vez más aquella frase de hace tanto tiempo, después se giró sobre el tacón de una bota y se dirigió hacia la zona de fraternidades y la casa Wagner.
– Llámame al móvil si necesitas algo -exclamó Jay a su espalda, y recitó su número. Kristi levantó un brazo, pero no se volvió mientras ponía rumbo a la biblioteca. Desde allí, atajó hasta la verja junto a su edificio de apartamentos, consciente de que estaba memorizando su número en contra de su voluntad. No necesitaba a Jay en su vida.
No miró detrás de ella, pero oyó el ruido del motor de una camioneta, luego la puesta en marcha. Bueno. Había aclarado las cosas con Jay y se sentía bien por ello.
Un segundo después, oyó la camioneta saliendo del aparcamiento; ella estaba de camino, apresurándose a través del oscuro campus, sintiendo como el viento tiraba de su pelo.
Había unos pocos estudiantes afuera, pero no muchos, y las sombras entre las farolas de seguridad eran densas y tenebrosas, y parecían cambiar con el movimiento de las ramas y los giros del viento. La lluvia había parado un poco durante las últimas tres horas, pero el olor a tierra mojada estaba muy presente en el aire; la hierba estaba cubierta de una humedad que brillaba bajo la luz de la luna.
Kristi giró hacia el otro lado del campus, hasta la verja junto a su edificio de apartamentos. Atajó por detrás de la casa Wagner y percibió un movimiento… algo fuera de lo normal. Unas luces rojas se encendieron en su mente y abrió el bolso por un lado, su mano se deslizó en el interior del bolsillo donde guardaba su espray de pimienta.
No seas estúpida, se dijo a sí misma, probablemente no sea más que un perro.
Pero notaba un sudor nervioso concentrándose en la base de su columna. No era mucho lo que podía ver, ni lo que no podía. Se movió con rapidez, en alerta, con el bote de espray agarrado con fuerza. Odiaba ser tan enclenque. Lo odiaba. Había trabajado duro para ser observadora, para prestar atención a su alrededor, para confiar en sus instintos, y había sido entrenada en defensa personal para no tener que depender de nadie, salvo de ella misma.
Pero no había motivos para ser temeraria.
Pensó en la extraña impresión que le había causado aquel coche oscuro que avanzaba por la calle antes de clase, y la sensación tan habitual de estar siendo observada, vigilada por ojos invisibles.
Era el resultado de toda su investigación sobre las chicas desaparecidas. Las inquietantes conversaciones que había mantenido con sus familias, gente a la que verdaderamente no les importaban, estaban mellando en su psique.
Examinó los oscurecidos matorrales al doblar una esquina y atravesar el complejo. Una persona con una oscura chaqueta de capucha caminaba hacia ella. Kristi se puso nerviosa, sus músculos se tensaron de repente, sus sentidos se aguzaron sobre la silueta que se acercaba.