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Y muchos más.

– Nada oficial -esquivó Portia-. Ya he mirado lo que hay en el ordenador pero, si no te importa, me gustaría ver los archivos materiales.

– A mí no me importa mientras a Lacey le parezca bien. Deme un segundo. -Mary Alice caminó sobre el martilleo de sus tacones hasta una fila de archivadores y empezó a buscar entre las carpetas. En cuestión de minutos, había dispuesto los archivos patéticamente escasos sobre el mostrador y Portia firmó el registro para llevárselos. Llevó los documentos de vuelta a su cubículo y decidió que los copiaría al completo para estar preparada.

Rezaba por estar equivocada, pero todos sus instintos le decían que solo era una cuestión de tiempo antes de que uno de los cuerpos de las chicas apareciera.

Cuando sucediera, y hubiese un verdadero caso de homicidio para resolver, ella estaría preparada.

* * *

Dos clases menos, muchas aún para acabar, pensó Jay mientras conducía hacia el norte el viernes por la noche. Con Bruno a su lado, cuyo hocico no se separaba de la rendija en la ventanilla, y Springsteen sonando a través del estéreo, llevaba algunas nuevas piezas de fontanería y azulejos hacia Baton Rouge. Incluso en la oscuridad, mientras entrecerraba los ojos debido a los faros de los coches que se dirigían a Nueva Orleans, presenció más consecuencias del Katrina que aún debían ser retiradas: árboles arrancados y muertos, montones de tablas podridas a lo largo de hogares que eran restaurados por los más firmes y decididos habitantes de Luisiana.

Hasta ahora se había acomodado a su nueva rutina. Disfrutaba con el reto de renovar la casa de sus primas y encontraba muy estimulante el hecho de dar clase. Exceptuando, por supuesto, el tratar con Kristi. Desde la primera noche, cuando ella le había dado alcance para aclarar las cosas entre ellos, no habían hablado. Ella no había formulado ni una pregunta en clase, ni tampoco él le había preguntado nada de lo que solía preguntar a sus alumnos. Kristi se sentaba en el fondo de la clase, tomando apuntes, observándolo, con la mirada fija y lacónica. Fría como el hielo y sin mostrar interés.

Definitivamente como no era Kristi.

El hecho de que ella se hubiera esforzado tanto en parecer estudiosa y aburrida le hacía sonreír. Obviamente, por su intento de distanciamiento, parecía estar pasándolo tan mal como él cuando tenían que tratarse.

Bien, estupendo, pensó, conectando los limpiaparabrisas durante un segundo, sin poder limpiar la densa niebla que se acumulaba en la noche.

Kristi se merecía algo de incomodidad. Tanta como la que ella le había causado a él. Jesús, en las últimas dos semanas, había tenido tres sueños en los que ella aparecía. Uno era tan caliente como el infierno; sus cuerpos desnudos cubiertos de sudor mientras hacían el amor en una cama que flotaba sobre un rápido y oscuro río. En el segundo sueño, él la veía marcharse con un hombre sin rostro, cogiéndole del brazo mientras entraban en una capilla cuyas campanas sonaban; y en el tercero, ella desaparecía. Él seguía viéndola de reojo, pero en cuanto la miraba se desvanecía en una niebla creciente. Aquella pesadilla le había atormentado justo la noche pasada, y se había despertado con el corazón latiendo con fuerza, y un oscuro miedo que bombeaba en su interior.

– Va a ser un largo trimestre -informó al perro mientras señalizaba su salida de la autopista. Más adelante, las luces de la ciudad atravesaban la niebla.

Oyó el sonido de su móvil. Bruno dejó escapar un suave ladrido mientras Jay apagaba la radio, contestando sin mirar la pantalla digital.

– Aquí McKnight.

– ¡Hola!

Bueno, hablando de la reina de Roma. La mandíbula de Jay se tensó. Reconocería el sonido de la voz de Kristi Bentz en cualquier parte.

– Soy yo, Kristi -le dijo antes de continuar-. Kristi Bentz. -Como si no lo supiera ya.

– Memorizaste el número. -Los limpiaparabrisas patinaban ruidosamente sobre el cristal, así que los apagó, conduciendo con sus muslos durante medio segundo.

– Sí, supongo que lo hice -respondió ella, algo tensa. La mano derecha de Jay volvió a agarrar el volante y se preparó para lo que venía.

– ¿Necesitas algo?

– Tu ayuda.

– ¿Con uno de los trabajos?

Kristi tan solo dudó durante uno de sus latidos, pero fue suficiente para avisarle.

– Claro.

Dios, era una mentirosa.

– Explícamelo.

Al desviar la camioneta de la carretera principal en las afueras de la ciudad, siguió lo que se estaba convirtiendo en una ruta habitual hasta la casa de sus primas.

– No puedo. No por teléfono. Es demasiado complicado y ya llego tarde al trabajo. Me, eh, me ha costado mucho tiempo encontrar el valor para llamarte.

Aquel era probablemente el primer fragmento de verdad en la conversación. No le respondió.

– Pensé que quizá… quizá pudiéramos vernos -propuso ella.

– ¿Vernos? ¿En mi despacho, por ejemplo?

– Yo estaba pensando en otro sitio.

Jay contemplaba la carretera, sin perder de vista a un chaval sobre un patinete motorizado que, mientras pasaba, salió de un camino de entrada para cruzar la carretera por detrás de él como una exhalación.

– ¡Jesús! -murmuró.

– Vaya… me tomaré eso como un no.

– No estaba hablando contigo. Estoy conduciendo y un chico casi me da un golpe. -Deceleró al ver una señal de stop-. ¿Dónde?

– No lo sé. Puede que el Watering Hole.

– ¿Para tomar un trago?

– Claro. Yo invito.

Jay pisó el acelerador y condujo hasta la siguiente esquina, donde giró hacia su cabaña a tiempo parcial.

– ¿Quieres decir como si fuera una cita? -inquirió, sabiendo que probablemente se pondría colorada.

– Solo es una maldita cerveza, Jay.

– Una cerveza y un favor -le recordó-. Quieres que te ayude con algo.

– Llámalo como quieras -le contestó, con un tono de exasperación en la voz-. ¿Qué tal esta noche? ¿Alrededor de las diez? Te veré allí. No está lejos de donde trabajo.

Jay sabía que tendría problemas si volvía a verla. Grandes problemas. De esos que no necesitaba. Tan solo el tenerla en clase le provocaba pesadillas. Cualquier cosa más íntima estaba condenada a terminar mal.

Vaciló.

¿A quién quería engañar? No podía resistirse. Nunca pudo, cuando se trataba de Kristi.

– A las diez, entonces -dijo y, mientras las palabras salían de su boca, ya se encontraba castigándose con una reprimenda mental. ¡Idiota! ¡Estúpido!

– Bien. Entonces te veré allí. -Kristi colgó y Jay condujo hasta el camino de entrada con el teléfono aún clavado en su mano. ¿Qué demonios podía querer de él? Llevó la camioneta hasta el aparcamiento y permaneció tras el volante.

– Sea lo que sea -le dijo al perro-, no va ser bueno.

* * *

Kristi se desató el delantal sucio, lo dejó caer en la cesta junto a la puerta trasera del restaurante donde trabajaba, descolgó su mochila de una percha y luego se dirigió a los lavabos. En el interior del minúsculo cuarto, se quitó su mugrienta falda y la blusa, y luego las zapatillas negras que usaba en el trabajo. Tras rociarse con perfume en lugar de darse una ducha, observó su imagen en el espejo, gimió, y se puso sus vaqueros y una camiseta de manga larga. Con un solo movimiento se quitó la goma que usaba para sujetarse la coleta y sacudió la cabeza hasta dejarse el pelo suelto. Medio segundo después, se ató los cordones de sus zapatillas deportivas y metió la ropa sucia en su mochila. Llegaba tarde, como de costumbre.

Ya eran las diez y no quería hacer esperar a Jay. Se sentía molesta por tener que pedirle ayuda, pero en lo que se refería a conseguir información sobre las chicas desaparecidas, Kristi se había estado dando cabezazos contra la pared. Necesitaba a alguien con contactos, y pedirle ayuda a su padre no entraba en las opciones. Sin embargo, Jay estaba en el campus, disponible en Baton Rouge durante parte de la semana, y desde que era profesor tenía acceso a los registros del All Saints. Sus seis horas por semana de trabajo en la secretaría no bastaban para abrir las puertas cerradas y los ficheros que necesitaba consultar. Tampoco le habían dado una contraseña para la información más privada y delicada que había en la base de datos del colegio.