– Shh… la próxima vez la atraparás -dijo Kristi, cogiendo al chucho en sus brazos. Sus patas mojadas juguetearon por la sudadera y recibió una húmeda pasada de lengua de Peludo en la mejilla-. Te echaré de menos -le aseguró al perro, que se retorcía para regresar a tierra y a su caza de roedores. Kristi lo puso sobre la hierba, encogiéndose levemente debido a un persistente dolor en el cuello.
– ¡Peludo! ¡ Ven aquí! -le ordenó Olivia desde el porche, pero el absorto perro hizo caso omiso de ella.
– No estás completamente curada -señaló Bentz. Kristi suspiró con fuerza.
– Mira papá, todos mis variados y especializados médicos dijeron que estaba bien. Mejor que nunca, ¿vale? Es curioso lo que se puede conseguir con un poco de tiempo en el hospital, algo de fisioterapia, unas cuantas sesiones con un psiquiatra y después de casi un año de intenso entrenamiento personal.
Él resopló. Como añadiendo crédito a sus preocupaciones, un cuervo aleteó hacia ellos para acabar posándose entre las ramas desnudas de un magnolio. Profirió un solitario y melancólico graznido.
– Te asustaste mucho cuando despertaste en el hospital -le recordó.
– Eso es historia antigua, por el amor de Dios. -Y era verdad. Desde su ingreso en la uci, el mundo había cambiado por completo. El huracán Katrina había hecho pedazos Nueva Orleans, y luego se había dividido a lo largo de la costa del Golfo. La devastación, el pesimismo y la destrucción aún persistían. A pesar de que el Katrina había arrasado a su paso por el Golfo hacía más de un año, las consecuencias de su furia eran evidentes por todas partes, y lo serían durante años; probablemente décadas. Se hablaba de que Nueva Orleans podría no volver a ser la misma jamás. Kristi prefirió no pensar en ello.
Su padre, por supuesto, había tenido trabajo de más. De acuerdo, ella podía entenderlo. La fuerza policial al completo había sido destinada al punto crítico, al igual que la propia ciudad y los castigados y dispersos ciudadanos, algunos de los cuales habían sido enviados a puntos lejanos, al otro lado del país y no pensaban regresar. ¿Quién podía culparles con los hospitales, servicios ciudadanos y transportes hechos un desastre? Desde luego que existía una revitalización, pero llegaba de forma lenta e irregular. Afortunadamente el barrio francés, el cual había salido del paso virtualmente ileso, todavía representaba sin igual la vieja Nueva Orleans, de forma que los turistas se aventuraban de nuevo en esa parte de la ciudad.
Kristi había pasado los últimos seis meses de voluntaria en uno de los hospitales locales, ayudando a su padre en la comisaría, empleando los fines de semana en la limpieza de la ciudad, pero ahora comprendía, y su psiquiatra había insistido en ello, que necesitaba continuar con su vida. De forma lenta, pero segura, Nueva Orleans resurgía. Y había llegado el momento en el que debía empezar a pensar en el resto de su propia vida y en lo que deseaba hacer.
Como de costumbre, el detective Bentz no estuvo de acuerdo. Después del huracán, Rick Bentz había vuelto a adoptar su papel de padre protector de forma exagerada. Kristi estaba muy por encima de eso. Ya no era como si fuera una niña, o incluso una adolescente. ¡Era una adulta, por el amor de Dios!
Cerró de un golpe el maletero del utilitario. El cierre no encajó, así que volvió a colocar su almohada favorita, su lámpara de mesa y el edredón bordado a mano que su abuela le había dejado; entonces volvió a probar. Esta vez, el cierre encajó en su posición.
– Tengo que irme. -Comprobó la hora en su reloj-. Le dije a la patrona que hoy llegaría para tomar posesión de mi habitación. Llamaré cuando llegue y te haré un informe completo. Te quiero.
Pareció estar a punto de protestar, entonces respondió con brusquedad: «Yo también, niña».
Ella lo abrazó, sintió la fuerza de su achuchón, y se sorprendió al descubrir que luchaba por contener unas repentinas lágrimas al apartarse de él. ¡Qué ridículo! Le mandó un beso a Olivia y luego se puso tras el volante. Con un giro de su muñeca, el motor del pequeño coche cobró vida y Kristi, con un nudo en la garganta, retrocedió todo el largo camino de entrada a través de los árboles.
Una vez en la carretera, dio la vuelta sobre el asfalto mojado. Echó un nuevo vistazo a su padre, con el brazo levantado mientras le decía adiós. Dejando escapar un profundo suspiro, se sintió repentinamente libre. Finalmente se marchaba. Después de un largo tiempo, por fin, estaba otra vez por su cuenta. Pero mientras ponía el coche en camino, el cielo se oscureció, y en el espejo retrovisor de uno de los lados, captó una imagen de Rick Bentz.
Una vez más el color de su cuerpo se había diluido y parecía un fantasma, en tonos de negro, blanco y gris. Le faltó el aliento. Podía correr todo lo lejos que le fuera posible, pero jamás escaparía al espectro de la muerte de su padre.
Lo sabía en el fondo de su corazón.
Era seguro.
Y ocurriría pronto.
Escuchando una vieja balada de Johnny Cash, Jay McKnight miraba a través del parabrisas de su camioneta mientras las escobillas apartaban las gotas de lluvia que caían sobre el cristal. Mientras conducía a noventa kilómetros por hora a través de la tormenta con su perro de caza medio ciego en el asiento del copiloto, se preguntó si estaba perdiendo la cabeza.
¿Por qué otro motivo accedería a hacerse cargo de una clase nocturna para un amigo de una amiga que estaba de vacaciones? ¿Qué le debía él a la doctora Althea Monroe? Nada. Apenas conocía a esa mujer.
Puede que lo hagas por tu salud mental. Estabas seguro de necesitar un maldito cambio. Y de todas formas, ¿qué podría ir mal en enseñar Ciencia Forense y Criminología durante un trimestre a unas mentes jóvenes e inquietas?
Cambió de marcha y sacó su camioneta de la calle principal, desviándola hacia las familiares calles laterales, donde la lluvia caía a través de las ramas de los árboles y las luces urbanas tan solo empezaban a encenderse. El agua siseaba bajo los neumáticos y pocos viandantes se atrevían a salir con la tormenta. Jay había abierto un poco la ventanilla y Bruno, una mezcla entre pit bull, labrador y sabueso de San Huberto, apretó su hocico contra la delgada rendija de aire fresco.
La voz de Cash resonaba en la cabina del Toyota mientras Jay aminoraba hasta los límites fronterizos de Baton Rouge.
«Mi mamá me dijo, hijo mío…»
Jay giró su Toyota hacia el resquebrajado camino de entrada a la casa en las afueras de Baton Rouge, un diminuto bungaló de dos dormitorios que había pertenecido a su tía.
«… nunca juegues con pistolas…»
Apagó la radio y el motor. La vivienda se encontraba en proceso de ser vendida por sus aguerridas primas, Janice y Leah, como parte de la propiedad de la tía Colleen. Las hermanas, que apenas se ponían de acuerdo en nada, habían accedido a permitirle el alojamiento en la propiedad mientras estuviese en venta, siempre que llevara a cabo algunas pequeñas reparaciones que el marido de Janice, una frustrada estrella del rock, no era capaz de realizar.
Con el ceño fruncido, Jay agarró su bolsa de viaje y su ordenador portátil antes de bajar del vehículo. Dejó salir al perro, esperó mientras Bruno olisqueaba y luego levantaba su pata sobre uno de los robles del patio delantero, antes de cerrar el Toyota. Alzó el cuello de la camisa para protegerse de la lluvia, se apresuró por el camino de ladrillo salpicado de hierbajos que llevaba al porche principal, donde una luz brillaba enfrentándose a la noche. El perro iba detrás de él, igual que siempre había hecho durante los seis años en que Jay había sido su dueño, el único cachorro de una camada de seis que no había sido adoptado. Su hermano había sido el dueño de la perra, una San Huberto de pura raza que, tras su primer celo, desestimó la opción del celibato. Se escapó de su caseta y se asoció con el simpático chucho que vivía a cuatrocientos metros de distancia, cuyo dueño no consideró apropiada la castración. El resultado fue una camada de cachorros que no valían un comino, pero que resultaron ser unos perros cojonudos.