Había una chica llamada Ophelia en la clase de Grotto, una chica callada y malhumorada que siempre se sentaba al fondo de la clase. En realidad, Kristi nunca se había encontrado con ella cara a cara, no se había acercado lo suficiente para saber si llevaba una cadena alrededor del cuello y un pequeño vial de su propia sangre.
Pero eso estaba a punto de cambiar.
Incluso aunque la idea de alguien que perdía el tiempo en sacarse sangre, sellarla en una pequeña botella y luego llevarla como colgante… Jesús, aquello estaba realmente más allá de los límites de lo normal.
La pantalla parpadeó y «SoloO» se desconectó del foro.
Kristi se sintió algo decepcionada. Sabía que estaba sobre la pista de algo importante, aunque no estaba segura de lo que se trataba. Miró el reloj en la pantalla del ordenador y emitió un quejido. Eran casi las dos y tenía una clase por la mañana temprano. Además, realmente necesitaba pensar en lo que había averiguado en Internet. Procesarlo. Probablemente era el motivo por el que «SoloO» también había dejado el foro, que parecía vaciarse rápidamente. Incluso «Carnívorol8» se desconectó.
Con los ojos enrojecidos por la falta de sueño y de mirar el monitor, Kristi cerró todas las ventanas abiertas y pensó en cómo se aproximaría a O, la chica silenciosa; en cómo conseguir que admitiera ser «SoloO». Si el vial fuera visible, eso podría dar pie a una conversación, pero Kristi tendría que fingir que era otra persona, porque «ABnegl984» había admitido llevar su propia sangre y Kristi no podía fingirlo. Si la gente que llevaba los viales eran parte de un culto, probablemente existía un tipo concreto de vial que utilizaban, puede que un collar determinado en el que colgarlo, algún tipo de clave que lo haría evidente de inmediato, si tratase de falsificarlo. Puede que los viales tuvieran una determinada forma, o inscripción o cristal tintado o… ¡Uf!, no podía pensarlo ahora.
Bostezando, volvió a estirarse y envidió al gato, que ya había regresado a su escondite.
No estaba segura del significado de lo que acababa de descubrir, pero parecía tener mucho que ver con la clase de vampyrismo del doctor Grotto. Puede que el culto que Lucretia le había mencionado fuese tratado en clase.
– No sé qué demonios está pasando, pero definitivamente me estoy acercando a algo… algo que se va a convertir en un libro cojonudo -dijo en voz alta mientras apagaba el ordenador y observaba la pantalla volviéndose negra.
¿Por qué diablos llevaría alguien un vial con su propia sangre? ¿Y qué tenía que ver, dado el caso, con las chicas desaparecidas?
Caminó hasta la ventana y contempló el campus.
En algún lugar, allá afuera, había un depredador, alguien que apresaba estudiantes que asistían a una particular combinación de asignaturas.
– Así que, ¿quién eres, chiflado hijo de puta? -susurró-. ¿Quién coño eres?
Pasaban ya horas de la medianoche y Vlad sentía un hambre insaciable, un ansia contra el que ya no era capaz de luchar. La necesidad de matar martilleaba su cerebro mientras conducía y se acercaba más a Nueva Orleans; los neumáticos de su camioneta chirriaban sobre el asfalto; el tráfico a esa hora tan tardía era escaso y ocasional. Mucho mejor.
No estaba bien cazar esa noche. Era peligroso.
Podía cometer fácilmente un error.
Y entonces, ¿a quién podría culpar? Tan solo a sí mismo.
Eso lo sabía. Y aun así, Vlad no podía esperar más. Sabía que había un protocolo, una razón para esperar a la matanza.
Y aun así, le resultaba imposible acallar su deseo y, por eso, disponía de las «inferiores», las mujeres que le bastarían físicamente, si no intelectualmente.
Además, había asuntos que tratar. Un rebelde que debía ser eliminado, una conciencia culpable que debía ser silenciada o todo estaría perdido, y él no podía permitirlo.
Su cabeza empezó a zumbar.
Estaba vacío. Hambriento. Anhelaba la emoción de la matanza. No podía contenerlo por más tiempo.
Y lo justificaba pensando que la muerte de esa noche sería un sacrificio para ella, a la que estaba unido para siempre, aquella a quien estaba destinado.
Y tal vez aquel improvisado asesinato de otra «inferior» lograría alejar a la policía, lanzar a aquellos que sospechaban sobre una pista falsa, en una ciudad diferente.
No lo hagas. Si sucumbes a la tentación, si matas, podrías exponerte, podrían quitarte la máscara de tu rostro.
Su mano empezó a temblar al considerar darse la vuelta, resistir el impulso que era una vívida respiración en su interior, una necesidad tan feroz, que él era su esclavo.
Un esclavo deseoso.
Tragó con fuerza y sintió el vacío en él. Su mano permanecía fija sobre el volante mientras veía las brillantes luces de Nueva Orleans imponiéndose al cielo nocturno en la lejanía.
No había vuelta atrás.
Conocía a aquella que deseaba… la mujer perfecta. Su piel era casi translúcida, su cuello un largo y acogedor arco, su cuerpo era firme y maduro. Su piel se ruborizó; su propia piel se encendía ante la idea de tomarla.
Viva… oh, necesitaba estar viva, para disfrutar de la que sería una dura y larga noche de pasión y lujuria en la que pudiera satisfacer todas sus necesidades. Y entonces, ella le entregaría el último presente de su alma.
Oh, cómo iba a tomarla esa noche.
Sintió una sacudida de impaciencia hirviendo en sus venas ante ese pensamiento y saboreó lo que le haría. Antes. Y después.
Desde lo más profundo de su garganta llegó un suave gruñido de expectación. De necesidad. Oyó su propia sangre latiendo a través de sus venas, sintió su pulso acelerarse de impaciencia ante la noche que se le presentaba.
Cerró sus ojos durante el más leve de los segundos, notó su erección fuerte, dura y tensa. Lo cual era bueno. Necesario. Necesitaba el tope, la resolución incansable, la voluntad pura guiada por la testosterona que le mantenía agudo, astuto y despiadado.
Miró de reojo su imagen en el espejo retrovisor y sonrió ante su transformación. Su disfraz era completo. Nadie lo reconocería. Rápidamente, tomó la salida que deseaba y luego paseó por la ciudad, conduciendo con cuidado, por debajo del límite de velocidad permitido en las vacías calles. Sabía dónde aparcar. Dónde esperar.
Lo había planeado durante mucho tiempo, consciente de que en algún momento cedería ante sus necesidades y buscaría una «inferior», una que pudiera satisfacerle durante los próximos días. Hasta la siguiente.
La calle en la que aparcó estaba casi desierta, en un tramo de la ciudad donde la cólera del huracán había golpeado con fuerza. Había unos pocos coches aparcados, algunos abandonados y pintarrajeados, otros que ocupaban partes de la destrozada calle. Bajó la ventanilla de su lado y respiró con fuerza el fresco aire invernal. Incluso allí, en una zona desolada de la ciudad, la noche de Luisiana se podía sentir con vida propia. Oía el zumbido de los insectos, el aleteo de los murciélagos en vuelo, y los olfateó sin excepción, una rata escabulléndose en el agujero de una alcantarilla, un mapache que buscaba basura en la calle o una culebra reptando por el lado; de un árbol.
A lo lejos se oía el amortiguado sonido del tráfico sobre la autopista. De vez en cuando unos faros iluminaban la noche y un coche pasaba de largo.
Sus fosas nasales se ensancharon y lo absorbió todo; sus ojos se adaptaron fácilmente a la oscuridad. La lujuria era su compañía constante. Lo había sido desde que cumplió los once o doce, puede que más joven…