Se reclinó contra el respaldo del asiento, con las manos golpeteando sobre el volante. Había varias «inferiores» que deseaba, aquellas cuyas vidas serían entregadas sin los complicados rituales de las titulares, aquellas que había reservado para el único propósito del derramamiento de su sangre. Esta, la mujer que sacrificaría esa noche, no sería echada en falta hasta pasados varios días. En eso ella era perfecta.
Sabía que vendría. La había visto anteriormente, se había encontrado con ella en varias ocasiones, allí en Nueva Orleans. Era hermosa, su cuerpo bien formado, pero no tenía interés en cultivar su mente. Y ese era su error. Su alma no era capaz de elevarse. No era real, tan solo una plebeya.
Igual que tú, le reprochó aquella voz persistente en su cabeza. ¿Acaso eres tú el amo? ¡Por supuesto que no! Concediste tu voluntad hace ya tiempo y aquí estás, apegado a unas normas que te resultan opresivas. Tanto si lo admites como si no, hay una cadena alrededor de tu cuello, una que siempre se mantiene tensa.
Cerró su mente a semejantes argumentos; sabía que eran blasfemos. Entonces la vio, caminando sola, faltaba la amiga que a veces iba con ella. Bien. Andaba con rapidez con sus tacones altos, con pisadas fuertes y agudas. Decididas. Señales que definían a una mujer fuerte.
Una bailarina.
Que se hacía llamar «Cuerpodulce», pero cuyo nombre verdadero era Karen Lee Williams.
Con su corta minifalda, su top mínimo y su chaqueta vaquera, caminaba en solitario por esa calle desolada, golpeando el pavimento con sus tacones. Probablemente sabía que no debía ir por aquel camino, pero era el más rápido y corto para llegar a su pequeña casa.
Y un lugar perfecto para desaparecer.
Esperó hasta que estuvo a casi una manzana de distancia y entonces salió silenciosamente de su vehículo. No hubo luces, ni alarmas, tan solo un suave crujido de la puerta.
Aunque estaba oscuro, centró sus ojos en ella. El caminaba ágilmente, oculto entre las sombras, manteniéndose junto a los edificios vacíos. Era difícil de creer que ninguna mujer fuese lo bastante estúpida para tomar un atajo y caminar hasta su casa después de una noche retorciéndose alrededor de un poste por dinero. Ese dinero solía mantener su vicio en lugar de a su hija.
Merecía morir.
Y tenía suerte de que allí estuviera él para liberarla de su insignificante existencia.
Él había oído sus quejas sobre su vida, la injusticia de lo que el destino le había reservado, pero ella no había querido cambiar. Todo eso no era más que charla vacía, que utilizaba para ganarse su simpatía.
Sonriendo para sí, la siguió, y luego tomó un atajo a través de unos cuantos huecos donde, gracias a su aguzada visión, podía evitar los escombros, ratas y perros callejeros.
Esta noche, pensó, su sangre cantaba a través de sus venas, la rescataría de su miseria.
Karen estaba tensa. Nerviosa.
Y harta del desastre que era su vida.
Había sido una mala noche, concluyó mientras golpeteaba de camino a casa con unos tacones que empezaban a hacerle daño. Ahora caminaba a través de una parte del Big Easy [6] donde una vez se había sentido segura, pero ahora estaba un poco nerviosa. Pero no tenía elección; aquella ruta era el camino más corto, ya que su coche se había estropeado unas semanas antes y no podía permitirse coger un taxi.
Además, necesitaba un poco de tiempo para respirar algo de aire fresco y pensar. Huir del zumbido de la música, de los clientes salidos, y del olor a cerveza rancia y cigarrillos. El club también había ido cuesta abajo. La noche era algo fresca, pero cuanto más se alejaba de la calle Bourbon, más tranquila y silenciosa parecía. Incluso creyó poder olfatear el río, lo cual probablemente no era más que su imaginación.
Había bailado hasta las once, cuando se había visto forzada a salir del escenario por culpa del último descubrimiento de Big Al, una chica que no tenía un día más de dieciséis años, a no ser que Karen hubiese perdido su ojo clínico. Pero la chica, Baby Jayne, con un maquillaje digno de una muñeca Pepona, unas coletas largas y rubias que casi le llegaban a su culito, y unas tetas que pondrían celosa a Dolly Parton, tenía a todos los clientes entrando por oleadas para el espectáculo de después de medianoche. Incluso aunque era una patosa con la maldita barra. Karen había contemplado una gran parte de la actuación de la joven, pasó el tiempo escondida junto a la puerta, observando los pornográficos movimientos de Baby Jayne. No había seducción en su baile, ni tampoco encanto, solamente lo obvio.
Ahora, ya era tarde.
Eran casi las tres de la jodida mañana.
Simplemente no era justo.
Pensar que a los treinta, ella, Cuerpodulce, había sido degradada. Sus propinas habían sido increíbles hace unos años; en pocas noches ganaba bastante dinero como para pagar el alquiler y comprar un poco de «capricho para la nariz»; pero ahora, después de que la tormenta casi hubiera arrasado la ciudad y de que Baby Jayne hubiese entrado en el club, Karen tenía suerte de ganar el suficiente dinero para pagar las facturas cada mes. Lo cual probablemente era bueno. Si tenía dinero de sobra, solía acabar invertido en sus fosas nasales. Se había mantenido limpia durante dos meses y pretendía permanecer de esa forma. Quería recomponer su vida. Demonios, no podía estar bailando eternamente.
Continuó su camino hacia su modesta casa, la cual había sufrido milagrosamente tan solo daños menores durante la tormenta. Por lo que estaba agradecida.
Cruzó la calle y sintió como si alguien la estuviera vigilando, lo que resultaba ridículo. Por el amor de Dios, aquello era su trabajo, tener a los hombres comiéndosela con los ojos, cuanto más, mejor. Sabía lo que se sentía.
Clack, clack, clack. Sus pisadas continuaban golpeando lo que quedaba de la acera. Y mantenía la vista al frente, temerosa de dar un paso en falso sobre el agrietado asfalto y terminar torciéndose el tobillo. ¿Entonces qué? Su carrera estaría definitivamente acabada.
Quizá era el momento de arreglar las cosas con su madre y su hija, y volverse a San Antonio. Al menos así podría ver a su hija más de una o dos veces al mes. Dejó escapar una sonrisa al pensar en Darcy; aquella niña llegaría lejos. A los diez años ya era la primera de su clase de cuarto grado, y la figura que había hecho para Karen la última Navidad era algo increíble. La niña era un genio, incluso teniendo un inútil por padre, que cumplía condena por posesión, y una madre que bailaba sobre un escenario, haciendo el amor con una barra de metal seis noches por semana.
Un coche pasó lentamente por la calle y Karen se limitó a seguir andando. Nueva Orleans se había vuelto peligrosa y, si tuvieran que creer todo lo que decía la prensa, el crimen estaba por las nubes. Pero ella tenía cuidado. Nunca salía sola sin su pequeña pistola guardada bajo la chaqueta. Si alguien intentaba meterse con ella, estaría preparada.
El coche pasó sin ningún incidente, pero ella aún se sentía tensa. Algo no marchaba bien. Algo más que Baby Jayne pisoteando el terreno de Cuerpodulce.
La sensación de que estaba siendo observada, incluso de que la seguían, la alteraba. Lanzó otra rápida mirada sobre su hombro y no vio nada… ¿o sí? ¿Había alguien justo fuera de su línea de visión?
Su piel se estremeció y un golpe de adrenalina atravesó su interior, espoleándola. Ahora casi estaba corriendo con aquellos malditos zapatos.
No te vuelvas loca. Estás dejándote llevar por tu imaginación.
Pero abrió el cierre de su bolso, para poder agarrar su pistola, su móvil o su gas pimienta con un movimiento rápido. Volvió a mirar sobre su hombro y no vio a nadie.
Bien. Ahora estaba tan solo a tres manzanas de su hogar, y se aproximaba a una zona más segura, donde los daños de la inundación habían sido mínimos y se habían despejado; las luces de la calle funcionaban, al menos una cuarta parte de los hogares estaban ocupados, y otra cuarta parte casi estaba despejada y reformada.