De forma que estaba obligada a recurrir a alguien del personal.
Había pensado en Lucretia y descartó la opción; su primera compañera de cuarto no era la persona más fiable o práctica del planeta.
Así que tenía que encontrar una forma de persuadir a Jay para que se implicara.
Si fuera capaz de encontrar a otra persona que tuviese acceso a la clase de información que necesitaba, jamás habría llamado a Jay; al menos ella deseaba no haberlo hecho. Ya se había hecho a la idea de sufrir sus clases durante unas cuantas semanas, pero aquello era diferente. Le ponía en un contacto más directo con él.
Puede que sea lo que estás buscando.
– Oh, cállate -le dijo a esa persistente e irritante voz en su cabeza. Ella no deseaba estar cerca de Jay. No ahora. Ni nunca. Aquello no era más que una necesidad, un medio para llegar a un fin.
»¿Una cita? Y una mierda. -murmuró, dejando los lavabos y descolgando su chaqueta de una percha.
Tras despedirse de Ezma, salió por la puerta trasera del restaurante, donde dos de los cocineros estaban fumando bajo el azulado resplandor de las luces de seguridad. La noche era fría; una niebla se deslizaba por los coches del aparcamiento, y trepaba hasta las mustias ramas del único árbol.
Kristi salió corriendo hacia el Watering Hole. El local de estudiantes estaría lo bastante abarrotado para que nada fuese demasiado íntimo, aunque había lugares en los cuartos intermedios que eran más tranquilos que el espacio abierto alrededor de la barra. Cabía la posibilidad de que Jay pudiera ser visto con ella, pero pensó que no importaba. ¿A quién le iba a importar?
Cuando apenas comenzaba a sudar, llegó al local, tan solo ocho minutos tarde. Tras abrir la puerta con el hombro, se adentró en el bar. Con solo un rápido vistazo al oscuro y abarrotado interior, localizó a Jay sentado en la barra, cuidando de una bebida mientras miraba una pantalla de televisión donde se jugaba algún partido de fútbol americano. Le estaba dando la espalda, pero ella reconoció su descuidado pelo marrón, sus anchos hombros que estiraban una sudadera gris, y los vaqueros que le había visto llevar en clase, los desgastados y descoloridos con una lágrima sobre el bolsillo trasero. El taburete que había a su lado estaba vacío, pero lo utilizaba apoyando la suela de sus viejas Adidas sobre los barrotes, como si le estuviese guardando el sitio.
No había muchas posibilidades. Ella sabía que él no había querido venir. Había reconocido la duda en su voz.
Pero Kristi no pudo culparlo. Había tardado una semana en prepararse para llamarlo, y la única razón que tenía era que estaba desesperada y necesitaba ayuda. Su ayuda.
Tomó una profunda bocanada de aire al zigzaguear entre las mesas y grupos de clientes que hablaban, reían, ligaban y bebían. Sonaba el cristal de los vasos al chocar, el fluir de la cerveza, el tamborileo de los cubitos de hielo, y el olor a humo permanecía en el aire a pesar de todos los esfuerzos de un ruidoso sistema de filtrado de aire. Los televisores estaban sin sonido, pero la música se elevaba desde los altavoces, instalados sobre las paredes, compitiendo con el rumor de la multitud.
Jay apartó su pie del taburete justo cuando ella llegó, como si hubiese notado su presencia.
– Buen truco -reconoció ella, y Jay levantó su vaso hacia la barra y el espejo que había detrás, donde su reflejo le daba la espalda. Kristi tomó asiento sobre el taburete.
– Por un segundo he pensado que a lo mejor eras clarividente. Uno de los lados de su boca se torció hacia arriba.
– Si lo fuera, entonces sabría qué demonios es lo que quieres de mí, ¿verdad?
– Supongo que sí. -Llamó al camarero, que limpiaba la barra mojada por las salpicaduras. -Tomaré una cerveza… sin alcohol. La que tengas de grifo.
– ¿Coors? -preguntó el camarero, lanzando su trapo húmedo a un cubo bajo la barra.
– Sí. De acuerdo. -Forzando una sonrisa que no sentía, se encontró con la brutal mirada de Jay.
– Apuesto a que te sorprendió que te llamase.
– Ya no puede sorprenderme nada de lo que hagas.
El camarero colocó un vaso helado delante de Kristi, y ella presentó su identificación y varios billetes sobre la barra.
– Eso es la propina -le aseguró Jay al hombre detrás de la barra-. Pon su bebida en mi cuenta. Vamos, hablemos en la sala de los dardos, que es algo más silenciosa -continuó, dirigiéndose a Kristi-. Allí podrás contarme de qué va todo esto.
– Y ganarte una partida.
– En tus sueños, querida -respondió él, y el estúpido corazón de Kristi dio un patoso vuelco. No caería bajo sus encantos. Ni hablar, de ningún modo. Existía una razón por la que había roto con él hacía tantos años y eso no había cambiado. Además, llevaba una barba de tres días, el típico aspecto intencionadamente desaliñado que ella tanto detestaba. Por supuesto, tan solo conseguía hacerle parecer tan rudo como un cowboy. Mierda. Lo menos que podía hacer era tener mal aspecto.
Ella agarró la cerveza y volvió a serpentear a través de las mesas y la multitud hasta un compartimento donde el ayudante del camarero recogía concienzudamente los vasos casi vacíos, platillos con restos de aros de cebolla, patatas fritas y pequeñas manchas de kétchup. Tras un asentimiento del ayudante, Kristi se deslizó a uno de los lados de la mesa, mientras que Jay tomó asiento delante de ella.
Una vez que la mesa ya estaba limpia y se encontraban solos otra vez, Kristi decidió saltarse toda la incómoda charla intrascendente.
– Necesito tu ayuda porque estás en plantilla y tienes acceso a los archivos que yo no puedo ver.
– De acuerdo… -respondió escépticamente.
– Estoy investigando la desaparición de las cuatro chicas que se ausentaron del All Saints -explicó, y antes de que él pudiera protestar, ella se lanzó a darle una aclaración sobre sus preocupaciones, las de Lucretia, la aparente falta de alguien que estuviera interesado en lo que había ocurrido a las alumnas, y el hecho de que todas ellas podían haberse topado con un crimen.
Con los brazos cruzados sobre el pecho, Jay se reclinó sobre el respaldo de madera y la miró con sus irritantes ojos de color dorado mientras ella se lo explicaba.
– ¿No crees que sea un asunto para la policía? -preguntó.
– Tú eres la policía.
– Yo trabajo en un laboratorio criminalista.
– Y tienes acceso a todos los archivos.
Jay se inclinó hacia delante, apoyando los codos sobre la mesa.
– Hay un pequeño problema de jurisdicción, Kristi, sin mencionar el protocolo y el hecho de que nadie, excepto tú y un puñado de periodistas hambrientos de noticias, cree que se haya cometido ningún crimen.
– ¿Y qué si estamos equivocados? Al menos lo intentamos. Ahora mismo, estamos sentados sin hacer nada porque a nadie más le importan un rábano esas chicas.
– No hables en plural. Esto es idea tuya.
Pero aún no había dicho que no, o argumentado que no la ayudaría. Dio un largo trago a su cerveza y se quedó mirándola. Los engranajes empezaban a girar en su cabeza; ella casi podía verlos. Y lo que más admiraba y al mismo tiempo detestaba de Jay, era que se comportaba como un auténtico bienhechor. Se portaba demasiado bien cuando se trataba de asuntos de la ley.
– No importa de quién sea la idea, tenemos que comprobarlo -insistió.
– A lo mejor deberías ponerte en contacto con la policía local.