– Puedo oír cómo te ríes de mí por dentro.
– No lo hago. De verdad.
– Lo que estoy diciendo es que ese tipo cree en los vampiros, o tal vez cree que él es un vampiro. No lo sé. Pero una persona como esa, Jay… Alguien confundido u obsesionado… Es un peligro. Ese tipo es peligroso.
Jay sintió que alguna corriente recorría su piel. ¿Miedo? ¿Premonición?
– Puede que te hayas dejado llevar por tu imaginación -afirmó, pero pudo advertir la incertidumbre en su propia voz.
Kristi se limitó a sacudir la cabeza.
– Tú solo escúchame, Lucretia -le dijo enfadado desde al otro extremo de la línea telefónica-. Sé que estás preocupada. Diablos, incluso sé que has estado intentando aclararlo, luchando contra tu propia conciencia, pero no puedes hacerlo de dos maneras. O confías en mí, o no lo haces.
– Confío en ti -aseguró ella, con el corazón latiendo de miedo mientras imaginaba su bello rostro, recordaba su primer beso; un suave y tierno encuentro de sus labios que prometía mucho más. Habían estado en el porche trasero de la casa Wagner, bajo el crepúsculo, mientras la lluvia caía desde las oscurecidas alturas. Algunos aseguraban que la casa estaba encantada; ella lo consideraba algo mágico. La única luz que había era la que proyectaban los pequeños adornos navideños del edificio. Cada bombilla parecía una vela en miniatura que brillaba suavemente en aquella noche de diciembre. Recordaba el olor de la lluvia en su piel, el hormigueo de sus nervios cuando él acercó su boca a la de ella de una forma tan tierna.
Ella deseaba entregarse, y él lo había sentido.
Horas después, en su habitación, habían hecho el amor, una y otra vez, y ella había sentido como su alma se mezclaba con la de él. ¿Y ahora le estaba poniendo fin?
– No lo comprendo -dijo ella débilmente, y ambos sabían que era mentira. -Si no puedo tener una fe absoluta…
– Quieres decir poder, ¿verdad? -replicó ella, encontrando algo de su antiguo arrojo-. Y obediencia, claro. Una ciega obediencia.
– He dicho fe -dijo él con una voz suave que le recordó a su aliento susurrando en los oídos de ella, aquellos labios que hacían magia sobre su cuerpo desnudo. Cómo podía hacerla sudar y estremecerse al mismo tiempo…
Pensó en lo deseosa que había yacido debajo de él, contemplando maravillada la fuerza de su cuerpo mientras él se sostenía sobre sus codos y le besaba los pezones. Ella observaba cómo sus cuerpos se movían, y su polla se deslizaba hacia dentro y hacia fuera de su cuerpo.
En ocasiones, él se detenía durante un segundo, se salía y le daba la vuelta, tan solo para tomarla por detrás con aún más fuerza. A menudo la mordisqueaba, clavándole un poco los dientes, dejando la más leve marca sobre su cuello, o senos, o nalgas, y ella se pasaba la semana recordando su larga y sensual velada.
– Te he dicho que confío en ti.
– Pero yo no puedo confiar en ti. Esa es la cuestión. Ambos sabemos lo que hiciste, Lucretia. Cómo me traicionaste. Sé que estabas confundida. Asustada. Pero deberías haber acudido a mí en lugar de salir del círculo.
– Por favor.
– Se acabó. -Las palabras resonaron en su oído. Duras. Definitivas.
– No; lo siento, debería haber…
– Hay montones de cosas que deberías haber hecho. Que podrías haber hecho; pero es demasiado tarde. Lo sabes.
– ¡No! No puedo creerte…
– Exacto, no puedes, y es ahí donde reside el problema. Espero que sepas que lo que experimentaste es sagrado, y como tal, jamás debe ser comentado. ¿Eres capaz de mantener la boca cerrada? ¿Lo eres?
– ¡Sí!
– Entonces hay una posibilidad, una muy pequeña, pero es una posibilidad de que seas perdonada.
Su corazón dio un pequeño vuelco. Pensó que podría estar mintiéndola de nuevo, tentándola para evitar que acudiera a la policía o a la seguridad del campus.
– Pero si dices una palabra, entonces no puedo garantizar tu seguridad.
– ¿Me estás amenazando?
– Te estoy advirtiendo.
Dios Bendito. Lágrimas brotaron de sus ojos, se le hizo un nudo en la garganta. La tristeza envolvió su corazón. No podía dejarlo escapar.
– Te amo.
Él hizo una pausa, se creó un pesado silencio.
– Lo sé -dijo finalmente.
La llamada se cortó. Ella se quedó mirando el aparato durante un momento, con las lágrimas bajando por sus mejillas, cayendo hasta su pecho. Aquello estaba mal. Ella lo amaba. Lo amaba.
– No -gimió suavemente, sintiendo como si alguien le hubiera partido el alma en dos. Sin ese amor, ella estaba hueca por dentro. Vacía. Una cascara inútil.
Ahora estaba gimoteando; tenía hipo, a pesar de probar todos los remedios mentales.
Hay otros hombres.
– Pero no como él -dijo en voz alta-, no como él. -Se abrazó las rodillas y se meció, acunando su cuerpo. Trató de no pensar en el hecho de que jamás volvería a besarlo, a tocarlo, a hacer el amor con él; pero el pensamiento estaba siempre a la vuelta de la esquina. A través de las lágrimas miró al otro lado de su moqueta, al rincón que albergaba su escritorio.
Encima del escritorio estaba su ordenador, unas cuantas fotografías, no de él (no se lo permitiría), sino de dos de sus amigas. Además de las fotografías enmarcadas había una maceta con un cactus navideño todavía florecido y una taza llena de lápices, bolígrafos y unas tijeras. Unas afiladas tijeras.
Se mordisqueó el labio. ¿Tenía el valor de poner fin a todo aquello?
Él no lo merece.
– Sí que lo merece. -Podía sacrificarse a sí misma, demostrarle lo mucho que lo amaba, ¡Derramar su maldita sangre!
Si tan solo hubiera confiado ciegamente en él, si tan solo fuera como las otras, si tan solo… si tan solo no hubiera metido a Kristi Bentz en ello. Él aún la amaría. Aún la acariciaría. Aún le diría que era hermosa.
Apretó los ojos y se tiró al suelo, donde adoptó una postura fetal. Otra vez comenzó a mecerse sobre la gruesa moqueta, pero no servía para nada. Cuando volvió a abrir los ojos, seguía fijándose en las tijeras. Dos cuchillas gemelas que fácilmente podrían atravesar su piel y abrir una vena o arteria.
La ironía no se le escapaba.
De haberse mostrado deseosa de cambiar su enjoyada cruz por un vial con su propia sangre, ahora no estaría contemplando el suicidio y morir por su amor.
El timbre del microondas sonó con fuerza. Unos cuantos granos de maíz seguían explotando, con un sonido parecido al de un tiroteo. Jay había permanecido en silencio, cavilando durante largos minutos, al igual que Kristi.
– Me has preocupado -dijo finalmente-. Creo que debería dejar a Bruno contigo.
Kristi profirió una corta carcajada. Había querido que él la escuchara, que la creyera, pero no necesitaba otro maldito salvador. Con su padre ya tenía suficiente.
– La señora Calloway estaría encantada de tener a ese monstruo aquí. No puedo tener mascotas. -Caminó hasta el microondas y retiró cuidadosamente la hinchada, y algo quemada, bolsa de palomitas.
Él miró acusador hacia los cuencos de agua y comida que había en el suelo, junto al frigorífico.
– Parece que ya tienes una.
Kristi abrió la bolsa y surgió una vaporosa nube de mantequilla.
– Houdini es callejero. En realidad no vive aquí. -Percibió el escepticismo en su rostro antes de continuar-. No tengo caja de arena. Así que la respuesta es un gran «No» al perro, pero gracias igualmente.
– Entonces me quedo.
Kristi aspiró una súbita bocanada de aire.
– Eh… -Sus ojos se encontraron de nuevo con los de él-. No creo que esa sea una idea tan estupenda. Y la que sería una aún peor, es que se te ocurriera, que se te pasara por la cabeza, contarle esto a mi padre.
– Él podría ser de ayuda.
– Todavía no -insistió ella, vertiendo las palomitas y los ennegrecidos granos quemados en el interior de un cuenco-. Más adelante.